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– ¡Ah, Georgie! -conteniendo un gemido, Georgiana se volvió para encontrar a su padre de pie a su lado, con un caballero de aspecto serio. Conjeturó que se trataba de otro pretendiente potencial-. Señor Hawkins, aquí está, mi hija mayor. Es adorable, como le dije, y muy inteligente. ¡Estoy convencido de que descubrirá que le fascina su erudición! -Ella, que conocía bien a su padre, supuso que él no lo estaba y se mostraba ansiosos por traspasarle a su nuevo conocido-. Georgi, cariño, este es el señor Hawkins. También acaba de llegar a Bath y espera quedarse a vivir aquí, ya que es vicario y hombre muy instruido.

Georgiana pegó una sonrisa a su cara y logró saludar al señor Hawkins con un mínimo de cortesía. Era atractivo de una forma más bien severa, pero algo en sus ojos grises le indicó que no era el tipo de alma gentil y discreta que era su vicario Marshfield.

– Es un placer, desde luego, señorita Bellewether -dijo el hombre-. Aunque no cabe esperar que una dama como usted sea capaz de comprender las complejidades de la filosofía. Ciertamente, sospecho que incluso a la mayoría de los hombres le costaría estar a la altura de mi conocimiento, ya que he dedicado toda la vida a su estudio.

Antes de que pudiera argüir que era una devota de Platón, quien, después de todo, había fundado la ciencia de la lógica, el señor Hawkins prosiguió:

– Y debo reconocer que Rosseau ha perdido el favor de la gente, debido a la actitud desagradable de Francia. Sin embargo, no comprendo cómo se le puede culpar a él de lo que aconteció a los desdichados de ese país.

– ¿De modo que usted cree…? -comenzó Georgiana, pero el señor Hawkins la cortó con un gesto.

No obstante, los hombres más iluminados han sufrido a menudo por su genio -declaró.

Georgiana no requería una mente aguda para determinar que el pomposo vicario se contaba a sí mismo entre los académicos perseguidos, con lo que de inmediato murió todo su interés. Contuvo un bostezo mientras el otro continuaba con su mezcla extraña de palabras y teorías que le dejó bien claro que él mismo entendía bien poco de lo que hablaba. ¡No le extrañó que su padre estuviera ansioso de quitárselo de encima!

– Ah, ahí está nuestra anfitriona -comentó, en un esfuerzo por alejarse, pero el señor Hawkins no pensaba permitírselo con tanta facilidad.

– ¡Hmm! Me sorprende que haya abierto su casa a tantos de sus inferiores sociales, ya que por experiencia propia sé que las personas de su rango rara vez son cordiales con los menos afortunados.

Aunque Lady Culpepper era propensa a exhibir el aire condescendiente de la nobleza, a Georgiana no le parecía peor que la mayoría.

– Reconozco que podría ser más cortés, pero…

– ¿Cortés? -El señor Hawkins la cortó con una extraña vehemencia en la voz-. La dama y los de su clase o son conocidos por su cortesía hacia los demás, sino que imponen su riqueza y poder sobre el resto de nosotros. ¡Me parecen seres frívolos sin más preocupación que sus propios caprichos egoístas! Sin embargo -prosiguió con expresión más dócil-, un hombre de mi posición debe hacer lo que esté a su alcance para mezclarse con la sociedad.

– Yo pensaba que su vocación era convencer a la gente para ser más caritativa -apuntó ella con indiferencia.

El señor Hawkins respondió con una sonrisa de superioridad que la encrespó.

– Tiene mérito que piense en esas cosas, aunque no cabe esperar que una dama tan hermosa entienda las dificultades de mi posición. Ciertamente, juro que usted, señorita Bellewether, es la salvadora de una velada pasada en mala compañía.

Si Georgiana había pensado que era tan pagado de sí mismo que no habría notado su presencia, cometió un triste error, ya que incluso mientras hablaba su mirada se posó de forma reveladora en su pecho. Para ser un hombre religioso, la estudiaba con demasiada avidez.

– Discúlpeme -pidió con brusquedad y se mezcló con la multitud antes de darle tiempo a que se lanzara a otro interminable discurso.

Se detuvo detrás de un gran helecho, desde donde escuchó varias conversaciones, todas aburridas. Cuando empezó a sentirse inquieta y estaba a punto de marcharse, oyó cerca el sonido de unas voces bajas que, como todo el mundo sabía, invariablemente presagiaban algo interesante.

Se acercó en silencio y espió a través del follaje en un esfuerzo por ver a los que hablaban. Observó a un caballero más bien fornido con una incipiente calva, a quien de inmediato reconoció como lord Whalsey, un vizconde de mediana edad. Según los rumores, buscaba una esposa rica entre las mujeres que iban a Bath. Al asomarse por debajo de una hoja muy grande, pudo ver que se hallaba junto a un hombre más joven de rostro más bien contraído; los dos parecían terriblemente serios. Prestó más atención.

– ¿Y bien? ¿Lo tiene? -preguntó Whalsey con una agitación que en el acto captó el interés de Georgiana.

– Eh… no exactamente -respondió el otro.

– ¿Qué diablos? ¡Pensé que iba a conseguirlo esta noche! Maldición, Cheever, juró que podría lograrlo…

– Un momento -interrumpió el hombre llamado Cheever con voz aplacador-. Lo tendrá. Ha surgido una complicación, eso es todo.

– ¿Qué clase de complicación? -Espetó Whalsey-. ¡Y será mejor que no me cueste más!

– Bueno, me he topado con ciertas dificultades para localizarlo.

– ¿A qué se refiere? ¡Sabe muy bien dónde está! ¡Por eso hemos venido a este lugar mortalmente aburrido!

– Desde luego, está aquí, pero no aparece a plena vista, ¿verdad? Debo buscarlo, y aún no he tenido la oportunidad porque siempre hay alrededor algún maldito idiota.

– ¿Quién? -inquirió Whalsey.

– ¡Los criados!

– ¡Bueno, pues esta noche es su oportunidad, tonto! ¿Qué hace aquí conmigo?

– Bien puedo disfrutar de la velada mientras me encargo de ello, ¿no? -Dijo Cheever con suavidad-. No me parece justo que usted baile y se divierta mientras yo me ocupo del trabajo sucio.

– Si lo que busca es más dinero, ya le he dicho que no tengo un penique para…

Frustrada por el tono casi inaudible, Georgiana se adelantó demasiado. La planta, embutida en una elegante maceta, se ladeó un poco, haciendo que ella quedara en una postura precaria. Al intentar enderezar la planta y a ella misma perdió el equilibrio. Durante un momento dio la impresión de colgar en el aire, contemplando los rostros horrorizados de lord Whalsey y Cheever.

Tan concentrada se hallaba en la pareja que huyó a toda velocidad, que no se percató del otro hombre que se aproximaba. Solo al impulsarse con violencia en la otra dirección en un intento por devolver los dos pies al suelo, lo vio. Desde luego, ya era demasiado tarde. Tanto ella como la maldita planta cayeron directamente encima de él, terminando los tres en el suelo.

De forma vaga Georgiana oyó unos jadeos sobresaltados a su alrededor mientras intentaba separarse de las hojas. Se hallaba en la alfombra, con las piernas enredadas con las del hombre que tenía debajo, y el vestido se le había subido escandalosamente para revelar sus tobillos. Lo peor de todo era que no había podido oír más de la nefasta trama que sin duda urdían los dos hombres.

Sopló para apartarse un bucle de la cara y se alzó del suelo en un intento por sentarse; en ese momento escuchó un gruñido doloroso cuando la rodilla conectó con una cierta parte de anatomía masculina. Con una exclamación, trató de incorporarse, aunque no lo consiguió debido a las faldas torcidas y una vez más cayó hacia delante.

Rodeada de exclamaciones sintió unas manos firmes en torno a la cintura; levantó la vista para encogerse horrorizada al observar la cara que apareció a la vista.

– ¡Por el amor de Dios, deje de retorcerse! -exclamó él.

– ¡Ashdowne! -musitó Georgiana. Dispuso de unos momentos para parpadear alarmada antes de que las manos la levantaran sin esfuerzo y ambos quedaran erguidos. Ella dio un paso inseguro hacia atrás pero él no la soltó, y de pronto fue consciente del calor generado por su contacto. Como fuego, atravesó la fina seda de su vestido y le encendió la piel.

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