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Fue un alivio cruzar el umbral de Nuestra Señora de las Lágrimas. Los muros albergaban un oasis de sombra fresca con olor a cera y humedad: exactamente lo que Quart necesitaba con urgencia. Así que se detuvo a recobrar aliento junto a la puerta, deslumbrado aún por la claridad exterior. Había allí una pequeña talla de Jesús Nazareno; un atormentado Cristo barroco después de pasar por el tercer grado del patio del Pretorio: cuántos sois, dónde guardas el oro y los denarios de tus seguidores, qué es esa murga de que te llamas Hijo del Padre, adivina quién te dio. Tenía las muñecas atadas por una soga y gruesos goterones de sangre corriéndole desde la frente coronada de espinas, que alzaba hacia lo alto esperando que alguien echase una mano y lo sacara de allí acogiéndose al habeas corpus. Quart nunca había sentido, al contrario que la mayor parte de sus iguales, la certidumbre del parentesco divino del hombre cuya imagen tenía delante; ni siquiera en el seminario, durante lo que llamaba sus años de adiestramiento, cuando los profesores de Teología desmontaban y volvían a montar minuciosamente los mecanismos de la fe en la mente de los jóvenes destinados a ser sacerdotes. «Abba, Abba, ¿por qué me has abandonado?», constituía la pregunta crítica que era preciso evitar a toda costa. A él, que llegó al seminario con la pregunta hecha y convencido de la ausencia de respuesta, el formateo del disquete teológico vino a lloverle sobre mojado; pero era un joven prudente, y supo guardar silencio. En los años de aprendizaje, lo importante para Quart había sido el descubrimiento de una disciplina; unas normas según las que ordenar su vida, manteniendo a raya la certeza del vacío experimentado en el rompeolas frente al mar, cuando la tormenta. Igual habría podido ingresar en el ejército, en una secta o, como bromeaba monseñor Spada -en realidad no bromeaba en absoluto-, en una orden medieval de monjes soldados. Al huérfano del pescador perdido en un naufragio le bastaban su propio orgullo, su autodisciplina y un reglamento.

Contempló de nuevo la imagen. En todo caso, aquel Nazareno los tenía bien puestos. Nadie podía avergonzarse de enarbolar su cruz como bandera. A menudo sentía nostalgia de aquella otra clase de fe, o tan sólo de la fe a secas; cuando hombres negros de polvo y de sol bajo una cota de malla gritaban el nombre de Dios y entraban en combate impulsados por la esperanza de abrirse caminó a mandobles hacia el Cielo y la vida eterna. Vivir y morir era más simple; el mundo era mucho más sencillo unos cuantos siglos atrás.

Se santiguó mecánicamente. En torno al Cristo, protegido por una urna de cristal, colgaba medio centenar de polvorientos exvotos: manos, piernas, ojos, cuerpos de niños de latón y cera, trenzas de cabello, cartas, cintas, notas y placas agradeciendo tal curación o cual remedio. Incluso una vieja medalla militar de la guerra de África atada con las flores secas de un ramo de novia. Como cada vez que tropezaba con semejantes muestras de devoción, Quart se preguntó cuántas angustias, noches en vela junto a un lecho de enfermo, oraciones, historias de dolor, esperanza, muerte y vida, había en cada uno de aquellos objetos que, a diferencia de otros párrocos más a tono con los tiempos, don Príamo Ferro conservaba junto al Jesús Nazareno de su pequeña iglesia. Era la religión de antes, la de siempre, la del sacerdote de sotana y latín, intermediario imprescindible entre el hombre y los grandes misterios. La iglesia del consuelo y la fe, cuando las catedrales, las vidrieras góticas, los retablos barrocos, las imágenes y las pinturas que mostraban la gloria de Dios cumplían la misión desempeñada ahora por las pantallas de los televisores: tranquilizar al hombre ante el horror de su propia soledad, de la muerte y del vacío.

– Hola -dijo Gris Marsala.

Se había deslizado hasta él por la estructura de tubos de un andamio y ahora lo miraba, expectante, con las manos en los bolsillos traseros de los téjanos. Vestía las mismas ropas manchadas de yeso que la vez anterior.

– No me dijo que era monja -le reprochó Quart.

La mujer contuvo una sonrisa, tocándose el pelo encanecido. Seguía llevándolo sujeto en una corta trenza.

– Es cierto. No lo hice -los ojos claros y amistosos lo estudiaron de arriba abajo, como si quisieran confirmar algo-. Creí que un sacerdote sería capaz de olfatear esas cosas sin ayuda de nadie.

– Soy un sacerdote muy lerdo.

Hubo un corto silencio. Gris Marsala sonreía:

– Pues no es eso lo que cuentan de usted.

– Vaya. ¿Quién lo cuenta?

– Ya sabe: arzobispos, párrocos enfurecidos -el acento norteamericano se hacía más intenso entre tanta ere y erre-. Mujeres guapas que lo invitan a cenar.

Quart se echó a reír.

– Es imposible que usted sepa eso.

– ¿Por qué? Existe un invento llamado teléfono. Una lo descuelga y habla. Macarena Bruner es amiga mía.

– Extraña amistad. Una monja y la mujer de un banquero que escandaliza a Sevilla…

Gris Marsala lo miró con dureza:

– Eso tiene muy poca gracia.

Se había revuelto, tenso el rostro, y él movió la cabeza, conciliador, seguro de haber ido demasiado lejos. Más allá del puro interés táctico, sentía la injusticia de su propia reflexión. No juzguéis y no seréis juzgados.

– Tiene razón. Disculpe.

Apartó la vista. Incómodo, preocupado por el desliz, intentaba aclarar las causas de su propia impertinencia. Los reflejos de miel y el collar de marfil sobre la piel de Macarena Bruner rondaban su memoria, inquietantes. De nuevo afrontó a Gris Marsala. Ahora ya no parecía furiosa, sino apenada:

– No la conoce como yo.

– Desde luego.

Quart asintió despacio, a modo de disculpa, y dio unos pasos en busca de tregua. Se adentró así en la nave para observar una vez más los andamios contra los muros, la mayor parte de los bancos corridos y puestos en un rincón, la pintura del techo, ennegrecida entre cercos de humedad. Al fondo, junto al retablo en penumbra, brillaba la lamparilla del Santísimo.

– ¿Qué tiene usted que ver con esto?

– Ya se lo dije: trabajo aquí. Soy arquitecto-restauradora de verdad. Titulada. Universidades de Los Ángeles y Sevilla.

Los pasos de Quart resonaban en la nave. Gris Marsala caminó a su lado, silenciosa con sus zapatillas de tenis. Entre las manchas de humedad y humo que ennegrecían la bóveda asomaban restos de pinturas: las alas de un ángel, la barba de un profeta.

– Se han perdido para siempre -dijo la mujer-. Imposible restaurarlas ya.

Quart miraba la grieta que partía la frente de un querubín como un hachazo.

– ¿Es verdad que la iglesia se está cayendo?

Gris Marsala hizo un gesto de fatiga. Parecía haber oído demasiadas veces esa pregunta.

– Es lo que dicen en el Ayuntamiento, el banco y el Arzobispado para justificar el derribo -alzó una mano, abarcando la nave con el gesto-. El edificio está mal y no ha sido cuidado en los últimos ciento cincuenta años; pero su estructura sigue sólida. Ni en los muros ni en la bóveda hay grietas irreversibles.

– Pero al padre Urbizu -objetó Quart- le cayó encima un trozo del techo.

– Sí. Fue ahí, ¿lo ve? -la mujer indicaba un desperfecto de casi un metro de longitud, en la cornisa que circundaba la nave a diez metros de altura-. Ese fragmento de escayola dorada que falta sobre el pulpito. Un caso de mala suerte.

– El segundo caso de mala suerte.

– El arquitecto municipal se cayó del tejado por su cuenta. Nadie le dijo que podía subir allí.

Para tratarse de una monja, el tono de Gris Marsala resultaba poco piadoso al referirse a los difuntos. Lo andaban buscando, parecía el mensaje implícito. Quart reprimió una mueca sarcástica, preguntándose si también ella obtenía oportunas absoluciones del padre Ferro. Pocas veces encontraba uno rebaños tan fíeles al pastor.

– Imagínese -Quart miraba los andamios, suspicaz- que usted no tiene nada que ver con esta iglesia, y yo le digo: hola, buenas, hágame el informe técnico.

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