– Has estado muy bien, alcalde.
Manolo Almanzor, alcalde de Sevilla, cambió unas agradecidas palmaditas en la espalda con el banquero. Era un tipo bigotudo y regordete, con una cara honesta que le había valido el favor popular y una reelección; pero un escándalo de contrataciones irregulares, un cuñado enriquecido de forma oscura y la denuncia por acoso sexual planteada contra él por tres de sus cuatro secretarias en el Ayuntamiento lo dejaban con un pie en la calle a menos de un mes de las municipales.
– Gracias, Pencho. Pero éste es mi último acto público.
Sonreía el banquero, consolador:
– Ya vendrán tiempos mejores.
El alcalde movió la cabeza, dubitativo y triste. En todo caso, Gavira iba a endulzarle su adiós a la política. A cambio de la recalifícación municipal del solar de Nuestra Señora de las Lágrimas, el precontrato de venta y la retirada de todo impedimento al proyecto urbanístico en Santa Cruz, Almanzor obtenía la cancelación automática de cierto generoso crédito con el que acababa de adquirir una lujosa vivienda en el barrio más caro y exclusivo de Sevilla. Con su frialdad de jugador de póker, el director general del Cartujano se lo había resumido admirablemente días atrás durante una cena en el restaurante Becerra, al plantear sin rodeos la oferta: los duelos, alcalde, con pan son menos.
Pasó un camarero con una bandeja y Gavira cogió una copa de jerez frío, mojando los labios mientras miraba alrededor. Entre damas con vestido de cóctel y caballeros encorbatados -Gavira estipulaba esa prenda formal en todas las tarjetas de invitación para actos sociales del Cartujano- el segundo frente, el eclesiástico, también andaba por allí. Su Ilustrísima el arzobispo de Sevilla se movía por un ángulo de la sala junto a Octavio Machuca, en apariencia cambiando impresiones sobre el Valdés Leal cedido para la exposición por la iglesia del Hospital de la Caridad. In Ictu Oculi: la muerte apagando una vela ante la corona y las tiaras de un emperador, un obispo y un papa. Pero Gavira sabía que ése no era el tema de conversación.
– Cabrones -oyó decir al alcalde, a su lado.
Manolo Almanzor no se refería al arzobispo ni al banquero. Gavira vio que miraba en torno, a los invitados que le daban ostensiblemente la espalda. Toda Sevilla estaba al corriente de que duraría menos de un mes en el cargo. El candidato a sucederle, un político de su mismo partido -Andalucismo Andaluz-, andaba por el salón recibiendo parabienes anticipados con una sonrisa cauta. Gavira hizo un guiño de ánimo:
– Tómate una copa, alcalde.
Le alcanzó un whisky de la bandeja, y el otro apuró la mitad de un solo trago mientras clavaba en el banquero, con agradecimiento, su mirada de perro apaleado. Era sorprendente, reflexionó Gavira, la facilidad con que los muertos que se tienen de pie crean el vacío alrededor. Manolo Almanzor, en otro tiempo objeto de adulación, olía a cadáver político ambulante y nadie se acercaba ya, por miedo a quedar socialmente contaminado. Eran las reglas del juego: en su mundo no había piedad para los vencidos, salvo el trago de alcohol en vísperas de la ejecución. El mismo Gavira seguía a su lado, ofreciéndole whisky a cuenta del Cartujano tras hacerle inaugurar la exposición, en parte porque aún lo necesitaba, y en parte porque había comprado a aquel hombre y eso implicaba cierta responsabilidad para su orgullo. Se preguntó si alguna vez alguien le ofrecería una copa a él.
– Cárgate esa iglesia, Pencho -el alcalde apuraba su vaso, con rencor-. Construye lo que te salga de los huevos y jódelos a todos.
Asintió Gavira, distraído, de nuevo con el pensamiento en la pareja que conversaba junto al Valdés Leal, y disculpándose con Almanzor inició un movimiento de aproximación que procuró tuviese apariencia casual, una especie de ida a la derecha y luego a la izquierda, igual que un velero dando bordadas. De camino sonrió en los lugares correspondientes, estrechó y besó algunas manos y un par de mejillas maquilladas, correcto, seguro, sintiéndose envidiado por los hombres y admirado por las mujeres que se acercaron a él apenas se alejó un poco del alcalde. Dos veces oyó susurrar a su espalda el nombre de Macarena, pero logró que eso no le descompusiera la sonrisa. Puso su copa sobre una bandeja, se tocó el nudo de la corbata y un momento después estaba junto a monseñor Corvo y don Octavio Machuca.
– Bonito cuadro -dijo, por decir algo.
El arzobispo y el banquero miraron el lienzo como si hasta ese momento no hubieran reparado en él. La Muerte llevaba la guadaña en la mano y un féretro bajo el brazo descarnado. A sus pies, un mapamundi, una espada, libros, pergaminos, alegorizaban su triunfo sobre la vida, la gloria, la ciencia y los placeres terrenales. Con otra mano huesuda apagaba la llama de un cirio, y las dos cuencas vacías de la calavera miraban al espectador. In Ictu Oculi. Gavira no sabía latín, pero el cuadro era muy conocido en Sevilla, y su significado resultaba evidente. La Muerte golpea a cualquiera en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Bonito? -el arzobispo cambió una mirada con el viejo Machuca. Siguiendo las últimas directrices papales sobre apariciones públicas de los prelados, Aquilino Corvo vestía sotana filetata, un discreto pero elocuente ribete rojo completando la cruz de oro sobre el pecho y el brillo de la piedra amarilla en la mano que sostenía bajo la cruz-… Sólo un joven diría eso de esta escena terrible -echó hacia atrás la cabeza, mirando hoscamente la tiara episcopal del lienzo, tan parecida a la suya-. Todo parece muy lejano visto desde su perspectiva, querido Gavira. Para nosotros, el cuadro resulta algo más próximo… ¿No le parece, don Octavio?
Movía la cabeza el viejo banquero, avizores los ojos rapaces tras la nariz ganchuda. En realidad monseñor Corvo era casi veinte años más joven que él; pero al titular de la sede hispalense le gustaba darse aires venerables, por aquello de la dignidad del cargo.
– Pencho es un triunfador -apuntó Machuca-. Y no teme que le apaguen el cirio.
Había un brillo socarrón tras los párpados entrecerrados del anciano. Una de sus manos se hundía en el bolsillo de la americana cruzada de corte antiguo, y la otra colgaba a un costado, casi tan descarnada como la que extinguía la llama en el lienzo de Valdés Leal. El arzobispo sonrió, cómplice.
– Todos estamos sujetos a la voluntad de Dios -dijo en tono profesional.
Gavira lo admitió vagamente, sin cuestionar la cosa. Miraba al viejo banquero y éste interpretó el gesto:
– Hablábamos de tu iglesia.
Aquilino Corvo pasó por alto el posesivo sin alterar la sonrisa, cosa que Gavira consideró de buen augurio. A fin de cuentas, el Arzobispado iba a recibir una substanciosa indemnización, amén del compromiso contraído por el Cartujano de construir una iglesia en otro sitio. Sin olvidar la fundación para la obra social entre la comunidad gitana, que el arzobispo había deslizado hábilmente en el paquete. En última instancia, alguien había tenido también que costearle la jofaina a Pilatos.
– Todavía es la iglesia de Su Ilustrísima -matizó atento Gavira, que nunca cerraba todos los caminos a nadie. Conocía los riesgos de negar retiradas dignas.
Monseñor Corvo agradeció el detalle con un gesto de la mano donde brillaba el anillo. Puesto que de iglesias se trataba, parecía obligado un comentario oficial al respecto.
– Conflicto doloroso -dijo tras breve silencio en busca de la frase adecuada.
– Pero inevitable -añadió Gavira.
Puso gesto de pésame para suavizar el matiz. Tono grave, algo sobreentendido de hombre a hombre, conscientes ambos de las decisiones penosas que a veces imponía el progreso. Por el rabillo del ojo vio intensificarse el brillo socarrón tras los párpados entornados de Octavio Machuca, y recordó que el viejo estaba al corriente de que, entre las ofertas hechas por el Cartujano a Su Ilustrísima, se contaba un informe todavía inédito sobre las actividades contrarias al celibato de media docena de clérigos de su diócesis. Todos eran sacerdotes muy queridos en sus parroquias, y la publicación de tales datos, que incluían fotografías y declaraciones, habría causado serio revuelo. Aquilino Corvo no contaba con medios ni autoridad técnica para encarar el problema, y un escándalo podía obligarlo a tomar decisiones que deseaba menos que nadie. Aquellos sacerdotes eran buenos hombres; y en tiempos de cambio y escasez de vocaciones, cualquier decisión precipitada arriesgaba ser inoportuna, y lamentable. Por eso Monseñor había aceptado con alivio el compromiso de Gavira para comprar y bloquear el informe. En la Iglesia católica, problema aplazado significaba problema resuelto.