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– ¿Lo conocía?

Los ojos claros se endurecieron un instante:

– Sí. A Óscar y a mí nos abordó una vez en la calle, haciéndonos preguntas sobre los trabajos en la iglesia y sobre don Príamo. Óscar lo mandó al diablo.

Quart miraba sus zapatillas de deporte, la piel pálida de los tobillos, la cicatriz en la muñeca. Seguía abrazándose las piernas, apoyado el mentón en las rodillas. La irrupción de toda aquella gente en la iglesia parecía desconcertarla, arrebatándole la seguridad del terreno conocido. Eso hizo removerse a Quart, incómodo. Tenía un montón de cosas que hacer -aún no había podido comunicar con Roma-, pero no se decidía a dejarla así. Señaló a Simeón Navajo, que iba y venía controlando el trabajo de su gente:

– Me temo que el subcomisario seguirá molestándola. Tres muertes son ya muchas muertes. Y esta vez la hipótesis del accidente parece improbable… ¿Quiere que telefonee a su cónsul?

El ofrecimiento obtuvo una sonrisa agradecida:

– No creo que sea necesario. Los policías se están portando muy bien.

– ¿Ha hablado con Macarena?

Quart sintió una extrema turbación al pronunciar el nombre que hasta ese instante procuraba mantener a raya en su cabeza. Podía dejarse ir a la deriva, sin el menor esfuerzo, tras las cuatro sílabas que había repetido sólo unas horas antes en los mismos labios de la mujer, dentro de su boca. Y de pronto todo era otra vez penumbra, brillo de marfil, tacto de la carne tibia cuyo aroma todavía llevaba en la piel y en las manos, y en los labios que ella había mordido hasta hacerlos sangrar. El cuerpo moreno materializándose desde sus ensueños, líneas de luz y oscuridad en la blancura inmensa de las sábanas que los acogían como un desierto de nieve o sal. Ella, tensa, esbelta, debatiéndose para escapar sin desearlo, para huir queriendo quedarse, echada hacia atrás la cabeza, ausente la expresión del rostro transfigurado y hermoso, egoísta como una máscara, gimiendo crispada entre los brazos que la anclaban con firmeza, recios, clavada a la carne del hombre cuya cintura rodeaba con sus muslos desnudos. Recobrando el aliento entre el calor y la saliva sobre la piel húmeda, y el sexo húmedo, y la boca húmeda, y la curva húmeda de sus senos hasta el hombro, y el cuello cálido, y la barbilla, y otra vez la boca y el gemido, y de nuevo los muslos tensos, abiertos en desafío, abrigo o refugio. Largas horas intensas de paz y combate que transcurrieron en apenas un instante, pues en cada segundo supo él que cuanto estaba ocurriendo tenía un límite y tenía un final. Y el final llegó con el alba y su último estallido largo, intenso, bajo la luz gris, ingrata, que se filtraba ya por las ventanas de la Casa del Postigo. Y de pronto Quart se encontró solo de nuevo, en las calles desiertas de Santa Cruz, ignorando -en el caso de que alentara algo más bajo la carne exhausta- si acababa de condenar su alma, o de salvarla.

Agitó la cabeza para sacudir de ella el recuerdo. Desesperación era la palabra exacta. Y para no ceder a ella se puso a mirar alrededor, la iglesia, los andamios, la imagen de la Virgen en el retablo ahora iluminado, los policías charlando animadamente junto al cadáver de Honorato Bonafé; y lo hizo recurriendo a la cercanía de la tragedia como mecanismo de control. Más tarde, se dijo con un esfuerzo de voluntad. Quizá más tarde. Ocupar su mente con todo aquello le traía un alivio muy cercano al olvido.

– Esta mañana aún no hemos hablado.

Gris Marsala se había vuelto a mirarlo con fijeza, y Quart tardó un poco en recordar que ella respondía a una pregunta suya. Se planteó cuánto más sabría ella de lo ocurrido en las últimas horas, tanto en la iglesia como entre él y Macarena.

– Pero la policía sí fue a verla -añadió la monja-. Me parece que hay unos agentes en la Casa del Postigo.

Frunció el ceño el sacerdote; Simeón Navajo no era de los que andaban perdiendo el tiempo. Y él tampoco podía quedarse atrás. Media hora antes, en el arzobispado, monseñor Corvo se lo había expuesto bien claro para evitar malentendidos: tuviera o no algo que ver Vísperas, el asunto concernía en exclusiva a Roma -o lo que era igual, a Lorenzo Quart- y Su Ilustrísima se lavaba las manos. Aquella música era para que la bailaran quienes la habían hecho sonar, y tal no era el caso del ordinario de Sevilla. Por supuesto, Quart y el IOE podían contar con todo su apoyo y sus oraciones, etcétera. Así que buena suerte y adiós.

– ¿Dónde está el padre Ferro?

Sin esperar la respuesta de Gris Marsala, Quart se sumió en el análisis del panorama. Simeón Navajo llevaba ventaja, pero la carrera debían terminarla a la par; en Roma no iban a encajar bien la detención de un clérigo antes que Quart pudiera suministrarles información para amortiguar el golpe. Aunque lo ideal consistía en la propia Iglesia llevando la iniciativa. Eso significaba buscarle un buen abogado al párroco y defender su inocencia mientras no hubiese pruebas de lo contrario; pero también, en caso de culpabilidad manifiesta, facilitar al máximo la acción de la justicia secular. Como siempre, lo que importaba era salvar las formas. Quedaba por resolver en qué punto de todo aquello se situaba la conciencia del propio Quart; pero eso era algo que podía esperar tiempos mejores.

– De don Príamo sé lo mismo que usted -Gris Marsala le dirigió una larga mirada, sorprendida del escaso interés que él parecía mostrar por sus respuestas-. Lo vi aquí ayer a media tarde, un momento. Todo normal.

También Quart lo había visto a medianoche, todo normal, y entre tanto Honorato Bonafé estaba muerto. Miró el reloj, inquieto. El problema de su carrera contra Simeón Navajo era que el policía contaba con mejores medios, y aún no había autopsia para determinar responsabilidades, o pistas hacia las que orientarse. Cualquier movimiento en las próximas horas iba a tener que hacerlo a ciegas, sobre intuiciones.

– ¿Quién cerró la iglesia?

Gris Marsala titubeaba:

– ¿La puerta de la calle o la sacristía?

– La calle.

– Yo, como siempre -arrugó la frente, ordenando su memoria-. En esta época trabajo mientras hay luz, hasta las siete o siete y media de la tarde. Así lo hice ayer… La de la sacristía suelen cerrarla Óscar o don Príamo, a las nueve.

Óscar Lobato quedaba fuera de alcance, así que Quart se resignó a descartarlo por razones prácticas. Navajo sería la única fuente de información respecto a él. Se consoló pensando que en cuanto al resto el clero tenía ventaja. Pero era urgente telefonear a Roma, acudir a la Casa del Postigo, mantener bajo control a Gris Marsala y, sobre todo, situar al párroco. Porque el golpe duro iba a venir en esa dirección.

Apuntó un dedo hacia el confesionario:

– ¿Vio a ese hombre rondar ayer por aquí?

– Hasta las siete y media, desde luego que no estuvo. No dejé la iglesia ni un momento -la monja reflexionó un poco-. Tuvo que entrar más tarde, por la sacristía.

– Entre las siete y media y las nueve -la instó a precisar Quart.

– Supongo que sí.

– ¿Quién cerró la sacristía?… ¿El padre Lobato?

– No creo. Óscar se despidió de mí a media tarde, y su autobús salía a las nueve. Así que él no pudo cerrar la puerta de la sacristía. Seguramente fue el padre Ferro quien lo hizo. Lo que ya no sé es a qué hora.

– De cualquier modo, vería a Bonafé en el confesionario.

– Es muy posible que no. Esta mañana tampoco yo lo vi, al principio. Quizá don Príamo no llegó a entrar en la iglesia y se limitó a cerrar la puerta desde el pasillo que comunica con su casa.

Quart ató cabos. Como coartada resultaba endeble, pero era la única que podía establecerse de momento: si la autopsia determinaba que Bonafé había muerto entre las siete y media y las nueve, el abanico de posibilidades se abría un poco más, considerando que el párroco pudo cerrar la puerta sin asomarse al interior. Pero si la muerte se había producido más tarde, las cosas iban a complicarse con aquella puerta cerrada. Y sobre todo con la desaparición que convertía al padre Ferro en sospechoso.

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