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– Ahora mismo, desde luego -convino Savonierre-. He mantenido la habitación cerrada y protegida para que no se tocara nada. La encontrará tal como estaba la noche del robo.

Georgiana contuvo el aliento cuando él se incorporó y le ofreció el brazo. Aunque también ella se levantó, movió la cabeza.

– Creo que mañana será suficiente. Puedo volver a primera hora de la mañana, si es tan amable de dejarle instrucciones a un criado.

– Mi querida señorita Bellewether -emitió una risa baja-, ¿da a entender que no confía en mí, un caballero del reino, para llevarla al dormitorio de lady Culpepper? -cuando Georgiana guardó silencio, rió sin humor ninguno-. Touché, mi pequeña investigadora. Quizá, después de todo, es lo bastante inteligente como para descubrir al ladrón -añadió con sonrisa provocadora-. Mañana entonces, a las once. Haré que el señor Jeffries esté aquí para que la escolte en mi lugar. ¿Se considera a salvo con él? -la miró; cuando ella asintió, inclinó la cabeza-. Muy bien. Tal vez el tonto pueda aprender algo de sus métodos.

– Gracias -logró murmurar ella.

Después de abrir la puerta del salón, conducirla a la sala de la recepción y liberarla cerca de la presencia de Bertrand, Georgiana suspiró aliviada, aunque ese alivio duró poco, porque volvió a clavarle su mirada intensa.

– Depositaré mi fe en usted, señorita Bellewether -prometió, como si eso mismo fuera una amenaza. Hizo una reverencia y se marchó.

Solo al recuperarse lo suficiente se detuvo a pensar en cuál podría ser el juego de Savonierre. ¿Qué esperaba ganar dejándola ver el lugar del delito? Movió la cabeza, desconcertada pero demasiado curiosa para preocuparse por los motivos que pudiera tener.

Al fin iba a ver el escenario del crimen.

Estuvo a punto de contárselo a Ashdowne. Tuvo ganas de ir a su residencia por la mañana y llevarlo a casa de lady Culpepper. Sin embargo, varias cosas la frenaron, Primero, no sabía a qué hora solía levantarse y no quería levantarlo de la cama, en particular porque podía sentirse tentada a unirse a él.

Segundo, y más importante, era su deseo de no pelearse con Ashdowne cuando tenía una cita a las once que no quería perderse. Además, Savonierre, al no ser su amigo, podía retirar la invitación si aparecía en compañía de su ayudante.

Por ello no se lo dijo y se presentó sola en la casa de lady Culpepper a la hora establecida. De inmediato fue conducida al salón, donde esperaba Jeffries, una presencia mucho más tranquilizadora de lo que habría imaginado.

– buenos días, señorita Bellewether -asintió-. Tengo entendido que quiere echarle un vistazo al dormitorio de lady Culpepper, ¿verdad?

– Sí, desde luego -sonrió.

Le devolvió la sonrisa, y aunque Georgiana había esperado algo de resentimiento por lo que él podría percibir como una intromisión en su territorio, Jeffries se mostró tan amable y cortés como siempre. Sin preámbulo, la llevó a los cuartos superiores, donde un criado mantenía vigilancia ante una puerta cerrada.

– ¿Por qué cree que el señor Savonierre ha mantenido el cuarto sin tocar? -le susurró al detective mientras observaba al criado silenciosos.

Jeffries esperó hasta que estuvieron dentro, con la puerta cerrada, para contestar. Luego se encogió de hombros, como si no supiera más que ella.

– El señor Savonierre anhela encontrar al culpable. Quizá cree que unos ojos nuevos pueden descubrir algunas pistas.

Georgiana asintió y concentró su atención en la habitación. Las cortinas gruesas descorridas mostraban unas ventanas altas que dejaban entrar la luz sobre la mullida alfombra y los muebles de estilo francés. Y allí, sobre la amplia cama, se veía el famoso joyero, aún abierto.

Entusiasmada, pensó que al fin podía llevar a cabo una investigación de verdad. Soltó un suspiro de placer y comenzó a moverse despacio por la estancia. Tuvo cuidado de no mover nada, y Jeffries, al parecer satisfecho con su actitud, se dirigió a los ventanales para contemplar la mañana brumosa.

Se acercó a un tocador lleno de cosas. Las catalogó mentalmente y se agachó para mirar por debajo, pero decidió que nadie podría ocultarse allí sin ser notado. Continuó y se detuvo ante una puerta estrecha.

– ¿Adónde conduce? -preguntó.

– Al vestidor -respondió Jeffries mirando por encima del hombro-. No tiene otra salida.

– ¿Es posible que alguien hubiera podido ocultarse dentro antes de la fiesta?

– No -movió la cabeza, aunque no mostró desdén por la pregunta-. Las doncellas entraron y salieron todo el día, y tengo entendido que su excelencia estuvo arreglándose aquí toda la tarde -musitó.

– ¿Y las ventanas estaban abiertas? -se acercó a él.

– Igual que ahora, me han dicho.

Georgiana apoyó las manos en el borde y asomó la cabeza al exterior. Como sospechaba, el arco amplio sobresalía a poca distancia más abajo. Giró la vista y vio otro a la derecha, lo bastante cerca como para usarlo como apoyo. Respiró hondo y se obligó a bajar la vista, para temblar al ver que el suelo se hallaba muy lejos.

Sí, era posible que un hombre hubiera obtenido acceso a la habitación trepando de un arco a otro, pero, ¿qué clase de persona arriesgaría la vida en semejante empresa? De inmediato pensó en Savonierre. Sospechaba que un hombre como él se reiría del peligro. Si no le dieran miedo las alturas.

Metió la cabeza y comenzó a rodear el perímetro de la habitación y se detuvo al oír el sonido de un juramento bajo. Se volvió para observar al detective imitar su postura unos momentos atrás y musitar algo acerca del tipo de idiota que escalaría el edificio para robar unas joyas.

En silencio, ya que todavía no quería compartir sus teorías, Georgiana se acercó a la cama, alerta ante cualquier cosa inusual. Manteniéndose fuera de un camino directo de la ventana, se inclinó para examinar la alfombra a lo largo de la cama.

La alfombra era dorada, con vetas rojas y verdes, y tuvo que concentrarse para ver más allá del dibujo. Si hubiera sido un poco más oscura, tal vez jamás habría notado las pequeñas motas de tierra. Alargó la mano y recogió un fragmento para probar su consistencia con los dedos.

No formaba parte del polvo que podría haberse acumulado en unos días. Ni era del tipo de tierra que se podía encontrar en el jardín. Era más oscura; parpadeó con horror cuando de repente la reconoció.

Aunque se hallaba agazapada próxima a la puerta, se sintió mareada, como si el mundo se hubiera ladeado, amenazando con tirarla al suelo. Luchó por respirar. Le temblaron las manos y se sintió tan mal que temió desmayarse, aunque al final el dolor atravesó su aturdimiento y le dio una claridad aguda.

Fue ese mismo dolor el que le proporcionó fuerzas para levantarse, con el fragmento diminuto de tierra aún en sus dedos como un talismán de su traición, ya que conocía la textura de ese tierra. Provenía de la maceta que había tirado la noche de la fiesta, la misma que se había incrustado en su vestido y caído sobre la elegante chaqueta de uno de los invitados.

Ashdowne.

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