– ¡Lord Whalsey! ¡Buenas tardes! -saludó adelantándose con atrevimiento. Unos días antes los habían presentado brevemente, pero en sus ojos no vio reconocimiento. Solo captó un destello de interés cuando posó su mirada ansiosa en sus pechos. Ocultó su irritación y se obligó a sonreír-. No vi cuando se marchó de la fiesta anoche. ¿Se fue temprano? -la pregunta, a pesar de su inocencia, hizo que Whalsey se sobresaltara, y con expresión nerviosa alzó la vista hacia su cara. Georgiana sintió una oleada de triunfo, aunque la contuvo con firmeza-. ¿Y cómo se llamaba su acompañante? El señor Cheever, ¿verdad?
Con la boca temblorosa, Whalsey parecía más culpable que el pecado; ella se preguntó con cuánta celeridad podría llevarlo ante la justicia.
– Mire, señorita… señorita…
– Bellewether -repuso con sonrisa confiada-. Los dos parecían discutir algo sumamente importante, y me preguntaba si… -él la cortó con un sonido ahogado al tiempo que se le acaloraba el rostro.
– No creo que…
– ¿Consiguió todo lo que pretendía?
Con expresión alarmada, Whalsey se puso de pie. Tan ansioso estaba por escapar que con la mano tiró la taza y envió su contenido sobre la parte frontal del vestido de muselina de Georgiana. Aturdida por el agua caliente, ella retrocedió un paso para toparse con el estrado que usaba la orquesta.
Durante un breve momento, se tambaleó antes de perder por completo el equilibrio y caer con violencia hacia atrás, llevándose el obstáculo con ella. Golpeó a un violinista, que a su vez cayó sobre uno de los compañeros, y al rato todos los músicos se desplomaban uno contra el otro como un juego de piezas de dominó. Después de una serie de sonidos rechinantes, la música se detuvo con brusquedad y el silencio descendió en el Pump Room mientras todas las cabezas se volvían hacia ella.
Con la falda enganchada en el estrado y un brazo enredado con el mástil de un violín, observó abatida cómo lord Whalsey huía a toda velocidad. Apartó un mechón de pelo de su cara y parpadeó al percibir una mano enguantada. Alzó la vista y experimentó una extraña sensación de desorientación al ver a Ashdowne, alto, atractivo y sereno, inclinado sobre ella.
– Usted, señorita Bellewether, es peligrosa -manifestó con recelo. No obstante, la puso de pie con la misma facilidad que la noche anterior; una mirada suya bastó para que los músicos se incorporaran sin quejarse para continuar con el concierto. Como por decreto, los asistentes reanudaron sus conversaciones y Georgiana solo pudo quedar boquiabierta ante un hombre capaz de exhibir semejante influencia.
– Gracias. De nuevo -musitó mientras la alejaba de la orquesta-. Ha venido en mi rescate en más de una ocasión.
– Reconozco, señorita Bellewether, que parece tener propensión a los incidentes, y considero que se debe a mi mala fortuna estar cerca -apuntó con una mueca irónica.
“¿Eso es un insulto?”, pensó Georgiana mientras con discreción trataba de apartar de su pecho la tela mojada del corpiño.
De alguna parte Ashdowne sacó un chal que depositó sobre sus hombros, pero no antes de inspeccionar su parte delantera de un modo más bien entusiasmado que provocó que sus pezones se pusieran rígidos en respuesta. “Curioso”, reflexionó mientras se cubría con el chal. Muchos hombres habían clavado los ojos en su pecho sin causarle esa reacción.
Experimentó una alegría rara al haber atraído su atención de esa manera, lo cual le pareció justo considerando que nada más verlo ella quedaba reducida a un estado de idiotez sin igual.
Sin embargo, Ashdowne no había cambiado a pesar de esa fugaz exhibición de interés. Su expresión era la de un hombre cansado hasta lo indecible, y ella comenzó a sentirse otra vez como un insecto.
– Imagino que estos desastres forman parte de sus actividades poco usuales, pero empiezo a creer que necesita a alguien que la mantenga alejada de ellos.
Georgiana parpadeó. Esperaba que un marqués no se tomara la molestia de ir a quejarse a su padre. ¿Qué podría hacerle ese hombre? Entonces él sonrió con un movimiento decadente de sus elegantes labios y le brindó la respuesta. “Lo que quiera”, pensó con el último destello de inteligencia que quedaba en su cerebro.
– Y como parece que soy yo el más afectado por sus travesuras, quizá debería presentarme para el puesto -añadió él, dejándola sin habla.
Tres
Johnathon Everett Saxton, quinto marqués de Ashdowne, enarcó una ceja en gesto de sorpresa por la expresión en la cara de su acompañante. A lo largo de los años había recibido amplia variedad de miradas de las damas, pero ninguna lo había observado con algo próximo a la alarma. Como de costumbre, la reacción de la señorita Georgiana Bellewether distaba mucho de ser corriente.
Quizá el ofrecimiento de actuar como una especie de tutor para la joven no resultaba muy halagüeño, aunque la evidente desdicha de ella ante la idea no era lo que él había esperado. Su atractivo y una dosis de encanto lascivo le habían garantizado una buena ración de sexo, mientras que en ese momento, siendo marqués, recibía demasiada atención para su gusto. De algún modo el pensamiento de que solo lo buscaban por su título menguaba su entusiasmo.
Aunque a la señorita Bellewether no se la podía acusar de eso. A pesar de que la joven debería estar agradecida por su interés, parecía agitada, irritada y casi al borde del pánico, como si en cierto sentido lo encontrara molesto. Al parecer era su mala suerte que la única mujer que no sentía inclinación por ser su marquesa fuera una especie de lunática. “Una lunática peligrosa”, pensó con pesar.
Al principio no lo había sospechado. Al verla en la fiesta de lady Culpepper, momentáneamente se había sentido atraído por la joven, como cualquier hambre normal, ya que Georgiana Bellewether tenía un cuerpo que podría hacer que un hombre débil se pusiera a babear. Con esas curvas exuberantes, esos bucles dorados y el delicado rostro ovalado de un ángel, en Londres habría sido considerada un diamante de primera y le habrían llovido las declaraciones, a pesar de su entorno sencillo. O podría haber reinado en el mundo de la noche como la prostituta más buscada.
Desde luego, todo ese éxito dependería de su silencio… y su quietud. Por desgracia, en cuando Georgiana Bellewether se movía, el infierno se desataba, ya que probablemente era la criatura más torpe de la cristiandad. Aún le escocía el ignominioso accidente al que lo había sometido la noche anterior.
Pero ese episodio era el más insignificante. Desde entonces lo había golpeado con el bolso más pesado del mundo y ella sola había derribado a toda una orquesta. No solo era propensa a los desastres, ¡sino que la joven se consideraba una especie de investigadora! Ashdowne no sabía si reír o mandarla al loquero más próximo.
Pero no hizo nada de eso, sino que la observó con atención. Hacía tiempo que había aprendido a confiar en sus instintos, que se habían disparado en relación con la señorita Bellewether. Quizá se debía al peligro físico que representaba para cualquiera que se acercara a ella, o tal vez se debía a otra cosa. No lo sabía.
Como mínimo, resultaba divertida, y descartando el último problema con su cuñada, no recordaba la última vez que se había sentido tan intrigado. Empezaba a comprender lo mundana que se había vuelto su vida desde que asumiera el título. No era su intención aceptar una vida de aburrimiento; de hecho, siempre había considerado a su conservador hermano con algo de desdén.
Solo después de que este sucumbiera a una apoplejía y el título recayera en él, comprendió lo aburrido que era llevarlo. Desde luego, podría haber rechazado las responsabilidades, pero demasiada gente, desde granjeros arrendatarios hasta los criados que atendían su casa, dependía de él en ese momento. Y por ello se había sumergido en la tarea de ser Ashdowne, y aunque no lo lamentaba, sentía como si llevara mucho tiempo nadando y solo entonces hubiera salido a respirar. Para encontrarse en la niebla inducida por la joven que tenía a su lado.