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– Y a veces nada en absoluto -se encogió de hombros-. No muchos quieren reconocer que son descuidados, pero dejan las puertas abiertas, las joyas sobre las cómodas, las ventanas abiertas… -si eso era todo lo que quería oír, podía complacerla.

– Y en ese caso, ¿solo tienes que subir por el exterior de la casa?

– No. Tenías razón, desde luego. Jamás treparía por un edificio. Demasiadas molestias por demasiado poco -afirmó-. Salí por la ventan de una habitación y pasé a otra por el arco.

– ¡Podrías haber muerto! -palideció.

– ¿Finges preocupación? ¡Que conmovedor! -soltó una risa amarga.

– ¡Y todo por una simple joya! -exclamó con desdén.

– Ah, pero ahí te equivocas -indicó con suavidad-. Sí, hasta la gran Georgiana Bellewether no siempre posee todos los hechos -continuó, incapaz de detenerse.

– ¿Y bien?

– Ah. Te apetece escuchar, ¿verdad? Bueno, no sé si debo explicártelo -jamás había compartido sus motivaciones con nadie, ni siquiera con Finn, pero en ese momento, ante el juicio de una pequeña rubia, tuvo ganas de ponerse a sus pies. Cualquier cosa para que cambiara de parecer y recuperar la buena opinión que tenía de él. Clavó la vista en los árboles, rememorando las imágenes del pasado-. Fui el hijo menor de unos padres más bien insípidos. Por suerte, mi hermano era todo lo que habían soñado, mientras que yo era… demasiado aventurero. Jamás terminé de encajar en sus planes, después de descubrir que no me interesaban los caminos disponibles como noble casi en la bancarrota: una carrera militar, la iglesia o la abogacía…

Esbozó una sonrisa amarga.

– Fui a Londres a buscar fama y fortuna… o al menos algo de placer. Asistí a los clubes habituales, a las fiestas de la nobleza y a los garitos de juego, y me fue bastante bien gracias a mi ingenio y dudoso encanto. Sin embargo, algo en mí no estaba satisfecho hasta que hallé mi vocación… de forma fortuita, puedo añadir. Realmente, fue un capricho que quería ver si lograba sacar adelante, y cuando lo conseguí… -se encogió de hombros-… descubrí el gusto por el peligro y la habilidad necesaria para separar las joyas caras de los nobles más ricos y desagradables.

››Pero todo eso cambió cuando murió mi conservador hermano -afirmó. Y aunque había jurado no ser como él, en más de una ocasión Finn lo había acusado de ser indistinguibles. Suspiró-. El Gato se retiró y centré mi atención en empresas más legales‹‹.

– ¿Y qué te impulsó a salir de ese supuesto retiro? -preguntó ella con tono igual de desdeñoso que antes.

– Nada más trivial que la sed de peligro, te lo aseguro. Lo desee o no, el título consume toda mi energía y atención -soltó con sequedad.

– ¿No tuvo nada que ver con tu cuñada? -preguntó; él giró para observarla con asombro.

– Perdona por haber dudado de tu capacidad -se inclinó ante ella. Empezaba a comprender que nada de lo que dijera marcaría la diferencia, pero continuó, ya que no tenía otra elección-. Como he mencionado ya, Anne, aunque es un ser amable, tiene la tendencia a aburrirme. Al terminar su luto, insistí en que fuera a Londres a visitar a algunos parientes. No obstante, ni siquiera yo tenía idea de lo poco mundana que era, y al poco de llegar cayó en las garras de lady Culpepper, con quien perdió bastante dinero, ya que sus métodos de juego, a propósito…

– Son sospechosos -concluyó Georgiana.

– A pesar de que logré pagar la deuda, me temo que esta no me gustó, en particular por el hecho de que esa mujer se cebaba en jóvenes inocentes. Me sentí responsable de la desgracia de Anne, ya que había sido yo quien la envió a Londres, solo para que regresara a casa sumida en la culpa y la desdicha.

– ¿Y por qué no pudiste recuperar el dinero a las cartas?

Ashdowne rió por su ingenuidad.

– Lady Culpepper sabe que no debe aceptar un desafío de mí -explicó-. Elige cuidadosamente a sus víctimas y aunque consiguiera entrar en una partida con ella, no tardaría en retirarse.

– ¿Qué pensó tu cuñada de tu venganza? -preguntó, provocándole otra carcajada.

– ¡Anne no tiene ni idea! Lejos de darme las gracias, si le contara que había robado las joyas probablemente se desmayaría. Verás, sólo me llevé el collar para que lady Culpepper pagar por su propio robo.

– No obstante, eso no justifica que robes -afirmó Georgiana.

– Solo a los muy ricos y a los muy arrogantes, que se lo pueden permitir -arguyó Ashdowne.

Pero la había perdido. Pudo verlo en la expresión de sus bellos ojos azules cuando lo miró, no con asombro, sino con censura.

– Tus escrúpulos son muy distintos de los míos.

– La variedad es lo que hace que la vida sea interesante -indicó él, pero al verla mover la cabeza se sintió frustrado-. ¿Entonces, ¿tu conciencia demasiado activa te hará entregarme al señor Jeffries?

Esa pregunta hizo que todo el valor de Georgiana se desvaneciera, dejándola consternada y desolada.

– No lo sé -murmuró, arrebatándole a Ashdowne su última esperanza.

Él no temía la horca, ya que sospechaba que ni siquiera Georgiana podría convencer a los investigadores de Bow Street de su culpabilidad, mas su indecisión le atravesó las entrañas como una daga. ¿cómo podía siquiera pensarlo? ¿Lo despreciaba tanto que anhelaba su muerte?

– ¿Por qué Georgiana? -preguntó con furia contenida-. El Gato es algo pasado.

– Te equivocas -musitó ella. Se puso de pie y cruzó los brazos-. Lo estoy mirando.

Dio media vuelta y huyó, y Ashdowne no intentó seguirla, pues la a menudo ininteligible Georgiana había expuesto su deseo con claridad.

Ashdowne regresó a Camden Place, donde se cambió para la noche y escoltó a su cuñada a uno de los bailes más provincianos de Bath. Anne parecía ansiosa por hablar con él, pero cuando le dedicó su atención, lo miró y tartamudeó algo acerca del clima antes de excusarse.

Durante las interminables horas que siguieron, pensó en marcharse de la ciudad. Georgiana había pisoteado su orgullo y lo que quedaba lo instaba a regresar a la Mansión Ashdowne, tomar las riendas de su vida y eliminarla para siempre de sus pensamientos. Pero rara vez le daba la espalda a un desafío.

A pesar de todo lo sucedido, ¿podría recuperarla? Y lo que era más importante, ¿lo deseaba? Nunca antes había sentido la tentación de casarse, pero en ese momento tanto su corazón como su cuerpo clamaban que la hiciera suya. Para siempre.

Bueno, eso aclaraba las cosas. Sin embargo, la cuestión era si ella lo aceptaría. Le había mentido desde el principio, la había usado antes de caer por completo bajo sus encantos, aunque sabía que nada de eso pesaba tanto en ella como una cosa: era un ladrón.

Durante la larga noche dispuso de tiempo abundante para justificar ante sí mismo su conducta pasada, pero le fue imposible encontrar una explicación que agradara a Georgiana.

Mucho después de regresar a casa y despedir a Finn, analizó su pasado y su futuro con una botella de oporto al lado. Por primera vez en su vida quería algo que no podía tener, y toda su destreza, ingenio y determinación quizá no bastaran para obtenerlo.

La frustración ardió en él como los fuegos del infierno, ya que siempre había conseguido las cosas con facilidad. A diferencia de otros hijos menores, jamás había blandido la espada ni el libro para ganarse la vida. Había sobrevivido gracias a su encanto y a su inteligencia, llamándolo trabajo, pero todo había sido un juego, avivado por su arrogancia.

Su vida como El Gato había sido más que una aventura, un modo de demostrar, al menos ante sí mismo, que era tan bueno como su hermano. Mejor incluso, ya que había alcanzado el éxito sin un título ni la herencia de los Ashdowne. No obstante, su familia jamás había conocido sus logros, y al final no había logrdo ganarse su respeto o afecto.

Y en ese momento, en que disponía del título, de la riqueza y de la herencia, ¿para qué le servían? Su existencia parecía vacía, sin objetivos y… solitaria. Sí, tenía amigos y conocidos, pero nadie salvo Finn lo conocía. De pronto anheló una familia, una esposa que supiera quién era él de verdad y que encendiera otra vez su sentido de la aventura, su gozo de vivir.

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