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Cuando Ashdowne observó que la mayoría de la gente habría salido a disfrutar de la soleada tarde y que no habría casi nadie para descubrir su intrusión, se vio forzada a reconocer que quizá tuviera razón. Tal vez lo había juzgado mal, ya que daba la impresión de haber meditado concienzudamente la tarea que les aguardaba.

Con el entusiasmo renovado, tiró de la manga de Ashdowne, lista para partir. Con expresión sufrida, él la siguió, y los dos se encaminaron hacia la salida para ser detenidos en medio de la multitud.

– ¡Georgie! -al oír la voz de Araminta, Georgiana hizo una mueca, pero ya no había forma de eludirla. Su hermana cayó sobre ellos en un instante, seguida de Eustacia-. ¡Aquí estás! ¿Dónde te habías metido? Mamá te indicó claramente que nos escoltaras… -calló, pues incluso la voluble Eustacia no fue capaz de continuar su cháchara ante la elegante presencia de Ashdowne.

Georgiana experimentó una cálida sensación de orgullo posesivo que no tenía derecho a sentir. El atractivo marqués solo era su ayudante, nada más. A regañadientes hizo las presentaciones.

– Milord, permita que le presente a mis hermanas, Araminta y Eustacia.

– Señoritas Bellewether. Es un placer conocerlas -realizó una cortés reverencia que provocó las risitas nerviosas de las jóvenes.

– Milord -saludó Eustacia, escondiéndose detrás de su siempre presente abanico.

– Milord -Araminta acercó la cabeza a su hermana y se puso a enroscar un mechón de pelo.

– Te estábamos buscando, Georgie -musitó Eustacia, mirando a Ashdowne con timidez y coquetería.

– Sí. ¿Por dónde andabas? -reprendió Araminta, pero sin su habitual aspereza.

– Ashdowne y yo estábamos dando un paseo y hemos entrado un momento. Me temo que tenemos que irnos -manifestó ella, acercándose al marqués.

– ¡Pero Georgie!

– Mamá dijo…

Georgiana cortó sus crecientes protestas con una mirada de advertencia, aunque, como de costumbre, sus hermanas no la tomaron en serio.

– ¿Adonde vas? -exigió saber Araminta.

– A dar un paseo en coche por la parte alta de la ciudad -repuso con presteza. Ashdowne no tardaría en sentirse desencantado con sus hermanas y, ¿cómo podía culparlo? Su incesante parloteo rara vez no le producía dolor de cabeza.

– ¡Oh, eso suena maravilloso! ¡También iremos nosotras! -exclamó Eustacia.

– ¡Mamá querría que te acompañáramos! -afirmó Araminta-. Dijo que tú…

– Lo siento, pero nos vamos a reunir con otra pareja. ¡No hay espacio! -tiró de la manda de Ashdowne. Sin aguardar a oír más protestas, se abrió paso entre la gente y no miró atrás hasta haber atravesado las sólidas puertas del Pump Room.

– ¿Georgie? -preguntó él con la mirada divertida.

– Un apodo familiar -explicó con un escalofrío. Llevaba años intentando que no lo usaran. ¿Cómo iban a tomarla en serio con ese diminutivo?

– Que usted desprecia -comentó con sequedad-. Una familia interesante. Estoy impaciente por conocer a sus padres.

– A pesar de que los quiero mucho, los encontrará muy parecidos a mis hermanas. Mi padre, cuya naturaleza es estentórea, sin duda ofenderá su naturaleza aristocrática, mientras que mi madre, aunque muy cariñosa, es la que elige mis vestidos.

– ¿Está segura de que no fue adoptada?

Sorprendida, Georgiana rió en voz alta. El afecto que sentía por el marqués la llenaba de calor. Jamás se había sentido tan a gusto ni disfrutado tanto con la compañía de alguien. A diferencia de los otros hombres que conocía, él la trataba con respeto. La escuchaba y parecía entenderla.

A pesar de lo delicioso que resultaba, no tenía ningún sentido encandilarse demasiado con los encantos del marqués. Debía centrarse en su presa y en cómo atraparla. Con renovada determinación, prosiguió la marcha y desvió la conversación otra vez al caso.

No tardaron en encontrar su destino en una parte un poco abandonada pero burguesa de la ciudad, y cuando Ashdowne le pagó a un niño para que llamara a la puerta, nadie contestó. Georgiana apenas fue capaz de contener su excitación mientras se dirigían a la entrada posterior del estrecho apartamento. Hasta ese momento el ejercicio de su habilidad había permanecido más en un plano mental, pero la perspectiva de pasar a algo más físico le resultó estimulante. Tuvo que reconocer que la presencia del marqués incrementaba el júbilo.

– Parece que abarca dos plantas -manifestó él, alzando la vista.

Ambos se pegaron a las sombras. Al acercarse a la puerta, Georgiana comprobó el picaporte y descubrió que no giraba. Sorprendida, observó el portal. ¿Quién en Bath cerraba sus puertas? Era evidente que el señor Hawkins, y esa conducta confirmó las sospechas que le despertaba su carácter. Sin duda el collar hurtado se hallaba en alguna parte del interior, si no, ¿por qué un hombre iba a considerar la idea de cerrar su hogar?

En ese caso, ¿cómo diablos iban a realizar su búsqueda? Levantó la vista a un ventanal, que no daba la impresión de resultar accesible, y luego miró a Ashdowne, que la observaba con expresión divertida. ¿Es que pensaba que iba a rendirse con tanta facilidad? Le devolvió el escrutinio con el ceño fruncido y se quedó boquiabierta cuando él extrajo algo del bolsillo y lo insertó en la cerradura. Sonó un clic casi inaudible y la puerta se abrió hacia dentro.

– ¡Oh! -Musitó ella con asombrada admiración-. Ashdowne, ¡me retracto de todas las dudas que pudo inspirarme! ¡Decididamente es el ayudante más inteligente que hay!

– ¿Ha tenido alguno antes? -preguntó, inclinándose hacia ella cuando entró en el edificio.

– ¿Un qué? -inquirió, aturdida como siempre que lo sentía tan próximo. El calor que emanaba de su cuerpo parecía llegar hasta ella, aunque no lo había tocado.

– Un ayudante -cerró la puerta a sus espaldas.

– No -murmuró sin aliento.

– Ah, entonces prescindiré del cumplido -se adelantó y se dio la vuelta con los ojos brillantes en el tenue interior-. ¿Qué dudas? -pero Georgiana solo sonrió. El marqués movió la cabeza y comenzó a moverse por la habitación como un gato que investiga territorio nuevo. Durante un instante, ella lo contempló perpleja-. ¿Qué estamos buscando?

Georgiana parpadeó. ¿Es que con tanta celeridad había olvidado su objetivo en presencia de él?

– El collar, por supuesto -repuso con voz baja, acalorada.

– ¿Y dónde podría estar? -inquirió con tono risueño.

– ¡No lo sé! ¡Hay que buscarlo!

Mientras él continuaba la inspección, ella intentó pensar con claridad, algo difícil cuando lo tenía cerca. Se preguntó qué haría Hawkins con la pieza robada. Llegó a la conclusión de que era poco probable que la dejara en la planta baja. Se dirigió hacia las escaleras.

Una vez arriba, observó los muebles viejos y la cualidad pulcra y espartana de la habitación, que apenas mostraba el aspecto depravado que se podía esperar de la guarida de un malhechor.

Se puso a buscar debajo del colchón, en los rincones y en el armario de las sábanas. Terminaba eso cuando apareció Ashdowne.

– ¿Se divierte? -preguntó.

– ¡Trato de eliminar todas las posibilidades! -replicó, desterrando parte del entusiasmo anterior que le había despertado su ayudante, quien no parecía nada interesado en la búsqueda.

Terminado el circuito de la habitación, en un rincón descubrió un baúl cubierto con unas mantas. Animada, levantó la tapa.

– ¡He encontrado algo! -manifestó al mirar en el interior oscuro.

Metió la mano y extrajo unos cordeles oscuros de terciopelo. Semejaban los que se empleaban para sujetar las cortinas, aunque no le costó imaginar un empleo más macabro, como el de atar víctimas.

– ¿Qué?

Georgiana estuvo a punto de chillar al oír el susurro, ya que no se había dado cuenta de que el marqués estaba pegado a su codo y apoyado en una rodilla. Había olvidado el sigilo con el que se movía.

– ¡Mire! ¡Una cuerda! -sacó otra cosa del baúl y la exhibió con gesto triunfal-. ¡Y una máscara negra! -era del tipo de las que se empleaban en un baile de disfraces, pero razonó que el delincuente bien podría haberla usado para ocultar su identidad. Hurgó un poco más y localizó un látigo pequeño con bolas-. ¡Un arma! -desde luego, una pistola lo hubiera incriminado más, y el látigo era de los más extraños que había visto…

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