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– ¿Dónde estará? -murmuró Gris Marsala.

La perplejidad y un toque de angustia descuidaban su castellano, acusándole el acento norteamericano. Quart alzó un poco las manos, impotente, sin saber qué decir y pensando en otras cosas. Su cabeza funcionaba a la manera de un reloj, hacia adelante y hacia atrás, estableciendo horas y coartadas. Doce o catorce horas, había dicho Navajo. Teóricamente se daba una serie de imponderables, personajes desconocidos que podían estar implicados; pero sobre eso resultaba inútil aventurar suposiciones. En el entorno próximo, la lista no era, en cambio, ni larga ni difícil. Puestos a incluir a todo el mundo, el padre Óscar pudo haberlo hecho, y después irse. También el padre Ferro había tenido tiempo de sobra para matar a Bonafé, cerrar la puerta de la sacristía e ir al palomar, donde encontró a Quart a las once en punto de la noche, antes de esfumarse. Y de cualquier manera, como apuntaba la lógica policial de Simeón Navajo, su desaparición lo ponía en cabeza de lista, con gran ventaja sobre el resto. Siguiendo la relación de sospechosos, la misma Gris Marsala era personaje a considerar, moviéndose por la iglesia como un gato, con aquella puerta principal cerrada y la sacristía abierta hasta las nueve, sin que nadie pudiera respaldar sus afirmaciones excepto ella. En cuanto a Macarena Bruner, Quart fue a cenar a su casa a las nueve, y ella estaba allí, acompañando a su madre. Eso permitía descartarla en principio; pero la hora y media anterior la situaba también en zona de riesgo. Además, ella temía el chantaje de Bonafé.

Sangre de Dios. Irritado consigo mismo, Quart tuvo que hacer un nuevo esfuerzo para retener la concentración. La imagen de Macarena dispersaba sus pensamientos, enredando el hilo lógico entre la iglesia, el cadáver y los personajes conocidos de la historia. En ese momento hubiera dado cualquier cosa por disponer de una cabeza tranquila y que todos ellos le importasen un bledo.

Había llegado el juez instructor. Los policías se agrupaban cerca del confesionario, dispuestos a proceder al levantamiento del cadáver. Quart vio que Simeón Navajo conversaba con el juez en voz baja, y de vez en cuando miraban hacia él y Gris Marsala.

– Tal vez deba responder usted a más preguntas -le dijo a la monja-. Y prefiero que en adelante lo haga con el asesoramiento de un abogado. Hasta que encontremos al padre Ferro y al vicario, es preferible ser prudentes. ¿Está de acuerdo?

– Lo estoy.

Quart escribió un nombre en una tarjeta y se la dio.

– Hay una persona de plena confianza, especialista en derecho canónico y penal, a quien telefoneé desde el arzobispado. Se llama Arce y ha trabajado otras veces para nosotros. Llegará de Madrid a mediodía… Cuéntele cuanto sabe y siga sus instrucciones al pie de la letra.

Gris Marsala miró el nombre escrito en el papel:

– Usted no hace venir a un abogado como ése por mí.

No se mostraba asustada, sino inmensamente triste. Parecía que la iglesia se hubiera derrumbado de verdad ante sus ojos.

– Claro que no -Quart quiso confortarla con una sonrisa-. Más bien por todos nosotros. Éste es un asunto muy delicado, donde interviene la justicia civil. Es mejor que nos asesore un especialista.

Ella dobló con cuidado la tarjeta antes de guardarla en un bolsillo trasero de los tejanos.

– ¿Dónde está don Príamo? – preguntó otra vez. Había un reproche en sus ojos claros, casi culpando a Quart por la desaparición del párroco. Éste movió un poco la cabeza.

– No tengo la menor idea -dijo en voz baja-. Y ése es el problema.

– No es de los que huyen.

Estaba de acuerdo con ella, pero no añadió nada. Miraba el confesionario. Los policías habían retirado la lona azul y sacaban el cuerpo de Bonafé, introduciéndolo en un saco de plástico metalizado que situaron sobre una camilla. Sin dejar de conversar con el juez, el subcomisario Navajo los miraba.

– Sé que no es de los que huyen -dijo al fin Quart-. Y ése es, precisamente, el otro problema.

Tardó menos de cinco minutos en recorrer la distancia entre Nuestra Señora de las Lágrimas y la Casa del Postigo. No sudaba jamás, pero aquella mañana la camisa negra se le pegaba a los hombros y a la espalda, bajo la chaqueta, cuando llamó al timbre. Abrió la doncella, y Quart apenas había preguntado por Macarena cuando la vio bajo los arcos del patio conversando con dos policías, un hombre y una mujer. Al advertir su presencia lo miró muy quieta, y luego despidió a los guardias y vino a su encuentro. Llevaba una camisa de pequeños cuadros azules, tejanos y las sandalias de la noche anterior, e iba sin maquillar, el pelo suelto y todavía húmedo. Olía a gel de baño.

– El no lo hizo -dijo.

Al principio Quart no respondió. Y cuando fue a hacerlo, a punto estuvo de preguntar a quién se refería ella. El patio tenía aromas de hierbaluisa y albahaca, y el sol de la mañana, reflejado en los cristales del piso superior, rozaba ya con rectángulos de luz las largas hojas verdes de los helechos, las macetas de geranios sobre el suelo de mosaico recién fregado. También ponía gotas de miel en los ojos oscuros de la mujer, y todas las referencias sobre las que Quart basaba su aplomo se iban otra vez a la deriva, desorientándolo.

– ¿Dónde está? -preguntó por fin.

Macarena inclinaba el rostro, grave, mientras lo miraba.

– No lo sé. Pero él no mató a nadie.

Estaban muy lejos de la noche, del jardín bajo la ventana iluminada del palomar, de las hojas de las buganvillas y los naranjos recortándosele a ella sobre el rostro y los hombros, en sombras de luna. De la máscara absorta de luz y penumbra. El marfil no era el mismo en la piel recién lavada de la mañana, y ya no existía misterio, ni complicidad, ni sonrisa. El templario exhausto miró en torno un poco desconcertado, sintiéndose desnudo al sol, rota la espada, deshecha la cota de malla. Mortal como el resto de los mortales y tan vulnerable y vulgar como todos ellos. Perdido, según había dicho Macarena con extrema precisión poco antes de obrar en su carne el sombrío milagro. Porque estaba escrito: Ella destruirá tu corazón y tu voluntad. Y las viejas escrituras eran sabias. La exquisita, inocente maldad vinculada al poder destructor de toda mujer, incluía dejar al otro la lucidez necesaria para contemplar los estragos de su derrota. Y a Quart le bastaba para verse enfrentado a la propia condición, involucrado a su pesar, desprovisto para siempre de coartadas con que apaciguar la conciencia.

Miró el reloj sin alcanzar a ver la hora, se tocó el alzacuello de la camisa, palpó la chaqueta a la altura del bolsillo donde tenía las tarjetas para notas. Buscaba la última sangre fría tras los gestos rutinarios y familiares. Macarena lo miraba paciente, esperando. Hablar, se dijo él. Hablar lejos del jardín y de su piel y de la luna. Hay un misterio por resolver y para eso he venido.

– ¿Y tu madre?

Resultaba incómodo el primer tuteo a la luz del sol; pero Quart, aunque ya no fuese un buen soldado, detestaba las hipocresías de clérigo escandalizado de sí mismo. Indiferente a los matices, Macarena hizo un gesto vago hacia la galería superior:

– Arriba, descansando. No sabe nada.

– ¿Qué es lo que pasa aquí?

Ella movió la cabeza. Las puntas del cabello le dejaban huellas de humedad en la camisa, sobre los hombros.

– No sé lo que está pasando -seguía atenta al padre Ferro, no a Quart-. Pero don Príamo nunca haría una cosa así.

– ¿Ni siquiera por su iglesia?

– Ni siquiera por ella. Los policías dicen que ese Bonafé murió a última hora de la tarde. Y tú estuviste anoche con don Príamo. ¿Crees que habría venido aquí, tranquilamente, a mirar las estrellas después de matar a un hombre?… -alzó las manos invocando al sentido común, y las dejó caer-. Es ridículo.

– Pero huyó.

Macarena hizo una mueca de incertidumbre:

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