Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Insegura, parpadeó, pero daba la impresión de que por primera vez en su vida un hombre buscaba su opinión. Ashdowne tenía los ojos alerta, con un brillo de depredador que le contrajo el estómago.

Apartó la vista antes de quedar obnubilada y aferró con fuerza la balaustrada. Intentó no imaginar cómo sería poder hablar de su investigación con ese hombre tan atractivo. La tentación era grande, pero, ¿quería realmente dar alguna información a uno de sus sospechosos? La sola idea le produjo un temblor, aunque más de excitación que de consternación.

Sin embargo, hasta unos momentos atrás había estado planteándose qué hacer con el señor Cheever y lord Whalsey. A la vista de su evidente culpabilidad, parecía una tontería preocuparse por Ashdowne. “No”, corrigió al posar la vista sobre su oscura silueta, Jamás sería una tontería mantener la cautela cerca del marqués, pues bajo la luz de la luna irradiaba un peligro que los otros dos jamás podrían tener. Con embriagadora comprensión, supo que no debería estar a solas con él. ¡Su madre se escandalizaría!

No obstante, esa misma amenaza podría serle de utilidad, ya que él parecía capaz de cualquier cosa. Ciertamente podría manejar con facilidad a un dúo como Whalsey y Cheever. Tomó una decisión.

– Quizá pueda serme de utilidad -susurró en la noche.

– ¿Sí? -la palabra fue poco más que una exhalación, aunque logró hostigar los sentidos de ella como nunca antes había considerado posible.

Irritada, se obligó a concentrarse.

– Verá, conozco la identidad de los ladrones, pero temo que escapen de Bath a menos que se haga algo por detenerlos.

– Ah. ¿Y entonces qué sugiere? -inquirió Ashdowne.

Sin risas, sin burlas, sin siquiera una insinuación de desdén en su tono, y Georgiana experimentó un gran alivio. Quizá sería positivo que fuera su ayudante, ya que compartir sus pensamientos con otra persona parecía relajarla.

– Bueno, no estoy del todo segura -reconoció-. En realidad no dispongo de suficientes pruebas para presentarle al magistrado, quien probablemente tampoco se dignaría escucharme -calló para considerar la injusticia de todo eso antes de mencionar la única opción que le quedaba-. Me temo que no hay más alternativa que enfrentarse a uno de los ladrones.

– Señorita Bellewether -el tono intenso que empleó exigió toda la atención de ella-. No va a enfrentarse a un delincuente.

Con el ceño fruncido ante lo que parecía una orden, Georgiana decidió no discutir, ya que pensaba utilizar su objeción como un medio para conseguir su fin.

– Bueno, ahí es donde usted podría… intervenir -explicó.

– ¿Quiere que yo me enfrente al sujeto? -enarcó una ceja con gesto especulador.

– Bueno, eso, hmm, sería un buen trabajo para un ayudante, ¿no cree? -preguntó con sonrisa insegura-. Y yo estaría presente para llevar a cabo el interrogatorio. No me cabe duda de que podría arrancarles una confesión, al menos a uno de ellos como mínimo, ya que cuando hablé con él en el Pump Room se mostró sumamente agitado.

– ¡Tiene suerte de que no hiciera nada más! No puede ir por ahí acosando a los malhechores. Desconoce de lo qué es capaz ese hombre, ¿pero yo he visto a algunos en Londres que le cortarían el cuello por un penique!

– Oh, comprendo lo que dice, y estoy de acuerdo -replicó ella-. Verá, leo con atención todos los periódicos de Londres, en particular los artículos que tratan los actos criminales y el funcionamiento heroico de los alguaciles y detectives de Bow Street. Sin embargo, debo asegurarle que este sujeto no es un carterista corriente.

Ashdowne no pareció apaciguado. Para su sorpresa, sus manos enguantadas la aferraron por los brazos desnudos, haciendo que contuviera el aliento. La alarmó el calor que generaron, al igual que la brusca metamorfosis de él. Ante sus ojos el marqués de Ashdowne había pasado a ser un ser amenazador, produciéndole un gran asombro.

– Señorita Bellewether, no va a encararse con nadie, sin importar lo inofensivo que le parezca -aseveró.

– Bueno, yo… -abrió la boca para protestar. Aún no había convenido aceptarlo como su ayudante, y el muy arrogante intentaba decirle lo que tenía que hacer. Mientras lo observaba con ojos cada vez más abiertos, él inclinó la cabeza, sus rasgos se tornaron borrosos y la besó.

A Georgiana ya la habían besado antes, desde luego, pero los muchachos de provincia y los galanes militares jamás habían despertado en ella ningún entusiasmo hacia esa intimidad. Siempre había considerado más bien desagradable que alguien posara la boca en la suya. Hasta ese momento.

Sencillamente, Ashdowne hacía que los jóvenes aquellos fueran insignificantes. Jugó con sus labios como un maestro, siendo el primer contacto apenas un roce, una caricia ligera como una pluma que la dejó anhelando más. Y en vez de dárselo, se concentró en su mandíbula, en su mejilla, en sus párpados y en su frente, con una caricia deliberada que insinuaba delicias desconocidas.

– Eres todo un festín suntuoso -susurró él sobre su pelo.

Entonces, para infinito alivio de ella, volvió a reunirse con sus labios, incitándolos y moldeándolos hasta que, aturdida, oyó un gemido bajo que reconoció como propio. Alzó las manos a la chaqueta de seda bordada de Ashdowne y aspiró el embriagador calor que emanaba de su cuerpo musculoso. Era tan cálido y sólido que no pudo evitar pasar las manos por su espalda, por debajo de la chaqueta.

Como si esas exploraciones lo animaran, Ashdowne la tocó con la lengua; ella jadeó sorprendida y sintió que entraba en su boca en una suave invasión que pareció afectar a todo su cuerpo de formas muy peculiares. “Es curioso… que algo tan raro sea tan delicioso”, pensó Georgiana, pues el sabor de él era mejor que todo. Aunque devota de los postres, no podía compararlo con nada que hubiera probado alguna vez. ¿Acaso su sabor rico y oscuro era la personificación de la pasión?

El pensamiento atravesó la bruma que conducía a sus sentidos atontados y se dio cuenta de que no debería estar aferrando a la persona del marqués de esa manera. No debería dejar que una de sus manos elegantes la tomara por la nuca mientras echaba la cabeza atrás y abría la boca bajo la suya. No debería pegarse tanto a él como para que sus pechos quedaran aplastados contra su exquisita chaqueta. Y, por encima de todo, no debería gemir con semejante abandono por la extraordinaria felicidad de encontrarse en sus brazos.

De forma vaga oyó el sonido de pasos, seguidos de la frustración que le produjo el abandono de los labios de Ashdowne.

– ¿De quién sospechas? -le susurró al oído.

Ella requirió un minuto entero para comprender la pregunta. En ese tiempo, él se apartó y los brazos de Georgiana cayeron a los costados, vacíos y sin anclaje.

– ¿Sospechar? -Repitió sin aliento-. Oh, de lord Whalsey y del señor Cheever.

– Ah -musitó él, adentrándose ya en las sombras-. Haré que vigilen la casa de Whalsey.

Georgiana parpadeó, dominada por una desilusión tan aguda que estuvo tentada a llamarlo o a arrojarse de nuevo a ese cuerpo alto y maravilloso y suplicarle que le diera más, pero él retrocedía en silencio.

– ¡Señorita Bellewether! -el sonido de la voz hizo que ella girara con culpabilidad, y se encogió ante la visión del señor Hawkins, el vicario, que se acercaba-. Veo que ha sido bueno que saliera aquí, ya que no debería estar sola en este sitio -posó los ojos en su pecho y Georgiana agradeció la oscuridad reinante.

– Oh, yo, hmm, ya iba a entrar -logró manifestar.

El señor Hawkins se mostró contrariado pero se ofreció a escoltarla; ella aceptó su brazo, aunque le pareció un pobre sustituto del de Ashdowne. Mientras trataba de controlar sus pensamientos desbocados, parpadeó al entrar en la sal y de forma automática estudió a los allí reunidos. De inmediato notó la presencia de lady Culpepper, que charlaba con un caballero de pelo negro.

8
{"b":"125235","o":1}