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– Lo de Peñuelas, el arquitecto municipal, está claro -Navajo movía dos dedos por el borde de la mesa. imitando la supuesta forma de caminar del difunto-. Estuvo media hora paseándose por el tejado de la iglesia en busca de argumentos para el expediente de ruina, y al final se apoyó en una barandilla de madera que hay junto al campanario… La madera estaba podrida, cedió, y Peñuelas se fue abajo para ensartarse en un tubo metálico a medio montar, igual que esos pollos en los asadores -el subcomisario había dejado de pasear los dedos y ahora alzaba uno como si fuera el tubo, haciéndole caer encima la palma de la otra mano; Quart supuso que la mano representaba al tal Peñuelas en el acto de oficiar como pollo-… Todo ocurrió en presencia de testigos, y la inspección posterior no pudo probar manipulaciones en la barandilla.

El subcomisario bebió otro trago del botellín y se limpió el bigote con el dedo donde se había ensartado el arquitecto Peñuelas. Después le dirigió al sacerdote una sonrisa voluntariosa. Se habían conocido un par de años atrás, durante la visita del Papa. Simeón Navajo era el enlace de la policía sevillana, y ambos se entendieron a las mil maravillas. El enviado de Roma había permitido al subcomisario apuntarse todos los tantos espectaculares como propios, incluida la localización del cura opuesto al celibato que pretendía apuñalar al Santo Padre, y el asunto del Semtex escondido en el cesto de ropa blanca de las hermanitas del Santísimo Sacramento. Eso le valió a Navajo una felicitación personal del ministro del Interior y otra de Su Santidad, una foto en la primera página de los periódicos y la cruz al mérito policial con distintivo rojo. Desde entonces, nadie en Jefatura se había atrevido a seguir apodándolo Miss Magnum por recogerse el pelo en una coleta. La Magnum. del calibre 357 estaba entre papeles, en una bandeja sobre la mesa. Casi nunca se la ponía en funda sobaquera, salvo cuando los fines de semana iba a recoger a sus hijos a casa de su ex mujer. Así, decía, ella lo respetaba más. Y a los crios les gustaba.

Quart le echó una ojeada al lugar. Del otro lado de una mampara de vidrio se veía la cabeza de un magrebí con un ojo a la funerala. Estaba sentado frente a un robusto policía en mangas de camisa que movía los labios con cara de pocos amigos, igual que en una película muda. A este lado de la mampara había en la pared una foto enmarcada del rey, un calendario donde los días transcurridos estaban tachados con saña, un archivador gris con una pegatina de la Expo 92 y otra con la hoja de la marihuana, un ventilador, fotos de delincuentes en un tablón de corcho, una diana con dardos y la pared llena de agujeros alrededor, y un póster con varios policías norteamericanos dándole una paliza de ordago a un negro, bajo la leyenda: Quien bien te quiere te hará llorar.

– ¿Qué hay del padre Urbizu? -preguntó Quart.

El subcomisario se rascaba una oreja. Pareció decepcionado al terminar y mirarse el dedo.

– Tres cuartos de lo mismo, páter. Esta vez no hubo testigos, pero mi gente revisó la iglesia centímetro a centímetro. Tal vez quiso apoyarse en un andamio, o lo movió de forma accidental -se puso a balancear las manos igual que un andamio oscilante, con tanto realismo que él mismo se detuvo, como si aquello le diera vértigo-… El extremo superior del andamiaje tocó, e hizo saltar, un gran trozo de escayola de la cornisa que hay arriba; posiblemente ya estaba suelto y sostenido de milagro, si me permite la frase, por la misma estructura metálica. Con tan mala suerte que en cuanto ésta se movió un poco, los diez kilos largos fueron a caerle encima de la cabeza. Imagino que oyó ruido, miró arriba, y zaca.

El relato iba acompañado de la mímica correspondiente, que el subcomisario concluyó volcando una mano hacia arriba sobre la mesa, como si se tratase del padre Urbizu en el momento de pasar a mejor vida. Después se quedó mirando pensativo su propia mano agonizante, y alargó la otra hacia el botellín.

– También es mala suerte -dijo, reflexivo, tras liquidar la cerveza.

Quart, que había sacado un par de tarjetas para tomar notas, sostuvo en alto la estilográfica:

– Pero ¿por qué se cayó la cornisa?

– Depende -Navajo miraba con recelo las tarjetas. Después empezó a sacudirse miguitas de tortilla de la camisa-. Según Newton, porque como resultante de la atracción terrestre y de la fuerza centrífuga en el movimiento de rotación, cualquier objeto abandonado a sí mismo en las proximidades de la superficie de la tierra adquiere una aceleración vertical, directa, sobre la cabeza de los secretarios de arzobispo que se levantan con el pie izquierdo -miró a Quart, como preguntándole qué tal-. Espero que lo haya anotado bien. Eso para que luego digan que la policía no trabaja según bases científicas.

Quart advertía el mensaje. Se echó a reír, guardando de nuevo tarjetas y estilográfica. El subcomisario lo miraba hacer con ojos inocentes.

– ¿Y según usted?

Navajo encogió los hombros bajo la holgada camisa roja. Nada de aquello era importante, ni secreto, pero saltaba a la vista que deseaba mantener el carácter oficioso. Una vez establecidos los resultados de muerte accidental, Nuestra Señora de las Lágrimas seguía siendo asunto exclusivamente eclesiástico. Corrían rumores sobre las presiones especulativas del ayuntamiento y los bancos, y los jefes del subcomisario eran partidarios de mantenerse al margen. A fin de cuentas, aunque español de origen, sacerdote y viejo conocido del subcomisario, Quart era agente de un Estado extranjero.

– Según nuestros expertos -respondió Navajo- la cornisa se cayó porque el fragmento ya estaba dañado, como lo demostró un estudio pericial posterior. Detectamos una bolsa de humedad detrás, en la pared, filtrada por unas junturas del tejado durante años y años.

– ¿De veras descartan por completo la intervención humana?

El subcomisario puso cara de guasa, pero se contuvo. Al fin y al cabo, estaba en deuda con Quart.

– Oiga, páter. Aquí, en la policía, al ciento por ciento no descartamos ni que Judas fuera asesinado por alguno de sus once colegas; así que dejémoslo en un noventa y cinco. De cualquier modo es improbable que alguien le dijera a ese infeliz: oye, espera aquí un momento; y después trepase al andamio, arrancara un trozo de cornisa, y se lo dejase caer encima, fiuuuuu, mientras el otro miraba hacia arriba -los dedos del subcomisario habían trepado al andamio, descendido en forma de objeto contundente, y ahora estaban, como se veía venir, inertes sobre la mesa esperando al forense-. Eso sólo pasa en los dibujos animados.

Cuando se despidió del subcomisario, Quart tenía la impresión de que Vísperas había exagerado las cosas. O quizás aquello de que la iglesia matara para defenderse resultaba -en versión libre, singular y simbólica- rigurosamente cierto. Otra cosa era cuantificar la capacidad de liquidar gente molesta que podía tener, intrínsecamente o con auxilio del azar o la Providencia, un decrépito edificio con tres siglos de antigüedad. Pero, llegadas a ese punto, las cosas ya no afectaban a Quart; ni siquiera al IOE. Los aspectos conflictivos de lo sobrenatural corrían por cuenta de otro tipo de especialistas, más próximos a la cofradía siniestra del cardenal Iwaszkiewicz que al rudo centurión encarnado en monseñor Spada. En cuyo mundo -que era el del buen soldado Quart- uno y uno sumaban dos desde que en principio fue el Verbo.

Reflexionaba sobre eso camino de la iglesia, cuando le pareció escuchar pasos a su espalda al internarse en las callejas estrechas de Santa Cruz; pero aunque se detuvo un par de veces no pudo comprobar nada sospechoso. Continuó, procurando mantenerse cerca de la exigua sombra que brindaban los aleros de las casas. El sol caía fuerte en Sevilla, y las fachadas blancas y ocres reverberaban igual que las paredes de un horno, haciendo que la chaqueta negra pesara en los hombros como plomo candente. Si de veras resultaba haber algo al otro lado, se dijo Quart, los sevillanos que fueran en pecado mortal iban a encontrarse como en casa: el infierno ya lo conocían varios meses al año, en la tierra. Al llegar a la pequeña plaza de la iglesia se detuvo junto a la reja de los geranios, envidiando al canario que, en su jaula y a la sombra, mojaba el pico en una ampollita de agua. No había un soplo de aire y todo colgaba inmóvil: los visillos de la ventana, las hojas de las macetas y de los naranjos. Velas en el mar de los Sargazos.

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