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– ¿Ésa es su intención? -Quart era de nuevo dueño de sí-. ¿Exhibirme como un trofeo?

Lo miró con sabiduría algo hastiada, vieja de siglos.

– A lo mejor. Las mujeres somos muy complicadas en comparación con los hombres, tan rectos en sus mentiras, tan infantiles en sus contradicciones… Tan consecuentes en su vileza -el maítre en persona trajo los cafés; cortado para ella, solo para él. Macarena Bruner se puso un terrón de azúcar y sonrió absorta-. De lo que puede estar seguro es de que Pencho lo sabrá mañana por la mañana. Por Dios que hay facturas que se pagan despacio -bebió un corto sorbo y después miró a Quart con los labios húmedos-. Quizá no debí decir por Dios, ¿verdad? Suena a juramento. No tomarás el nombre de Dios en vano y cosas así.

Quart puso cuidadosamente la cucharilla a un lado de su taza.

– No se preocupe -la tranquilizó-. Yo también menciono a Dios de vez en cuando.

– Es curioso -se inclinaba un poco sobre los codos, y su blusa de seda ligera rozaba el borde de la mesa. Por un segundo Quart intuyó el contenido: pesado, moreno y suave. Haría falta más de una ducha fría para olvidar aquello-. Conozco a don Príamo desde que vino a esta parroquia hace diez años, pero no imagino la vida de un sacerdote por dentro. Nunca me lo había planteado hasta hoy, mirándolo a usted -observó de nuevo las manos de Quart, y luego su mirada ascendió hasta el alzacuello-. ¿Cómo se las arreglan con los tres votos?

Si hay preguntas inoportunas, pensaba él, éste es momento adecuado para formularlas. Miró la copa de vino, apelando a toda su sangre fría:

– Cada uno se las arregla como puede. Hay quien lo plantea como obediencia dialogada, castidad compartida y pobreza líquida.

Alzó un poco la copa como en un brindis, sin probarla, y luego la dejó sobre el mantel para beber a sorbos el café, mientras Macarena Bruner se reía con esa risa franca, sonora, tan contagiosa que Quart estuvo a punto de hacerlo también.

– ¿Y usted? -preguntó ella, sonriendo aún-. ¿Es obediente?

– Suelo serlo -dejó la taza y se secó los labios; después dobló cuidadosamente la servilleta para ponerla sobre la mesa-. Es cierto que procuro razonar, pero siempre acato la disciplina. Hay cosas que no funcionan sin disciplina, y la empresa donde trabajo es una de ellas.

– ¿Se refiere a don Príamo?

Quart enarcó las cejas con indiferencia calculada. En realidad no se refería a nadie en especial, aclaró. Pero ya que lo mencionaba, el padre Ferro era un ejemplo escasamente aconsejable. Muy a su aire, por decirlo de un modo piadoso. Pecado capital número uno, según se entra en el Catecismo y a la derecha.

– Usted no conoce nada de su vida, así que no puede juzgar.

– No pretendo juzgar -se permitió otra mueca-, sino comprender.

– Ni siquiera comprender -ella insistía con calor-. Fue párroco rural durante media vida, en un pueblecito perdido de los Pirineos… Pasaba meses bloqueado por la nieve, y a veces debía recorrer ocho o diez kilómetros para llevar la extremaunción a un moribundo. Sólo había viejos, y se le fueron muriendo uno a uno. Los enterraba con sus propias manos, hasta que ya no hubo nadie. Eso le metió en la cabeza ciertas ¡deas fijas sobre la vida y sobre la muerte, y sobre el papel que ustedes los sacerdotes desempeñan en el mundo… Para él, esta iglesia es muy importante. La cree necesaria, y afirma que cada iglesia que se cierra o se pierde es un trozo de cielo que desaparece. Y como nadie le hace caso, en vez de rendirse, lucha. Suele decir que ya perdió demasiadas batallas allá arriba, en las montañas.

Todo eso estaba muy bien, admitió Quart. Muy conmovedor. Incluso había visto un par de películas de argumento parecido. Pero el padre Ferro seguía sujeto a la disciplina eclesiástica. Los curas, precisó, no podemos andar por la vida proclamando repúblicas independientes por nuestra cuenta. No en los tiempos que corren.

Ella movía la cabeza:

– No lo conoce lo suficiente.

– Ni él me lo permite.

– Mañana arreglaremos eso. Se lo prometo -le miraba las manos de nuevo-. En cuanto a su pobreza líquida, parece real. Apenas prueba el vino… Respecto a la otra, usted viste muy bien. Sé reconocer la ropa cara, incluso en un sacerdote.

– Mi trabajo tiene algo que ver. Hay que tratar con gente. Salir a cenar con atractivas duquesas sevillanas -se sostuvieron la mirada, y nadie sonrió esta vez-. Considérela un uniforme.

Hubo un breve silencio que nadie quiso llenar y que Quart encaró con calma. Fue ella quien habló por fin, al cabo de un momento:

– ¿También tiene sotana?

– Claro. Aunque la uso poco.

Trajeron la cuenta y él quiso hacerse cargo, pero Macarena Bruner no lo dejó. Soy yo quien invita, le dijo a Quart, inflexible. Así que éste se la quedó mirando mientras sacaba del bolso una tarjeta oro American Express. Siempre envío las cuentas a mi marido, apuntó con malicia cuando se fue el camarero. Le sale más barato que una pensión de divorcio.

– Nos queda comentar uno de sus tres votos -añadió más tarde-. ¿También practica la castidad compartida?

– Me temo que la castidad la practico a secas.

La vio asentir lentamente y recorrer luego el comedor con la mirada, antes de volver a él de nuevo. Ahora le observaba la boca y los ojos, valorativa:

– No me diga que nunca ha estado con una mujer.

Hay preguntas que no pueden responderse a las once de la noche en un restaurante de Sevilla, a la luz de una vela; pero ella no parecía esperar una respuesta. Extrajo con parsimonia del bolso un paquete de cigarrillos, se puso uno en la boca, y después, con un descaro a la vez natural y calculado, introdujo la mano derecha a la izquierda de su escote, en busca de un encendedor de plástico que llevaba entre la piel y el tirante del sujetador. Quart la observó encender el cigarrillo, negándose a pensar en nada. Y sólo un poco más tarde accedió a preguntarse en qué endiablado embrollo se estaba metiendo.

En realidad, por la educación recibida en Roma y el trabajo de los últimos diez años, la actitud de Quart respecto al sexo había evolucionado de modo distinto al que solían orientar, en los sacerdotes, el comadreo y sordidez del seminario y las normas generales de la institución eclesiástica. En un mundo cerrado, regido por el concepto de culpa, que negaba el contacto con la mujer y donde la única solución oficiosamente aceptada residía en la masturbación o el sexo clandestino y su posterior expiación por el sacramento de la penitencia, la vida diplomática y el trabajo para el Instituto de Obras Exteriores facilitaban lo que monseñor Spada, siempre hábil con los eufemismos, definía como coartadas tácticas. El bien general de la Iglesia, considerado como fin, justificaba a veces el empleo de ciertos medios; y en ese sentido, el atractivo de cualquier apuesto secretario de nunciatura entre las esposas de ministros, financieros y embajadores, víctimas fáciles del instinto de adopción ante sacerdotes jóvenes o interesantes, abría muchas puertas infranqueables por monseñores o eminencias más viejos y correosos. Era lo que monseñor Spada llamaba síndrome de Stendhal, en memoria de dos personajes -Fabricio del Dongo y Julián Sorel- cuyas peripecias había aconsejado leer a Quart apenas ingresado en el IOE. Para el Mastín, la cultura no estaba reñida con el adiestramiento. Todo esto dejaba el asunto a la discreción moral y a la inteligencia de cada protagonista, a fin de cuentas agente de Dios en un campo de batalla donde sus fuerzas eran la oración y el sentido común. Porque, junto a las ventajas de una confidencia obtenida en recepciones, charlas privadas o confesionarios, el sistema encerraba sus riesgos. Muchas mujeres acudían buscando la sustitución afectiva de hombres inalcanzables o maridos indiferentes; y nada más perturbador, para el viejo Adán siempre al acecho bajo buena parte de las sotanas, que la inocencia de una adolescente o las confidencias de una mujer frustrada. En última instancia, la indulgencia oficiosa de los superiores estaba más o menos asegurada -la nave de Pedro era antigua, superviviente y sabia- en función de la ausencia de escándalo y de los resultados operativos.

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