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Georgiana sintió que algo se agitaba en ella, algo que le provocó deseos de llorar, no de pesar, sino de júbilo, algo que hizo que, después de todo, se alegrara de ser mujer. Debió reflejarse en su cara, porque la expresión de Ashdowne se suavizó, y durante un momento aterrador temió que la besara allí mismo. Pero solo le tocó la punta de la nariz.

– Tú, por otro lado -continuó-, eres adorable. Y me gustaría mucho hablar en privado contigo acerca de prolongar nuestra asociación.

Georgiana logró esbozar una sonrisa trémula, abrumada por el alivio de la reconciliación.

– ¿Seguirás siendo mi ayudante? -preguntó.

– Desde luego -gimió él-, pero lo que tenía en mente era algo más…

– Ah, señorita Bellewether -la voz sedosa de Savonierre puso fin al idilio. Tan concentrada había estado ella en el marqués, que había olvidado la promesa hecha a Savonierre, aunque allí estaba, reclamando su atención a su manera imperiosa-. Deberá disculparnos, Ashdowne, pero tenemos una cita -con suavidad tomó el brazo de Georgiana.

Ella se ruborizó, incómoda bajo la mirada del marqués, pero incapaz de explicar sus planes con la presencia del otro entre ellos. Le lanzó una mirada en la que le pedía comprensión, ya que sabía que no podía desaprovechar esa oportunidad de analizar la escena del robo.

Cuando Savonierre la instó a avanzar, de pronto recordó a su renuente chaperón.

– Yo he traído a mi hermano Bertrand -después del momento extraño vivido en el puente, no pensaba estar a solas con Savonierre. Miró alrededor.

– Voy -dijo Bertrand situándose a su lado.

Aunque Savonierre miró con desagrado a su hermano, aceptó con elegancia al invitado inesperado. Sin embargo, Ashdowne se quedó tan quieto que Georgiana sintió un nudo en el estómago, empeorado por lo que acababan de hablar.

– Adiós por ahora, milord -le dijo, pero él solo la miró fijamente con ojos brillantes y acerados mientras Savonierre se la llevaba.

Con la presencia inocua de su hermano y la ominosa y gélida de Savonierre a su derecha, por primera vez en su vida tuvo que preguntarse si el caso era tan importante, después de todo.

Se sentía terrible, como si de algún modo hubiera traicionado a Ashdowne. Ya no podía seguir engañándose con que únicamente era su ayudante. Hasta ella misma reconocía que era mucho más que eso. De repente comprendió que en esas semanas se había enamorado del elegante marqués.

El conocimiento, aunque grato en algunos sentidos, la dejó más aturdida que eufórica. Si eso era lo que se perdía su tío abuelo Silas, Georgiana no podía suscribirlo con todo su ser. El amor no era la panacea que su madre y sus hermanas afirmaban, sino una emoción llena de dolor y ansiedad. Aunque solo quería dar media vuelta y correr a los brazos de Ashdowne para contarle la verdad, no tenía ni idea de cómo podría responder a su confesión. ¿Con horror? ¿Diversión? ¿Bochorno?

Además, en ese momento ya tenía bastante con Savonierre. Luchó por devolver su atención al hombre que había a su lado y a la pronta resolución del caso que parecía, en ese momento más que nunca, interponerse entre la felicidad y ella.

Ya en la casa de lady Culpepper, agradeció la previsión que la había llevado a pedir la presencia de su hermano, ya que la reunión se parecía muy poco a la fiesta en que tuvo lugar el robo. Formaban un grupo muy pequeño, con una atmósfera demasiado íntima en los amplios salones.

Pero cuando Bertrand la dejó a solas con su anfitrión, volvió a lamentar haber aceptado asistir. Aunque sus motivos para hallarse en Bath eran ayudar a lady Culpepper, Savonierre no parecía muy devoto de la dama. La trataba con la misma cortesía fría que dedicaba a todo el mundo, cuya sinceridad ella cuestionaba. En el momento en que la inmovilizó con su mirada intensa, Georgiana se encogió por dentro.

– Pensaba que podríamos hablar en privado… sobre el hurto -la tomó del brazo y la condujo al salón donde ella había interrogado a lady Culpepper.

La habitación se hallaba vacía, por lo que Georgiana titubeó en el umbral. Con anterioridad ya había manejado a pretendientes exaltados, a pesar de que no imaginaba que Savonierre se comportara como uno de ellos, aunque sabía que no era inteligente estar a solas con ningún caballero.

Los recuerdos de Ashdowne y de lo que ambos habían hecho juntos le encendieron el rostro. Sin duda Savonierre no intentaría establecer semejante intimidad, pero experimentó un momento de alarma cuando cerró la puerta a sus espaldas.

– Por favor, siéntese -señaló un sillón con respaldo en forma de medallón. Luego ocupó uno frente a ella-. Ahora quizá podamos hablar del robo de forma más abierta. No puedo evitar pensar que se siente contenida en presencia de… otros.

– Realmente, no tengo más que añadir -dijo, evitando su mirada al tiempo que intentaba pensar en alguna pregunta que formularle.

– ¿De verdad? -se mostró tan escéptico que ella se ruborizó-. La había considerado más inteligente, señorita Bellewether.

– Me temo que aún intento encajar las piezas de los acontecimientos -repuso con cierta aspereza-. Por ejemplo, ¿cuándo llegó usted exactamente, señor Savonierre?

– Ah, ahora justifica la opinión que tengo de usted, señorita Bellewether, pero, no creerá que tengo algo que ver con el robo, ¿no? -rió al ver que movía la cabeza y no comentaba nada-. Oh, es usted interesante. Comprendo por qué a Ashdowne le gusta tenerla bien atada.

– ¿A qué se refiere? -preguntó. Buscó su mirada, y los ojos oscuros la observaron con tanta intensidad que fue como si la desnudaran. Tuvo la inquietante sensación de que le robaba la voluntad, no a la manera sensual en que lo hacía Ashdowne, sino por la absoluta fuerza de su oscura personalidad.

Al final, cuando sentía que su resolución comenzaba a ceder, la liberó de su mirada y Georgiana hundió los hombros aliviada.

– Nada en absoluto -repuso Savonierre, contemplado con indiferencia la estancia tenue, como si no acabara de tenerla prisionera de su voluntad. Cuando volvió a concentrarse en ella, Georgiana se negó a mirarlo a los ojos-. Una vez más tengo la certeza de que es lo bastante inteligente para descubrir por sí misma lo que he querido dar a entender. Si medita en ello. Sola.

Georgiana parpadeó, casi abrumada por ese hombre cuyas palabras parecían contener mensajes crípticos que no era capaz de descifrar. Reconoció que quizá Ashdowne había tenido razón. Savonierre era demasiado peligroso para ella.

– Ay, me temo que no sé que decir, señorita Bellewether, ya que mi detective de Bow Street está tan desconcertado con este robo como usted misma dice -con astucia devolvió la conversación al hurto.

– Supongo que algunos casos son más difíciles incluso para un profesional -murmuró Georgiana.

– Tal vez -reconoció él-. Pero usted, señorita Bellewether, me decepciona. Estaba convencido de que ya habría solucionado el caso.

Georgiana no supo si sentirse insultada o halagada por esa manifestación de fe en ella.

– Bueno, resulta arduo para alguien de fuera como yo obtener acceso a toda la información necesaria cuando no puedo interrogar a los criados o inspeccionar la escena del delito -se defendió.

– ¿Quiere ver la habitación donde tuvo lugar el robo? -preguntó.

– ¡Desde luego! ¡Es lo que más deseo! -exclamó sin pensar en sus palabras.

Savonierre exhibió una sonrisa carente de calor.

– Mi querida señorita Bellewether, de haber conocido ese deseo ardiente, lo habría satisfecho de inmediato.

Georgiana sintió que se ponía colorada por la elección de palabras, aunque la expresión de él no había cambiado. Su instinto de investigadora o su intuición femenina no ejercitada hasta ahora le indicaba que ese hombre no sentía interés alguno en su persona. Quizá solo jugaba con ella por Ashdowne o por el placer que le inspiraba a algunos hombres conquistar a las mujeres.

– ¿Cuándo puedo verla?

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