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La coincidencia de datos con la información sugerida por Honorato Bonafé era singular; y Quart intuyó que el arzobispo Corvo, tan reticente otras veces y tan franco aquélla, no veía con desagrado que aquel punto oscuro en el pasado del padre Ferro circulase un poco por aquí y por allá. Llegó a preguntarse, incluso, si la fuente informativa del periodista no luciría, de modo más o menos directo, anillo episcopal y ribete púrpura en la sotana. De cualquier forma la historia de Cillas de Ansó era cierta; y Quart obtuvo una segunda entrega del folletín en la Jefatura de Policía, cuando el subcomisario Navajo hizo un par de llamadas a su colega madrileño el inspector jefe Feijoo, responsable del grupo de investigación de arte. Un retablo del Maestro de Retascón que coincidía punto por punto con el desaparecido en Cillas de Ansó había sido adquirido legalmente, con recibo en forma, por la casa de subastas Claymore de Madrid, que lo revendió por un alto precio. El director de Claymore, un conocido marchante llamado Francisco Montegrifo, confirmaba el pago de cierta cantidad al sacerdote don Príamo Ferro Ordás. Cantidad irrisoria en comparación con el precio, sextuplicado, que el cuadro alcanzó en la subasta. Pero eso -había matizado el tal Montegrifo al inspector jefe Feijoo, y éste al subcomisario Navajo- eran cosas de la oferta y la demanda.

– A propósito de la honradez del padre Ferro -le dijo Quart al vicario-. Usted no tiene pruebas de que lo haya sido siempre.

Óscar Lobato lo miró molesto:

– No sé qué pretende insinuar, pero me da igual. Yo respeto al hombre que conozco. Así que busque a su Judas en otro sitio.

– ¿Es su última palabra?… Quizá estemos a tiempo.

No dijo de qué. El otro lo miraba con hostil curiosidad.

– ¿A tiempo? Eso huele a ofrecimiento de perdón. ¿Serán buenos conmigo si coopero?… -agitó la cabeza, sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo, y se puso en pie-. Tiene gracia. Don Príamo comentó ayer, tras una conversación que por lo visto mantuvieron en casa de la duquesa, que tal vez estuviese usted empezando a comprender. Pero que comprenda o no es lo de menos. Lo único que interesa es matar al mensajero, ¿verdad?… Para usted y sus jefes, lo malo no es el problema, sino que alguien se atreva a denunciar el problema. Todo se reduce a un cuello que cortar.

Volvió a mover la cabeza del mismo modo, y con una última mirada de desprecio se alejó hacia la sacristía. De pronto pareció pensar algo, pues se detuvo a mitad de camino:

– Puede que Vísperas se equivocase, después de todo -dijo vuelto a medias hacia Quart, en voz alta que resonaba en la bóveda-. Quizá ni siquiera el Santo Padre merece sus mensajes.

Un rayo de sol se movía muy despacio de izquierda a derecha sobre las losas gastadas del suelo, al pie del altar mayor. Quart lo estuvo observando un rato, y luego alzó los ojos hasta la vidriera por donde entraba la luz: un Descendimiento en el que a Cristo le faltaban los vidrios coloreados del torso, la cabeza y las piernas. El resultado era que San Juan y la Virgen parecían bajar de la cruz sólo dos brazos en el vacío, y el emplomado en torno a la silueta ausente se asemejaba a la huella de un fantasma: una presencia desvanecida que hiciera inútil el sufrimiento y el esfuerzo de la madre y el discípulo.

Se puso en pie y caminó hasta el altar mayor y la entrada de la cripta. Junto a la verja de hierro, cerrada sobre los peldaños que bajaban hacia la oscuridad, tocó la calavera esculpida en el dintel; y como la vez anterior la gelidez de la piedra enfrió el latir de la sangre en su muñeca. Dominando la sensación incómoda que producían el silencio de la iglesia, aquellos peldaños oscuros y el aire húmedo y cerrado que venía de abajo, Quart se obligó a permanecer allí, inmóvil, mirando la negrura de la cripta. Del griego kriptos, oculto, murmuró. Donde la piedra escondía las claves de otros tiempos y otras vidas. Donde yacían los huesos de catorce duques del Nuevo Extremo y la sombra de Carlota Bruner.

Frotándose la muñeca entumecida, Quart se volvió hacia el retablo del altar mayor, que la claridad de las vidrieras colmaba de suave resplandor dorado, dejando en penumbra los detalles interiores para resaltar los relieves externos, la hojarasca y los angelotes, las cabezas de las tallas orantes de Gaspar Bruner de Lebrija y de su esposa. Y en el centro, en su hornacina bajo el dosel, tras el andamio de tubos metálicos atornillados que sostenían una pequeña plataforma, la imagen de la Virgen alzaba los ojos al cielo con las perlas del capitán Xaloc corriéndole como lágrimas por el rostro y la túnica azul, asentada sobre la media luna y con un pie aplastando la cabeza de la serpiente que arrebató a los hombres el paraíso a cambio de la lucidez; de la medusa cuya visión los convirtió después en piedra para que guardasen el terrible secreto. Isis o Ceres, o Astarté, o Tanit, o María: daba igual el nombre elegido para resumir el refugio, la madre, el resguardo, el miedo ante la oscuridad, y el frío, y la nada. Era un vértigo, reflexionó Quart, la cantidad de símbolos que se podían concitar en aquella imagen y su evolución a través de las religiones y de los siglos. De pie sobre la media luna, vestida de azul, color simbólico del astro de la noche y también de las sombras cimerias, el sable de la heráldica, la tierra, la muerte.

El rayo de sol en el suelo se había desplazado otra baldosa a la derecha y menguaba de tamaño cuando el agente del IOE anduvo hasta el centro de la nave y recorrió con la vista la cornisa sobre los andamios, de la que se había desprendido el trozo mortal para el secretario del arzobispo. Fue hasta allí e intentó mover la estructura metálica, pero estaba calzada y ahora se mantenía firme. Se situó aproximadamente donde estaba el padre Urbizu al recibir el impacto en la cabeza. Diez kilos de estuco cayendo desde una altura de casi diez metros resultaban mortales de necesidad. Había espacio en la pasarela del andamio junto a la cornisa para que alguien los hubiese hecho caer; pero el informe policial negaba aquella posibilidad. Eso, más la historia del arquitecto municipal resbalando en el tejado -esta vez ante testigos, matizó Quart con alivio-, parecía descartar en ambas muertes la intervención humana y cargaba el asunto, como Vísperas y el padre Ferro sostenían, a cuenta de la ira de Dios. O a la del Destino, que a juicio de Quart era una buena explicación para los caprichos de un cruel relojero cósmico que parecía despertar cada mañana con ganas de broma. O quizás el azar de unos dioses rabelesianos, soñolientos y torpes como los descritos por Heine, a quienes, cuando se les escapaba una tostada del desayuno, ésta les caía siempre sobre la tierra por la parte de la mantequilla.

A aquellas alturas de la investigación, Quart había establecido de sobra los ingenuos móviles de Vísperas. Sus mensajes eran una apelación a la justicia y al sentido común de Roma; la reivindicación de un viejo cura que libraba su última batalla en un rincón olvidado del tablero. Pero en algo tenía razón el padre Óscar: Vísperas se equivocó al mandar sus mensajes. Ni Roma podía entenderlos, ni monseñor Spada enviaba a la persona adecuada. El mundo y las ideas a las que apelaba el pirata informático habían dejado de existir hacía mucho tiempo. Era como si, después de una guerra nuclear que arrasara la Tierra, los satélites del espacio siguieran enviando señales inútiles a un planeta muerto, mientras ellos giraban fieles y silenciosos allá arriba, en la soledad del espacio infinito.

Quart anduvo unos pasos hacia atrás, recorriendo con la vista la estructura de los andamios y las deterioradas vidrieras de las ventanas abiertas sobre el muro izquierdo de la iglesia. Después se volvió hacia la nave, y Gris Marsala estaba detrás de él, mirándolo.

Cuando el alcalde de la ciudad declaró inaugurada la exposición El arte religioso en la Sevilla barroca, los aplausos llenaron los salones de la fundación cultural del Banco Cartujano. Después, una docena de camareros de chaquetilla blanca pasearon bandejas con bebidas y canapés mientras los invitados admiraban las obras maestras que durante veinte días iban a quedar expuestas en el edificio del Arenal. Entre el Cristo de la Buena Muerte de Juan de Mesa, cedido por la Universidad, y un San Leandro de Murillo procedente de la sacristía mayor de la Catedral, Pencho Gavira saludaba a los caballeros y besaba las manos de las damas, sonriendo a derecha e izquierda. Vestía un impecable traje gris marengo y la raya de su pelo engominado era tan perfecta como la blancura de los puños y el cuello de su camisa.

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