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– Ah, Georgiana -Ashdowne carraspeó-. No me parece que sean herramientas de un ladrón.

– No lo sé. ¿A mí me parecen muy sospechosas!

– Sospechosas, sí -convino divertido-. Pero no en el sentido que usted espera.

Obstinada, metió la cabeza en el baúl y sintió que algo le hacía cosquillas en la nariz. ¿Una pluma? Levantó la cara, pero se detuvo al verse dominada por un feroz estornudo. La fuerza la empujo contra la tapa y con un grito ahogado cayó hacia delante, al interior del baúl, con el trasero en el aire mientras los pies buscaban con frenesí un punto de apoyo.

Aunque no se hallaba en peligro real de asfixiarse, la posición resultaba más bien incómoda, con la falda del vestido invertida y las manos aplastando lo que podrían ser pruebas vitales. Se afanó por liberarse pero oyó un sonido ominoso que le provocó pánico. ¿Qué sucedía a sus espaldas? ¿Dónde estaba el marqués?

Se preguntó si el vicario o su criado habrían regresado y amenazaban al marqués. Solo cuando consiguió apoyar un pie en el suelo se dio cuenta de que el sonido ronco que oía era la risa de Ashdowne.

Indignada, empujó la tapa que había caído sobre sus hombros y salió del espacio reducido del baúl. Su ayudante, en vez de rescatarla, se encontraba sentado en el suelo, apoyado en la pared, dominado por la diversión. Y por si eso no bastara, tenía las manos sobre su estómago como si le doliera por su propia hilaridad.

– ¡Qué bien! -exclamó, agitando el pelo.

Dio la impresión de captar la atención de él, ya que dejó de reír y la miró, para prorrumpir otra vez en carcajadas.

Eso tendría que haberla irritado más, pero, de algún moda, verlo tan atractivo, tan relajado, tan humano y adorable, le derritió el corazón. Y debía reconocer que prefería que Ashdowne se riera de ella a que otro hombre le mirara el pecho.

No era una risa cruel, sino gozosa. Y Georgiana no pudo evitar sonreír ante la calidez de su expresión, muy lejana del hombre frío que había conocido. Cerró el baúl y volvió a cubrirlo con las mantas; se retiró para observar su trabajo, preguntándose si lo había dejado en la misma posición que tenía. Al retroceder para obtener un mejor vistazo tropezó con las piernas extendidas de Ashdowne.

Manoteó en el aire un instante antes de que unos brazos fuertes la sujetaran, depositándola sobre su regazo, donde Georgiana aterrizó con un jadeo. Al observarlo asombrada, él se secó los ojos con el dorso de una mano enguantada y sacudió la cabeza.

– Señorita Bellewether, es usted absolutamente encantadora.

– Bueno, me alegra ser el centro de su diversión -indicó, moviéndose mientras intentaba erguirse. Pero Ashdowne la retenía con firmeza, lo que hizo que lo mirara a la cara con sorpresa.

– Ah, pero necesito la risa -dijo-. Había olvidado lo mucho… que… necesito… -calló al bajar la cabeza; los labio de Georgiana se abrieron con asombro a tiempo de recibir los suyos.

Eran cálidos, suaves y tan embriagadores como recordaba. Tuvo el fugaz pensamiento de que no debería dejar que la besara, en particular en el suelo del dormitorio del señor Hawkins, pero le resultaba imposible mantener cualquier pensamiento cuando lo tenía tan cerca, y su mente no tardó en rendirse a su cuerpo.

Como si llevara demasiado tiempo subyugada a los caprichos de su cerebro, el resto de Georgiana le dio la bienvenida a la atención de Ashdowne. Alzó las manos hasta apoyarlas en sus hombros anchos y sus dedos sintieron con placer la dureza de sus músculos. Él le inclinó la espalda sobre un brazo y profundizó el beso mientras su lengua le exploraba con placer la boca.

Ashdowne murmuró algo sobre su piel encendida y luego una de sus manos, que había reposado en su cintura, se elevó para rozarle la parte inferior del pecho. Georgiana contuvo el aliento asombrada. El cuerpo que siempre había denostado pareció adquirir una vida propia, hormigueando y anhelando de forma extraña. Dejó de respirar mientras la palma de él continuaba su camino ascendente. Deseaba…

Soltó un suspiro cuando sus dedos se cerraron en torno a un seno. ¡Oh, qué felicidad! Esa sensación la recorrió mientras la mano enguantada de Ashdowne acariciaba su piel desnuda por encima del vestido y el pulgar jugueteaba con el pezón que de pronto se endureció.

– ¡Oh, Ashdowne! -murmuró como en un torbellino. Se contoneó en su regazo buscando un tipo de finalización y sintió que algo se agitaba y se ponía rígido contra su trasero-. ¡Oh! -jadeó cuando dio la impresión de moverse debajo de ella.

– Sí. Oh. Georgiana…

Sea lo que fuere lo que él quisiera decir se perdió en el clic de una cerradura. Sonó tan fuerte en el silencio que ambos se quedaron paralizados, hasta que captaron el ominoso sonido de una puerta al abrirse en la planta baja.

Antes de que Georgiana se diera cuenta, él se incorporó y la arrastró hasta la ventana. La abrió en un segundo y salió con un movimiento fluido. Luego la levantó para hacerla pasar por el hueco y cerró a su espalda. Aturdida, Georgiana se volvió para descubrir que estaban en un tejado; Ashdowne, sin la menor vacilación, la condujo alrededor de la chimenea y las claraboyas, saltando de un edificio a otro hasta que llegaron a un roble alto y delgado.

Aunque no era grande la distancia que los separaba del suelo, el precario descenso la frenó y la altura le resultó amenazadora desde su posición. Pero Ashdowne se movió con destreza, y sus manos siempre estuvieron ahí para tomarle las suyas o sostener todo su peso al ayudarla a bajar. Al final ella hizo pie y rozó su duro cuerpo de un modo que estuvo a punto de quitarle la poca cordura que le quedaba.

Se quedaron quietos, con las manos de él en torno a su cintura. Georgiana se aprestó a recibir una reprimenda. Ashdowne se había estropeado su elegante ropa, aparte de arriesgar su cuello y libertad en caso de que los hubieran descubierto. De pronto su plan le pareció más necio que inspirado y experimentó un profundo remordimiento por haberlo convencido de seguirlo.

Lo miró con cierta inquietud, pero, para su sorpresa, la expresión de su cara solo podía describirse como exultante. Echó la cabeza atrás y rió, allí de pie, a salvo entre las sombras. Georgiana se preguntó si se había vuelto loco. Tenía una marcada propensión a la hilaridad en los momentos más extraños. Entonces calló y se inclinó sobre ella.

– Gracias -susurró de un modo que dificultó la concentración de ella.

– ¿Por qué? -quiso saber.

– Por la aventura -explicó. Antes de que ella pudiera digerir sus palabras, se acercó para susurrarle al oído-: Lo había olvidado y estoy en deuda contigo por recordármelo.

– ¿Olvidado qué?

– La vida es una aventura -declaró, y ahí mismo, a la sombra del roble, le rozó los labios en un beso breve y duro.

Aturdida, Georgiana no fue capaz de moverse hasta que él le tomó la mano y la obligó a seguirlo.

¿Aventura? Al parecer se crecía con ellas, y mientras la conducía por unos jardines posteriores hacia las calles de Bath, le dio la impresión de que ella era su ayudante, arrastrada por una fuerza mayor que cualquier misterio.

La tarde daba paso a la noche cuando se acercaron a la residencia de los Bellewether, y Georgiana no había progresado nada en la solución del caso. Sintió como si la respuesta que antes le había parecido sencilla se escabullera entre sus dedos con cada momento que pasaba. Y su ayudante, a pesar de lo útil que era para entrar en una casa cerrada, empezaba a formar parte del problema.

Se vio obligada a reconocer que Ashdowne surtía el efecto más perturbador que nadie había provocado en ella. Su sola presencia actuaba como una droga poderosa, embotándole la mente al tiempo que agudizaba el resto de los sentidos de manera portentosa. Al recordar la sensación de la mano en su pecho, experimentó un anhelo abrumador y un bochorno horrendo.

¿De verdad había respondido a su contacto con semejante abandono? Después de desear muchas veces ser un hombre, Georgiana había desdeñado los adornos femeninos que tanto encandilaban a sus hermanas. Siempre se había considerado muy por encima de esas tonterías, demasiado lógica e inteligente para caer víctima de los encantos de algún hombre. Sin embargo, Ashdowne parecía capaz de alelarla y dejarla incoherente en cuestión de momentos.

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