Por todo lo expuesto, y aparte las irregularidades de gestión detectadas, resulta evidente que el fracaso de la operación Puerto Torga pondría al Banco Cartujano en graves dificultades. Resulta asimismo preocupante el posible efecto negativo que el conocimiento de las operaciones realizadas por esa vicepresidencia en torno a la iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas y el conjunto de la operación Puerto Torga podría tener en la opinión pública y en la clientela tradicional del banco, clase media de carácter conservador y a menudo católica.
En líneas generales, todo era cierto. En los dos últimos ejercicios, Gavira había tenido que hacer auténticos juegos malabares para presentar como aceptable su gestión al frente de un banco que había caído en sus manos viciado por una política de dinero conservadora y mediocre. Puerto Targa y otras operaciones similares eran recursos para ganar tiempo mientras consolidaba su situación al frente del Cartujano. Aquello se parecía mucho a subir por una escalera utilizando los peldaños que uno dejaba atrás para ponerlos delante; pero hasta el golpe definitivo era la única táctica posible. Necesitaba respiro y crédito, y la operación de Nuestra Señora de las Lágrimas, cebo para los saudíes que iban a comprar Puerto Targa, resultaba imprescindible: aquello iba a convertir la zona norte de Santa Cruz en una joya para el turismo de élite. La documentación del proyecto -un pequeño y ultraselecto hotel de lujo con todos los servicios adecuados y a quinientos metros de la antigua mezquita de Sevilla, capricho personal de Kemal Ibn Saud, hermano del rey de Arabia Saudí y principal accionista de Sun Qafer Alley- estaba protegida con clave en el disco duro de su ordenador, junto al informe sobre su gestión y algunos secretos más de Gavira, con copias en disquetes y CD en la caja fuerte situada justo debajo del Klaus Paten. Era mucho lo que había en juego para que las maniobras de cuatro consejeros lo tirasen todo por la borda.
Echó otro vistazo a la pantalla, arrugando el ceño. Le preocupaba la presencia del intruso informático y su bolita saltarina. Si era un hacker, resultaba poco probable que hubiese descifrado la clave de seguridad accediendo al archivo confidencial; aunque entraba en lo posible. Pero esa gente solía dejar huellas de su paso, así que la bolita la habría puesto dentro, y no fuera. El pensamiento le dio un calor espantoso; no era agradable que un intruso estuviera paseándose en las inmediaciones de esa clase de información. Como solía afirmar el viejo Machuca, mejor un por si acaso que un quién lo iba a decir; así que tecleó para borrar el archivo.
Después estuvo mirando la corriente verdegris del Guadalquivir y la calle Betis elevada sobre la otra orilla. El sol hacía reverberar el río, y su resplandor enmarcaba la silueta compacta de la Torre del Oro. En el mundo de Pencho Gavira era legítimo aspirar a que todo aquello terminara siendo suyo; a que el reflejo de metal bruñido se deslizase cada mañana exclusivamente para él, hacia su rostro y la pared donde colgaba el Klaus Paten, iluminando su triunfo y su gloria. Encendió un cigarrillo y dejó irse el humo por el ancho trazo de luz dorada que incidía desde abajo, a través de la ventana, como un foco sobre la parte principal del escenario. Después abrió el cajón de la mesa y sacó, por enésima vez, la revista donde su mujer salía del Alfonso XIII con el torero. Con una mano sobre las imágenes sintió de nuevo un afán morboso y oscuro; aquel malestar fascinante, perverso, que experimentaba al pasar las páginas para reconocer fotos de sobra conocidas. Sus ojos fueron de la portada al retrato de Macarena que tenía sobre la mesa, en un marco de plata: ella en primer plano, con una blusa blanca que le dejaba un hombro desnudo. Era una fotografía hecha por él mismo cuando creía poseerla siempre y no sólo cuando hacían el amor. Antes de que llegara la crisis, con la iglesia de por medio y el hijo que Macarena había querido tener a destiempo. Antes de que ella empezara a acariciarle el sexo con el desinterés de quien lee un aburrido texto en braille.
Se removió, inquieto, en el sillón de cuero. Seis meses. Recordó a su mujer desnuda bajo la luz de neón, sentada en el borde de la bañera mientras él se duchaba ignorante de que habían hecho el amor por última vez. Mirándolo como no lo hizo jamás, igual que si estuviera ante un perfecto desconocido. Se había levantado de pronto, y cuando Gavira salió al dormitorio chorreando agua bajo el albornoz, ella estaba vestida y haciendo la maleta. No pronunció una palabra, ni un reproche. Sólo tuvo para él una mirada silenciosa, oscura, antes de caminar hacia la puerta sin darle tiempo a oponer un argumento o un gesto. Seis meses hasta el día de hoy. Y no había consentido volver a verlo. Nunca.
Devolvió la revista arrugada al cajón mientras apagaba, sañudo, el cigarrillo en el cenicero hasta que vio extinguirse la última brasa; como si encontrase alivio en aquel gesto de violencia a pequeña escala. Ojalá pudiera, se dijo, hacer lo mismo con el párroco, y con la monja con pinta de lesbiana, y con todos esos curas salidos de los confesionarios, y de las catacumbas, y del pasado más obsoleto y más negro, para venir a amargarle la vida. Y también con aquella Sevilla orgullosa, apolillada, miserable, dispuesta a recordarle su condición de advenedizo apenas la hija de la duquesa del Nuevo Extremo volvió la espalda. Un ramalazo de cólera vino a estremecerle las mandíbulas, y con un revés de la mano puso boca abajo el retrato de la mujer. Por Dios, por el Diablo o por quien fuera responsable de aquello, que todos iban a pagar muy caras la vergüenza y la incertidumbre que le estaban haciendo pasar. Primero le habían robado a su mujer, y ahora pretendían robarle la iglesia, y el futuro.
– Os voy a barrer -casi escupió en voz alta-. A todos.
Pronunció aquellas palabras en el acto de apagar el ordenador, mientras el rectángulo luminoso de la pantalla se empequeñecía hasta desaparecer por completo. Estaba dispuesto a que se cumpliera el aspecto formal de la sentencia. Algunos curas fuera de circulación -un escarmiento, una cadera rota- era algo que a Pencho Gavira no iba a causarle remordimientos dignos de consideración. Y si lo apuraban mucho, ni siquiera remordimientos a secas. Así que, cuando alargó el brazo para descolgar el teléfono interior, estaba convencido de que algo debía hacerse al respecto.
– Peregil -le dijo al auricular-. ¿Tu gente es segura?
Como el bronce, fue la respuesta del esbirro. Entonces Gavira miró el marco vuelto hacia abajo sobre la mesa y esbozó aquella mueca carnicera que en el mundo bancario andaluz le había valido el sobrenombre de El Marrajo del Arenal. Era el momento de pasar a la acción, se dijo. Y de algo estaba seguro: a aquellos aguafiestas con sotana iba a partirles el espinazo.
– Pues dales caña -ordenó-. Pégale fuego a la iglesia, o lo que te parezca. Quiero leña al mono, hasta que hable inglés.