Georgiana se contuvo de mencionar que en la ciudad los robos eran mucho más frecuentes, y asintió con gesto aplacador antes de proseguir:
– ¿Tiene enemigos o alguien que haya podido elegirla como blanco? -notó la súbita palidez que se reflejó en el rostro de la mujer mayor. No supo si la había encolerizado la sugerencia de malicia o la verdad de sus palabras.
– ¡Vete, muchacha! ¡Ya he perdido mucho tiempo con estas tonterías! -exclamó con tono rotundo.
Llamó al mayordomo para que la acompañara hasta la puerta, y a Georgiana no le quedó otra cosa que darle las gracias a la descortés mujer por el tiempo que le había dedicado. Al marcharse no pudo evitar sentirse insatisfecha.
Una vez en el exterior, le comentó al sorprendido mayordomo que iba a echar un vistazo por los terrenos y, sin más miramientos, se adentró por el jardín de su excelencia. Despacio, se dirigió a la parte de atrás del edificio, dónde se quedó contemplando el emplazamiento de las ventanas. A pleno día la vista era mucho mejor y notó un frontón arqueado que se alzaba por encima de las ventanas de todas las plantas.
Se preguntó si el ladrón no habría salido de otro cuarto para subir al frontón y trepar al dormitorio de lady Culpepper. El espacio de que se disponía parecía bastante precario y el corazón comenzó a latirle con fuerza ya que le desagradaban las alturas. No obstante, un hombre ágil, que careciera de miedo y estuviera entrenado, bien podría…
– ¿Poniendo en peligro otra vez las plantas?
Se hallaba tan inmersa en sus pensamientos que el sonido repentino de una voz sarcástica la sobresaltó. Giró en redondo y, en el proceso, su bolso salió disparado por el aire. Conectó con firmeza con la forma de un hombre que se había acercado por su espalda sin que lo notara.
– ¡Hmmm! -exclamó, apoyando una mano sobre su chaqueta de seda-. ¿Qué tiene aquí, piedras?
La mirada de Georgiana pasó de los dedos finos enfundados en guantes al rostro atractivo que la observaba con una ceja enarcada; parpadeó horrorizada.
– ¡Ashdowne! ¡Quiero decir, milord! ¡Suplico su perdón! -la boca hermosa del marqués se curvó en las comisuras mientras se alisaba la elegante tela, llamando la atención de Georgiana sobre sus hombros anchos y su liso abdomen. Esa visión le encogió el estómago y tuvo que forzarse a apartar los ojos-. ¿Qué hace aquí? -preguntó con suspicacia.
La ceja volvió a enarcarse reflejando una expresión de desagrado. Era una expresión que Georgiana reconoció de la noche anterior, y una vez más se sintió como un insecto. Mientras lo miraba, el marqués ladeó la cabeza como para estudiar mejor el espécimen que tenía delante.
– He venido a ofrecerle a lady Culpepper mis condolencias, desde luego -manifestó con un tono de voz que daba a entender que sus movimientos no eran asunto suyo-. ¿Y usted?
– Yo también hacía lo mismo -musitó, tratando de recuperarse. Si de noche Ashdowne había sido atractivo, vestido todo de negro y moviéndose como pez en el agua entre las sombras, aún lo era más a la lux del día. Tenía unas pestañas tupidas y brillantes, los ojos azules eran tan intensos que le quitaban el aliento, y esa boca…
– Ah -repuso con un tono que indicaba que ni por un instante creía su explicación pero que era demasiado caballero para discutirla-. Creo que no hemos sido presentados adecuadamente, señorita…
– Bellewether -repuso aliviada al poder hablar-. Le pido, hmm, disculpas por haberlo, hmm, tirado anoche.
– Debo decir que una planta no es el lugar más adecuado para una cita.
– ¡Oh! Yo no… -lo miró a la cara y comprendió el error que había cometido. Un solo vistazo a esos labios y ya parecía estúpida. Apartó la cara para concentrarse en el sendero que iba por la parte de atrás de la propiedad y levantó la barbilla-. No iba a encontrarme con nadie -declaró. Cuando el silencio fue todo lo que recibió su protesta, frunció el ceño-. En realidad, escuchaba, un hábito que tengo, ya que nunca se sabe las cosas interesantes que se pueden descubrir.
– Ah, los chismes -descartó Ashdowne.
Georgiana contempló su cuello, decidida a poder hablar sin desmayarse.
– No me interesan los rumores ni las alusiones, solo los hechos… hechos que en este caso son pertinentes a los acontecimientos de anoche. Verá, tengo la habilidad de solucionar misterios, milord, y pretendo dedicar mi talento a la resolución del hurto que tuvo lugar anoche aquí -alzó la vista con gesto de desafío, pero la expresión de Ashdowne era inescrutable.
– ¿Y cómo pretende hacerlo? -inquirió.
Sus adorables labios se curvaron en una mueca irónica y Georgiana sospechó que se reía de ella. Por desgracia, era una actitud con la que ya estaba familiarizada. Era la maldición de su apariencia. Si se pareciera a Hortense Bingley, la solterona que iba a la biblioteca de Upwick.
– Tengo la intención de descubrir al culpable mediante simple raciocinio, milord -se sentía tan irritada que logró mirarlo directamente sin sentir otra cosa que desdén-. Analizando los hechos, eliminando todas las posibilidades menos las más probables y llegando a una conclusión -con un gesto seco, se puso en marcha-. Y ahora, si me disculpa, debo irme. Buenos días, milord.
– No tenga prisa -dijo Ashdowne, y para consternación de Georgiana se puso a caminar a su lado-. Sus comentarios me resultan muy fascinantes. Por favor, cuénteme más.
Un vistazo de reojo a su expresión contenida le reveló que no la creía capaz de hacer lo que afirmaba. Pocos hombres lo creían, pero, de algún modo, su escepticismo la irritó más.
– Me parece que no -murmuró, sin aminorar su paso.
– Pero esos métodos de los que ha hablado me resultan interesantes -sus ojos azules se mostraron intensos al mirarla a la cara.
Para alivio de Georgiana, habían llegado a la parte delantera de la casa, donde Ashdowne, sin duda se detendría para realizar la visita; aprovechó la oportunidad para escapar de su escrutinio.
– Me temo que debo seguir mi camino, milord. Quizá en otra ocasión -susurró con mano temblorosa al abrir la cancela. Entonces, a sabiendas de que se comportaba con grosería, se marchó sin mirar atrás.
Al llegar a la esquina comprendió que otra vez había dejado pasar una oportunidad de oro para interrogarlo. Luego se censuró. Nunca antes se había comportado como una tonta con alguien. Parecía que Ashdowne tenía un efecto muy peculiar sobre ella.
Ese conocimiento la humilló.
Georgiana se hallaba en el Pump Room contemplando a la multitud, apoyada en un pie en un esfuerzo por aliviar sus agotadas extremidades. Le daba la impresión de que llevaba allí una eternidad, tratando de ver a lord Whalsey, quien por lo general iba todas las tardes. Ciertamente, tarde o temprano todo el mundo aparecía en el centro social de la ciudad.
Debía reconocer que empezaba a cansarse de la vigilancia. Hacía rato que sus hermanas se habían marchado a dar un paseo, igual que el resto de sus conocidos. Solo Bertrand, contento de no hacer nada, seguía en un rincón charlando con dos hombres jóvenes a quienes ella se había esforzado en desanimar.
Era algo que le había resultado más fácil que de costumbre, ya que todo el mundo se hallaba enfrascado en alguna discusión sobre el robo y hacía conjeturas descabelladas acerca de quién podía ser el culpable.
A diferencia de la mayoría, Georgiana estaba convencida de que era obra de un solo hombre. Tuvo una fugaz visión de Ashdowne tal y como había ido vestido la noche anterior, todo de negro. Pero la descartó de inmediato. Aunque era un sospechoso, había ido allí para concentrarse en Whalsey y su secuaz, los principales candidatos.
Parpadeó y volvió a inspeccionar la sala; sus horas de vigilancia se vieron recompensadas al ver al vizconde. Se movió entre la multitud, saludando a sus favoritas entre las viudas de mediana edad, antes de sentarse con una ración de agua por la que Bath era famosa.