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– En realidad, hmm, eso no es necesario -dijo la señorita Bellewether. Habló con voz entrecortada, como si apenas se hubiera recuperado del percance sufrido en el Pump Room.

– Al menos deje que la acompañe a su casa. ¿Dónde se aloja?

Escuchó con aprobación mientras ella musitaba su dirección, aunque ya la conocía. Siempre se cercioraba de estar al corriente de aquello que pudiera afectar a sus planes y, por ende a él. Ya había descubierto todo sobre la molesta señorita Bellewether, y en ese sentido lady Culpepper le había sido de gran ayuda.

La indignada dama se había quejado a gusto de la joven impertinente que se había hecho invitar con el único motivo de afirmar que iba a solucionar el robo. Durante su diatriba, Ashdowne había tenido que luchar con su incredulidad. Sabía que los ciudadanos corrientes rara vez se molestaban en intervenir en un caso criminal, y menos aún una mujer de la burguesía. ¿Qué buscaba?

La observó y movió la cabeza asombrado. Era evidente que la señorita Bellewether ya se había recuperado, pues había dejado de aferrarse al chal que le había pedido prestado a una mujer mayor, aunque tampoco parecía relajada. Tenía la vista clavada al frente, el mentón levantado, como si se preparara a realizar una declaración.

– Agradezco su ayuda, milord, pero le aseguro que no pienso seleccionarlo para ningún tipo de…

– ¿Tortura? -sugirió él con ironía. Agitando sus magníficos bucles, la señorita Bellewether le lanzó una expresión amotinada que a él le resultó extrañamente encantadora. Debía estar desesperado por distraerse-. Dígame, ¿cómo va la investigación? -preguntó con el fin de desviar su ira. Sin embargo, ella no pareció apaciguada.

– ¡Bastante bien! -repuso, como retándolo a contradecirla-. De hecho, estoy bastante segura de la identidad de los perpetradores.

– ¿Perpetradores? ¿Entonces hay más de uno? -para su sorpresa, ella le dirigió una mirada de suspicacia y Ashdowne se preguntó qué veía en él cuando lo miraba.

– No me siento con libertad para discutir este caso -repuso.

Pronunciadas con absoluta seriedad, las palabras lo asombraron. ¿Quién se creía que era? Durante un momento, no supo si reír o estrangularla. Con un esfuerzo, se obligó a tragarse la réplica aguda que se le ocurrió mientras intentaba parecer humilde. Pero como fingir no formaba parte de su repertorio habitual, no tuvo mucho éxito.

– Bajo ningún concepto quiero interferir en su investigación -dijo con suavidad-. De hacho, todo lo contrario. Quizá si le ofreciera mi ayuda, como una especie de ayudante, pudiera sentirse más cómoda para hablar con… libertad.

– ¡Oh! Jamás he considerado… -comenzó para callar de inmediato.

Ashdowne se mantuvo impasible mientras sus ojos lo estudiaban, aunque le costó, ya que solo deseaba ponerle las manos en el cuello… o quizás más abajo, donde una extensión lujuriosa de pecho blanco se asomaba por encima del borde del chal.

– Es decir, siempre he trabajado sola -concluyó ella con la vista clavada en sus zapatos.

Era un hábito que tenía cada vez que estaba con él. Aunque Ashdowne no sabía muy bien qué significaba, para su desgracia no creía que tuviera algo que ver con la modestia o la deferencia.

– Ah, pero tal vez, siendo hombre, podría serle de alguna utilidad -sugirió. Ella lo contempló con expresión sobresaltada y se ruborizó; él experimentó un eco de interés entre sus pantalones junto con un absurdo sentido de triunfo. Por lo menos no era completamente indiferente a él-. Me refería a que quizá podría moverme con más facilidad que usted entre los miembros masculinos de la sociedad, en lugares a los que usted, a pesar de su entusiasmo, no se espera que vaya -explicó.

Se habían detenido ante la residencia de ella y Ashdowne se acercó con una extraña anticipación bullendo en sus venas. Había pasado mucho tiempo desde el último contacto íntimo mantenido con una mujer, demasiado. Y la joven que tenía delante era un gozo para los sentidos.

– ¡Georgie! -la llamada surgió del interior de la casa, destruyendo el momento que había surgido entre ellos y haciendo que la señorita Bellewether exhibiera una mueca.

¿Era el apodo lo que la consternaba o el largo minuto que habían dedicado a meditar en las posibilidades que existían entre ellos? Ashdowne tuvo que reconocer que él mismo se hallaba bastante desconcertado por sentirse atraído por la desastrosa señorita Bellewether.

– Pensaré en su amable oferta -repuso con tono de despedida. Y entonces, como si temiera mirarlo a la cara, dio media vuelta y huyó, dejándolo allí plantado como si fuera un vendedor.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, él se sacudió el embrujo. No fue capaz de recordar la última vez que lo habían plantado de esa manera. Incluso de pequeño se había movido en los mejores círculos, y su atractivo, encanto y dinero le habían asegurado un lugar en todas las fiestas.

Mientras se alejaba, tuvo la certeza de que algo más que simple timidez la había obligado a escapar, y eso lo divirtió. Aunque no era un ángel, tampoco era el típico libertino que pudiera inspirar terror en los corazones de las jóvenes vírgenes. ¿Qué era, entonces, lo que la apartaba de él?

Albergaba una idea, pero planeaba averiguarlo fuera de toda duda. No tenía intención de dejar que la señorita Bellewether perturbara su vida más de lo que ya había conseguido.

¡A lord Whalsey no se le veía por ninguna parte! Georgiana contuvo un gemido de frustración. Se había unido a su familia para asistir a esa fiesta con la esperanza de volver a arrinconarlo, pero tanto el señor Cheever como él se hallaban ausentes. ¿Qué podía hacer? Quizá Whalsey se hallara en el Pump Room, en un concierto o, peor aún, de camino a Londres para vender el collar.

Se apoyó en la balaustrada que había en la parte de atrás de la elegante casa. Cuando la invitaron a bailar, había aducido que le dolía la cabeza y escapado a la pequeña terraza que daba al diminuto jardín. En ese silencio, intentó concentrarse en su siguiente curso de acción, pero demasiado pronto sus pensamientos se vieron interrumpidos.

– Ah, señorita Bellewether. ¿Qué nuevo desastre está contemplando?

La pregunta fue formulada por una voz profunda y familiar que hizo que se volviera sorprendida.

Contuvo un jadeo y parpadeó ante la sombra que había cerca de las puertas, donde apenas podía discernir la alta forma de Ashdowne. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Inquietaba pensar que, a pesar de toda su habilidad, no había notado su presencia. Tuvo un escalofrío, ya que el marqués no era el típico noble. No se parecía a ningún hombre que hubiera conocido.

– Yo… -las palabras le fallaron cuando él se situó bajo la pálida luz de la luna, una vez más vestido todo de negro, sus atractivas facciones envueltas en misterio. Sintió un nudo en el estómago, el pulso se le aceleró y la piel le hormigueó. Se llevó las manos a los brazos con el fin de frotarlos y desterrar la piel de gallina. Pero eso no la ayudó en nada y Ashdowne se acercó aún más.

– Espero que haya pensado en mí -musitó; a pesar de lo nerviosa que la ponía, ella alzó el mentón y frunció el ceño. Divertido por su obstinación, el rió entre dientes-. ¿No? Bueno, pues he venido para convencerla.

Su voz sonó como un ronroneo, pero Georgiana sabía que ese no era un felino dócil. Carraspeó.

– ¿Convencerme de… qué? -preguntó, negándose a observarlo.

– De aceptarme como su ayudante. Le ofrezco mis servicios para que consiga hacer justicia. ¿Qué dice, señorita Bellewether?

Ella titubeó y se atrevió a mirarlo de reojo. Al principio se había creído que era como los demás, tan seguro de su superioridad que desdeñaría escuchar incluso sus teorías. Pero en ese momento parecía ansioso. Ya no exhibía la expresión altanera que hacía que se sintiera como un insecto. De hecho, sus rasgos mostraban un interés más bien benigno.

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