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Se quedó mirando a Quart, al acecho de su reacción; pero él permaneció impasible. La propia Macarena Bruner se habría sorprendido de la cantidad de sacerdotes y religiosas a cuyos amores y odios sacaba punta el IOE. Se limitó a encoger un poco los hombros, animándola a proseguir. Si su intención había sido escandalizarlo, erraba el tiro. De lejos.

– ¿Y cómo lo resolvió?

Ella alzó una mano, moviéndola en el aire, y la pulsera relució al resbalar hacia atrás en su muñeca. Desde las mesas cercanas, una docena de pares de ojos seguían cada uno de sus gestos.

– Pues dándole un golpe al espejo, así, y al romperlo se cortó una vena. Después fue a ver a la superiora de su orden y le pidió un plazo de libertad, para reflexionar. De eso hace algunos años.

El maître estaba a su lado, imperturbable como si no hubiese escuchado una palabra. Esperaba que todo fuese bien, y quizá la señora deseara alguna otra cosa. Ella no había encargado más que la ensalada, y Quart tampoco quiso segundo plato, ni el postre con que la casa, desolada por la falta de apetito de la señora duquesa y el reverendo padre, deseaba obsequiarles. Decidieron seguir con el vino mientras aguardaban los cafés.

– ¿Hace mucho que se conocen usted y la hermana Marsala?

– Tiene gracia oírselo decir. La hermana Marsala… Nunca pensé de ese modo en ella.

Su copa estaba casi vacía. Quart tomó la botella de la mesita que tenían cerca y se la llenó. La suya seguía casi intacta.

– Gris es mayor que yo – prosiguió ella-, pero coincidimos en Sevilla varias veces hace tiempo. Venía mucho con sus alumnos norteamericanos: cursos de verano para extranjeros, Bellas Artes… La conocí cuando hacían prácticas de restauración en el comedor de verano de mi casa. Fui quien se la presentó al padre Ferro y logré que la metieran en el proyecto, cuando las relaciones con el arzobispo eran cordiales.

– ¿Por qué tanto interés en esa iglesia?

Lo estudió como si aquella pregunta fuese una idiotez. La había construido su familia. Sus antepasados estaban enterrados en ella.

– Pues a su marido no parece importarle mucho.

– Claro que no le importa. Pencho tiene otras cosas en la cabeza.

La luz de la vela arrancó brillos rojizos al ribera del Duero cuando acercó la copa a sus labios. Esta vez fue un largo trago, y Quart se creyó obligado a acompañarla un poco.

– ¿Y es cierto -dijo después, enjugándose la boca con una punta de la servilleta- que ya no viven juntos aunque siguen casados?

Lo miró, inquisitiva. Dos preguntas seguidas sobre su vida conyugal era algo que no parecía esperar aquella noche. Ahora bailaba un brillo divertido en los reflejos de miel.

– Cierto -respondió, tras un silencio-. No vivimos juntos. Y sin embargo ninguno ha pedido el divorcio, ni la separación, ni nada. El confía quizás en recuperarme; para eso se casó conmigo con el aplauso de todos. Yo era su consagración social.

Quart paseó la mirada por la gente de las mesas próximas y luego se inclinó un poco hacia ella:

– Disculpe. No termino de comprender ese plural. ¿El aplauso de quiénes?

– ¿No conoce a mi padrino? Don Octavio Machuca fue amigo de mi padre, y nos tiene un especial cariño a la duquesa y a mí. Como él dice, soy la hija que no tuvo nunca. Por eso, para asegurar mi futuro, apoyó mi boda con el más brillante joven talento del Banco Cartujano; destinado a sucederle, ahora que está a punto de jubilarse.

– ¿Se casó por eso? ¿Para asegurar su futuro?

Era una pregunta desprovista de matices. El cabello de Macarena Bruner le había resbalado desde el hombro cubriéndole media cara, y ella lo apartó con un gesto de la mano. Miraba a Quart calibrando su interés.

– Bueno. Pencho es un hombre atractivo. También posee una magnífica cabeza, como suele decirse. Y una virtud: es valiente. De los pocos hombres que he conocido capaces de jugársela de verdad por lo que sea: un sueño o una ambición. Y en el caso de mi marido, ex marido o como guste llamarlo, su sueño es su ambición -una vaga sonrisa le asomó a los labios-. Supongo que incluso me casé enamorada de él.

– ¿Y qué ocurrió?

Lo observaba otra vez igual que antes, como si intentase averiguar cuánto interés personal ponía en sus preguntas.

– Nada, en realidad -dijo, neutra-. Cumplí mi parte, y él la suya. Pero cometió un error. O varios. Uno de ellos fue que debió dejar nuestra iglesia en paz.

– ¿Nuestra?

– Mía. Del padre Ferro. De la gente que acude a misa cada día. De la duquesa.

Esta vez era Quart quien sonreía:

– ¿Siempre llama duquesa a su madre?

– Cuando hablo de ella con terceros, sí -sonrió también, con una ternura que Quart no le había visto hasta entonces-. Le gusta. También le gustan los geranios, Mozart, los curas chapados a la antigua y la coca-cola. Esto último es algo insólito, ¿verdad?, en una mujer de setenta años que duerme una vez a la semana con su collar de perlas y todavía se empeña en llamar mecánico al chófer… ¿Aún no la conoce? Lo invito a tomar café mañana, si quiere. Don Príamo nos visita cada tarde, para rezar el rosario.

– Dudo que al padre Ferro le apetezca verme. No le caigo bien.

– Déjelo de mi cuenta. O de cuenta de mi madre. Don Príamo y ella se llevan de maravilla. Tal vez sea buena ocasión para que ustedes hablen de hombre a hombre… ¿Se dice de hombre a hombre tratándose de curas?

Quart sostuvo su mirada, inexpresivo:

– En cuanto a su marido…

– Usted no cesa de hacer preguntas. Para eso ha venido, supongo.

Parecía lamentar irónicamente que ése fuera el motivo. Seguía mirando las manos de Quart como cuando se vieron por primera vez en el vestíbulo del hotel, y éste las había retirado un par de veces de la mesa, incómodo. Por fin resolvió dejarlas quietas sobre el mantel.

– ¿Qué quiere saber de Pencho? -prosiguió ella-. ¿Que se equivocó al creer comprarme? ¿Si esa iglesia es la causa de que yo le declarase la guerra? ¿Que a veces sabe comportarse como un deliberado hijo de mala madre…?

Lo dijo todo con mucha calma, en tono perfectamente objetivo. Un grupo se levantaba de una mesa próxima, y algunos de sus miembros la saludaron. Todos miraban a Quart con curiosidad, en especial las mujeres, rubias y bronceadas, con ese aire andaluz de buena casta que les daba no haber pasado hambre en su vida. Macarena Bruner respondió con una inclinación de cabeza y una sonrisa. Quart la observaba con atención:

– ¿Y por qué no pide el divorcio?

– Porque soy católica.

Imposible saber si hablaba en serio o en broma. Se quedaron los dos en silencio, y él se recostó un poco en el respaldo de la silla, estudiando todavía a la mujer. El collar y la blusa de seda cruda bajo la chaqueta negra resaltaban la piel morena y el escote, junto al resplandor dorado de la vela sobre la mesa. Miró los ojos grandes y oscuros que se mantenían tranquilos, pendientes de los suyos. Y comprendió que algo estaba yendo demasiado lejos para la salud de su alma, en el caso -siempre se le difuminaban la razón y el instinto al llegar a ese punto- de que su alma estuviese sujeta a oscilaciones externas, como los valores de bolsa. Si el símil resultaba válido, en ese momento nadie daría un céntimo por ella.

Abrió la boca y dijo algo por el simple hecho de hacerlo, para llenar el silencio. Dijo cualquier cosa, oportuna y con el tono adecuado, y a los cinco segundos olvidó sus propias palabras; pero había cumplido su deseo de llenar aquel vacío. Ahora Macarena Bruner hablaba de nuevo, y Quart pensó en monseñor Paolo Spada. Oración y duchas frías, había recetado la sonrisa del Mastín, en la escalera de la Plaza de España.

– Hay cosas que me gustaría explicarle -decía ella-, pero no creo ser capaz… -miraba sobre el hombro de Quart mientras éste asentía sin saber a qué; lo importante era que de nuevo lograba prestar atención-. En la vida hay lujos que se pagan caros, y a Pencho le toca pagar el suyo. Es de los que piden la cuenta sin descomponer el gesto, dando con los nudillos en la barra para preguntar cuánto se debe. En eso es muy hombre -ironizó- Muy torero. Pero la procesión va por dentro, y él sabe que yo lo sé. Sevilla es un patio de vecinos; el cotilleo nos encanta. Cada rumor que le llega, cada sonrisa disimulada a sus espaldas, es una puñalada en su orgullo -paseó la mirada por el salón, divertida-. Imagínese lo que van a decir cuando sepan que estoy cenando con usted.

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