Quince
Conteniendo las lágrimas que amenazaban caer de sus ojos, Georgiana comprendió que su ayudante, el hombre al que amaba, era el ladrón y, probablemente, El Gato en persona. Por fin consiguió terminar de inspeccionar el cuarto. Afortunadamente había poco que atraer la atención, ya que se movía de forma automática, sin ver otra cosa que la traición de Ashdowne.
A pesar de lo enfadad y dolida que estaba, no se hallaba en condiciones de compartir sus hallazgos con Jeffries. Primero debía meditar a solas, decidir qué hacer, de modo que tenía que mantener las apariencias.
Cuando le dijo que ya había terminado, mantuvo sus pensamientos a raya mientras el detective la acompañaba fuera. Por una vez, el investigador, por lo general callado, quería discutir el caso con ella, pero Georgiana expuso que la esperaban en casa y que no disponía de tiempo. Si Jeffries percibió su agitación, esperó que lo atribuyera a la desilusión de no haber localizado ninguna pista.
En vez de regresar junto a su familia, donde no tendría tranquilidad, se dirigió a Orange Grove, donde encontró un rincón sereno entre los olmos, en el que poder reflexionar sobre el hombre al que creía conocer mejor que a ningún otro, el hombre al que desconocía por completo.
Ashdowne. El Gato.
El noble que la había abrazado, besado y acariciado, quien había reído con ella, no era otra cosa que un ladrón. No se diferenciaba en nada de un delincuente común de la calle. Sintió una oleada de dolor y se dejó caer en un banco, incapaz de estar de pie.
¿Solo había jugado con ella? Resultaba demasiado monstruoso de creer, pero, ¿qué otro motivo podía tener El Gato para ofrecerse a ayudarla a resolver el robo que él había cometido? Se dio cuenta de que todas las veces que la había escuchado con atención, como si creyera en sus teorías, había sido una representación. ¡cuánto debió reírse de ella! Le había encantado su risa y en ningún momento había comprendido que era una burla.
Notó un escalofrío y contuvo las lágrimas. Bueno, se dijo que había aprendido algo de la experiencia. Había logrado satisfacer su curiosidad sobre la intimidad con un hombre, de modo que podía contar como útil la experiencia con Ashdowne. Desde luego, sería la última.
Nunca más se permitiría preocuparse tanto por alguien, ya que su tío abuelo se equivocaba. Las personas no eran la clave para la felicidad. Estaban llenas de engaño y usaban a los demás para sus propios fines. Hasta entonces se había considerado una buena conocedora del carácter, sin embargo se había enamorado de un ladrón infame. Era mejor que se recluyera con sus libros y periódicos, cosas que podía entender. Carecían de poder para lastimarla.
Aunque estaba dominada por el dolor, se negó a llorar. Era más fuerte de lo que Ashdowne imaginaba. Igual que los demás, la había subestimado, considerándola un cuerpo lleno de curvas sin nada en la cabeza. ¡Pues se equivocaba! Observó la tierra que aún manchaba sus dedos y recordó cómo al principio Ashdowne la había mirado como si fuera un insecto.
Al final, era él quien había demostrado ser un insecto, una araña negra y grande que tejía una vasta telaraña para su propia diversión. Pensaba aplastarlo.
Finn lo había convencido de que fuera. De repente al irlandés le preocupaba el bienestar de Georgiana. Después de seguirla toda la mañana, había regresado a Camden Place para informarlo de que la había observado en Orange Grove como si hubiera perdido a su mejor amigo.
A Ashdowne, que se sentía casi igual, le costaba mostrar mucha simpatía hacia ella. Quizá había sido un poco despótico la última vez que la vio, pero ese no era motivo para recurrir a Savonierre.
No supo si reír por la idiotez que había cometido o estrangularla por desafiarlo. Sabía que lo más probable fuera que Savonierre la destruyera sin parpadear, y el impulso de proteger lo que consideraba suyo batallaba con las amargas quejas de su maltrecho orgullo. Aunque no se consideraba taimado, jamás en su vida se había esforzado tanto para conquistar a una mujer. Y aún no sabía dónde estaba con la elusiva señorita Bellewether.
Sintió la tentación de regresar con su cuñada a la mansión familiar y no volver a verla jamás. Pero, ¿quién la protegería de Savonierre? ¿De otros hombres? ¿De sí misma? Contuvo una oleada de pánico que surgía cada vez que pensaba en que no la veía más. Y allí estaba, buscando en el parque a una mujer supuestamente abatida que le había echado a la cara los sentimientos que experimentaba por ella, prefiriendo a cambio el frío consuelo de su “caso”.
Cuando la encontró, tuvo que acallar una réplica mordaz, ya que se hallaba sentada en una zona aislada, como si invitara que algún desalmado la importunara. Pero no dijo nada. Solo se detuvo ante ella, inseguro del recibimiento que le daría. En el momento en que Georgiana alzó los ojos, enrojecidos y húmedos, sintió como si alguien le hubiera dado un golpe en el estómago. Si eso se lo había hecho Savonierre, mataría al bastardo sin pensar en las consecuencias.
Como no confiaba en lo que podía decir, se quedó de pie y la contempló mientras ella se incorporaba despacio con expresión altanera en sus facciones por lo general abiertas. Era evidente que esa tarde no lo iba a recibir con afecto; se tragó su decepción.
– Ashdowne, creo que me alegro de que hayas venido. No preguntaré cómo me has encontrado, ya que sé que dispones de recursos -indicó con una amargura que nunca antes había manifestado-. Eres un hombre de muchos talentos, ¿verdad? -antes de que él pudiera responder a esa desconcertante declaración, ella se dio la vuelta-. Sé quién eres -afirmó con tono lóbrego-. No te molestes en negar que eres El Gato.
Aturdido, Ashdowne se detuvo en el acto de volverse hacia ella. Antes de que a sus labios aflorara una respuesta indiferente.
– Ah, de modo que ahora soy el villano, ¿verdad?
– Encontré tierra en el escenario del delito, Ashdowne. La misma de la planta que tiré sobre ti -explicó con voz apagada.
– Supongo que sería la misma tierra que varios criados limpiaron -respiró hondo-. ¿Los has acusado o me has elegido únicamente a mí por algún motivo?
– Después de todo por lo que me has hecho pasar -lo miró con desesperación-, lo mínimo que podrías hacer es mostrar algo de honestidad.
– Muy bien, pero este no es el sitio más… -un gesto de impaciencia que ella cortó.
– No tengo intención de ir a ninguna parte contigo, así que puedes ahorrarte el aliento en ese sentido.
El experimentó una oleada de ira ante su actitud. Aunque había sabido que ese día llegaría, desde el principio fue consciente de los obstáculos que se interponían entre ellos. Después de todo, El Gato había dejado de actuar hacía tiempo. Jamás había soñado que alguien pudiera establecer la conexión, mas debería haber imaginado que Georgiana lo lograría.
– ¿Vas a matarme ahora? -la pregunta lo sobresaltó.
– Es un gran salto, ¿no? ¿De ladrón de joyas a asesino?
– ¿Qué diferencia hay? ¿Dónde trazas la línea? Te podrían colgar por lo que has hecho. ¿No sería más sencillo eliminar a quien te acusa?
– No me van a colgar porque nadie te creería -intentó acercarse.
– ¡Aléjate de mí! No puedo pensar cuando estás cerca, y sé que es algo que planeaste desde el principio.
Ashdowne se quedó quieto. Por primera vez en su vida no fue capaz de responder con ingenio.
– Nunca fue mi intención herirte.
– Oh, no. Solo me mentiste desde el principio, riéndote de mí…
– ¡Jamás me reí de ti! -protestó. Cuando ella se volvió para mirarlo con ojos acusadores, agregó-: Bueno, no como tú piensas. Me reí porque te encontraba adorable. ¡Y aún me lo pareces! Georgiana, no dejes que esto…
– ¿Cómo abres las puertas cerradas?
– Con una ganzúa -enarcó una ceja.
– ¿Como la que empleaste en el alojamiento del señor Hawkins?