Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Anne suspiró y continuó:

– He de reconocer que al principio me mostré un poco envidiosa, ya que me temo que carezco de todos esos atributos. Pero oír hablar sobre usted me ha hecho que jure ser más valerosa.

¿La mujer responsable de su ataque de celos se esforzaba en parecerse a ella?

– Sí, sé que es presuntuoso de mi parte -prosiguió Anne, sin duda malinterpretando su reacción-, pero siento como si me hubiera concedido fuerzas -se acercó-. Verá, he venido a Bath en una misión. Sin embargo, Johnathon me intimida tanto que he fracasado. Oh, a menudo he intentado contarle mi noticia, pero cada vez que creo que voy a tener éxito, se me encoge el corazón -se llevó una mano a la garganta.

– Estoy convencida de que Ashdowne jamás la reprendería -dijo.

– Oh, no lo hace, pero pone esa expresión, como si no pudiera soportar la idea de verme -confió Anne.

– No, estoy segura de que no es verdad -protestó Georgiana.

– Oh, es usted demasiado amable, como sabía que lo sería. ¿puedo ser tan osada como para sincerarme con usted? -Georgiana asintió y Anne se acercó más todavía-. Verá, he llegado a conocer a un caballero -un suave rubor le tiñó las mejillas y bajó la vista-. Lo conocí durante mi aciaga visita a Londres, lo único bueno que salió de ese horrible viaje, se lo aseguro. Pero es maravillosos, ¡y me ha pedido que me case con él!

¡Qué tonta había sido de sentir celos! Sonrió con auténtico placer y apretó la mano enguantada de Anne.

– ¡Es una noticia maravillosa!

– Sí -convino la marquesa, sonrojándose otra vez-. No obstante, como ahora Johnathon es el cabeza de familia, considero que debo conseguir su permiso, y me temo que no lo apruebe, ya que el caballero en cuestión no es de rango similar.

Georgiana sintió un recelo momentáneo. ¿Es que Anne se había enamorado de alguien inapropiado, como le había sucedido a ella?

– Oh, es de nacimiento noble y está entregado a mí -manifestó, notando su preocupación-, pero mi querido William, Dios bendiga su alma, jamás lo habría aprobado, pues el señor Dawson se dedica al comercio. Al ser uno de los muchos hijos menores del vizconde de Salsbury, carecía de título y de esperanzas de alcanzarlo, por lo que se metió en la especulación y amasó una fortuna en la producción de herramientas agrícolas. La nobleza no diría que es lo más adecuado, pero se trata de un hombre amable y gentil y yo… yo… -calló con un nuevo rubor.

Georgiana alzó la vista y vio que Ashdowne se acercaba; sintió que ella también se sonrojaba, ya que no habían vuelto a hablar desde que le hizo esas cosas extraordinarias en la cama. Estaba convencida de que él se había marchado insatisfecho, algo que ayudó a que diera vueltas durante la noche, aunque no era algo que pudiera tratar en ese instante.

Con sombría determinación, se adelantó para interceptarlo.

– ¿No es maravilloso? -le sonrió-. ¡Anne va a casarse!

Ashdowne, que ya estaba sombrado por el saludo de Georgiana, dirigió la mirada a su cuñada, quien de inmediato bajó la vista a sus pies, como si temiera hablar.

– El señor Dawson es el hijo menor del vizconde de Salsbury -explicó-. ¡Y muy rico! -al oír eso Anne levantó la vista, sin duda con la sensibilidad ofendida por una exposición tan directa, pero Georgiana continuó sin rodeos-: Por supuesto, tú aprobaras entregarle a Anne, ¿verdad? -preguntó, pellizcándolo a través de la manga de la chaqueta.

– ¿Qué? ¡Oh, sí, desde luego! -convino él. Parecía receloso, cansado y desdichado.

Georgiana se preguntó si ese hombre al que había considerado impermeable a todo se sentía dolido. ¿Por ella?

– ¿Quieres decir que nos darás tu bendición? -preguntó Anne con expresión dulce y esperanzada.

– Claro que sí -respondió Ashdowne-. No pongo ninguna objeción a la unión.

Durante un momento Anne guardó silencio, luego se mordió el labio nerviosa.

– Se dedica al comercio -expuso sin ambages, de un modo que Georgiana solo pudo admirar.

– Estoy segura de que a Ashdowne no le importa, siendo él mismo hijo menor y teniéndose que ganar la vida… de la mejor manera que ha podido -intervino Georgiana-. A menos, desde luego, que a usted le moleste -añadió, mirando a Anne.

– No -repuso-. Verá, estoy muy orgullosa de él.

La suave pero firme afirmación de una mujer que reconocía su propia timidez sorprendió a Georgiana, como si Anne, de algún modo fuera más valerosa que ella. No solo creía en el hombre al que amaba, sino que lo defendía. De pronto los sentimientos que le inspiraba Ashdowne la invadieron, mezclándose con el testimonio de Anne.

Quizá había sido una remilgada santurrona al emitir un juicio sobre los actos de Ashdowne, cuando en lo más hondo de su ser sentía una renuente admiración por su inteligencia, habilidad e intrepidez. Se recordó que pocos hombres habrían logrado semejantes proezas.

– Y va a pagar mi deuda -murmuró Anne, sacando a Georgiana de sus pensamientos.

– En serio, Anne, no hay necesidad de… -comenzó él.

– No. La pérdida se debió a mi propia necedad, y no te haré responsable de ella. El querido señor Dawson dice que es lo menos que puede hacer, ya que mi visita a Londres me introdujo en su vida.

– Muy bien -Ashdowne miró a Georgiana de reojo.

Ella sospechó que quería hablar en privado. ¿Habría devuelto ya el collar? Si no, podría hacerlo sin siquiera perder el dinero.

– ¡Georgi! -la voz atronadora de su padre provocó que Georgiana hiciera una mueca-. ¡Lord Ashdowne! O le hemos visto desde el regreso de Georgie. Pensé que nos había abandonado -le guiñó un ojo de un modo que encendió en su hija el deseo de huir.

Por desgracia no había escapatoria, ya que detrás de él estaba su madre, seguida de sus hermanas, mientras Anne aguardaba que la presentaran.

Georgiana se preguntaba cómo podría empeorar la mañana cuando vio a Jeffries avanzar hacia ellos con expresión sombría. “¿Y ahora qué?”, se preguntó, mirando fijamente a Ashdowne. Sus ojos azules emitieron una advertencia antes de adoptar una expresión de noble indiferente y ecuánime. Por su bien, ella intentó mantener la calma. Sin embargo, sabía que él no era consciente de que le había dado su nombre como sospechoso al detective de Bow Street, y probablemente ese no era buen momento para revelárselo.

– Milord, señorita Bellewether, señoras -saludó Jeffries con una inclinación de cabeza, aunque con gesto demasiado lóbrego.

Ashdowne podía ser un delincuente, pero jamás iría ala horca. Jamás. Aunque el dolor de sus mentiras persistía, la explicación que le había dado el día anterior la había afectado, y por la noche… su cuerpo aún hormigueaba con el recuerdo de su contacto, de unas caricias que, incluso en su inocencia, percibía que habían sido algo más que una estratagema.

Él tenía razón; el pasado se había terminado, era hora de mirar al futuro. Y en ese momento Georgiana supo que sin importar lo que hubiera hecho, todavía lo amaba, y cada experiencia que lo había convertido en el hombre que era en ese momento contribuía a dicho amor.

– ¿Podría mantener unas palabras con usted en privado, milord? -le preguntó Jeffries a Ashdowne con tono ominoso.

– Como puede ver, en este momento estoy ocupado -replicó el marqués.

– Me temo que no puede esperar, milord -insistió el detective.

– Bien, entonces, diga lo que desee -indicó Ashdowne-. Estoy seguro de que no tengo secretos para mis acompañantes, en particular la adorable señorita Bellewether.

– Muy bien -Jeffries pareció infeliz-. Se han planteado algunas cuestiones, milord. Y, bueno, parece que debo preguntarle dónde estaba exactamente durante el robo.

Georgiana se mostró sorprendida. ¿Por qué el detective de Bow Street centraba de repente su atención en Ashdowne, cuando en el pasado lo había descartado? Las personas que los rodeaban se quedaron boquiabiertas y Georgiana miró horrorizada a Ashdowne, pero él no mostró alarma alguna, solo una dosis de diversión arrogante.

41
{"b":"125235","o":1}