– ¿Qué hay del párroco? -la mirada del viejo se había vuelto de nuevo hacia él: un destello de interés bajo la aparente indiferencia-. Dicen que el arzobispo sigue sin estar muy seguro de su cooperación.
– Algo de eso hay -Gavira sonreía diluyendo suspicacias-. Pero tomamos medidas para despejar el problema -miró hacia la otra mesa, a Peregil, e hizo una pausa insegura; entonces comprendió que necesitaba añadir algo, un argumento-… No es más que un anciano obstinado.
Fue una distracción y un error, y lo comprendió al instante. Con visible placer. Machuca se introdujo por la brecha abierta.
– Impropio de ti -lo miraba a los ojos como una serpiente veterana que disfrutara infundiendo temor. Gavira contabilizó en su muñeca otro exceso de diez pulsaciones, por lo menos- Yo también soy anciano, Pencho. Y lo sabes mejor que nadie: aún tengo buenos dientes para morder… Sería peligroso olvidarlo, ¿verdad? -los párpados de rapaz se arrugaron de nuevo-. Cuando tan cerca estás de la meta.
– No lo olvido -resulta difícil tragar saliva sin que el interlocutor lo note, pero Gavira lo hizo dos veces-. En cuanto a ese párroco, entre usted y él no hay punto de comparación.
El banquero movía la cabeza, reprobador.
– Te encuentro bajo de forma, Pencho. Tú, recurriendo al halago.
– Usted no me conoce, don Octavio.
– No digas sandeces. Te conozco muy bien, y por eso has llegado donde has llegado. Y a donde estás a punto de llegar.
– Yo siempre le hablo con franqueza. Incluso cuando no le gusta.
– Te equivocas. Siempre aprecio tu franqueza, tan calculada como todo lo demás. Como tu ambición y tu paciencia… -el banquero miró en el interior de su taza, cual si buscara allí más detalles sobre el carácter de Gavira-. Y en lo que se refiere al punto de comparación, tal vez estés en lo cierto y ese cura y yo no tengamos nada que ver, salvo los años vividos. Lo ignoro. porque no lo conozco. Pero voy a darte un buen consejo, Pencho… ¿Tú aprecias mis consejos, verdad?
– Usted sabe que sí, don Octavio.
– Me alegro, porque éste es de los mejores. Desconfía siempre de un anciano que se aferra a una idea. Es tan raro llegar a viejo con ideas por las que luchar, que los pocos afortunados no se las dejan arrebatar fácilmente -se detuvo como si recordara algo-. Además, creo que las cosas se han complicado, ¿no?… Un cura de Roma y todo eso.
El suspiro de Pencho Gavira sonó a sincero. Quizá lo era.
– Se mantiene usted muy al día, don Octavio.
Machuca cambió una mirada con su secretario, que seguía sentado a la otra mesa, inmóvil frente a Peregil, con la cartera de piel negra sobre las rodillas y la expresión de un ratón jugando al poker. Mudo y ciego hasta nueva orden. Peregil, en cambio, se removía inquieto y lanzaba de soslayo miradas nerviosas a Gavira. La proximidad de don Octavio Machuca, la conversación de éste con su jefe y la presencia imperturbable de Cánovas lo intimidaban.
– Ésta es mi ciudad, Pencho -dijo Machuca-. No sé de qué te extrañas.
Gavira sacó un paquete de tabaco rubio y encendió un cigarrillo. El presidente no fumaba, y él era el único a quien permitía hacerlo en su presencia.
– Tranquilícese -dijo con la primera bocanada de humo-. Todo está bajo control -expulsó una segunda con más lentitud-. Sin cabos sueltos.
– No estoy intranquilo -el banquero movía la cabeza, mirando distraído a la gente que pasaba-. Repito que es tu operación, Pencho. Yo me jubilo en octubre; salga bien o mal, nada de esto cambiará mi vida. Pero sí puede cambiar la tuya.
Con aquello el viejo pareció dar por zanjado el asunto. Bebió el resto de su café con leche, y entonces se volvió de nuevo hacia Gavira:
– Por cierto, ¿qué sabes de Macarena?
Era un golpe bajo. Muy bajo. Y resultaba evidente que lo había estado reservando para el final. Si algún cabo suelto quedaba, era precisamente ése. Gavira miró el kiosco de periódicos y sintió la cólera martillearle el estómago. Porque también resultaba inoportuna la casualidad: justo cuando acababa de encomendarle a Peregil un seguimiento discreto de las andanzas de su mujer, aquellos periodistas del Q+S la veían golfeando con el torero y se inflaban a fotos. Perra suerte y maldita Sevilla.
Había exactamente once bares en los trescientos metros que separaban Casa Cuesta del puente de Triana. La media era uno cada veintisiete metros y veintisiete centímetros, calculó mentalmente don Ibrahim, más acostumbrado a libros y números. Cualquiera de los tres compadres podía recitar la relación completa hacia adelante, hacia atrás, o en orden alfabético: La Trianera. Casa Manolo. La Marinera. Dulcinea. La Taberna del Altozano. Las Dos Hermanas. La Cinta. La Ibense. Los Parientes. El Bar Ángeles. Y el kiosco de Las Flores al final, ya casi en la orilla, junto al azulejo con la Virgen de la Esperanza y la estatua de bronce del torero Juan Belmonte. Se habían detenido en todos y cada uno de ellos a discutir la estrategia, y ahora cruzaban el puente en estado de gracia, evitando pudorosamente mirar a la izquierda, hacia las nefastas edificaciones modernas de la isla de la Cartuja, y recreándose en el paisaje que se ofrecía a la derecha, Sevilla de toda la vida, hermosa y reina mora, con las palmeras a lo largo de la otra orilla, la Torre del Oro, el Arenal y la Giralda. Y casi a tiro de piedra, asomada al Guadalquivir, la plaza de toros de la Maestranza: la catedral del Universo donde la gente iba a rezar a los hombres valientes que la Niña Puñales cantaba en sus coplas.
Caminaban por la acera del puente junto a la barandilla de hierro, hombro con hombro igual que en las viejas películas americanas, con la Niña en el centro y ellos dos, don Ibrahim y el Potro del Mantelete, flanqueándola como leales gentilhombres. Y en el reflejo azul, ocre y blanco de la mañana sobre el río, mecido en los vapores suaves del fino La Ina que había templado generosamente sus espíritus, sonaba un rasgueo de guitarra andaluza que sólo ellos podían escuchar. Una música imaginaria, o tal vez real, que daba a su paso corto y algo precipitado, a la forma en que dejaban a su espalda la familiar Triana para adentrarse en la otra margen del Guadalquivir, la firmeza y decisión de un paseíllo entre sol y sombra a las cinco de la tarde. Don Ibrahim, el Potro y la Niña iban a entrar en campaña; a buscarse la vida en territorio hostil, abandonando la seguridad de sus pastos habituales. Había sido por tanto inevitable que el ex falso letrado, en el bar Los Parientes, creían recordar, levantara el sombrero panamá -que en una ocasión se quitó para abofetear a Jorge Negrete cuando preguntaba aquello de si es que en España no hay machos- y citara solemne a un tal Virgilio. O quizás fuese Horacio. En resumen, un clásico:
Entonces, como lobos rapaces en la oscura tiniebla,
emprendimos camino
hacia el centro
de la flamígera Hispalis.
O algo así. El sol reverberaba en el agua mansa del río. Bajo el puente, una joven de cabello negro y largo remaba en una barquita o una piragua, su estela recta cortando a contraluz aquel destello de orilla a orilla. Al pasar frente a la Virgen de la Esperanza, la Niña Puñales hizo la señal de la cruz ante la mirada, agnóstica pero considerada, de don Ibrahim, que incluso se quitó el puro de la boca por respeto. En cuanto al Potro del Mantelete, también se persignó rápida y furtivamente con la cabeza baja, igual que cuando escuchaba el clarín en plazas miserables de polvo, miedo y moscas, o la campana lo obligaba a separar la espalda del rincón y salir a cuerpo descubierto al centro del ring, mirando las gotas de su propia sangre sobre la lona. Pero en este caso el gesto no iba dirigido a la Virgen, sino al perfil de bronce, el capote y la montera de Juan Belmonte.