– Llegas tarde -objetó el viejo.
No era cierto, y Pencho Gavira lo sabía sin necesidad de mirar el lujoso reloj que llevaba en la muñeca izquierda. Mantener la tensión con un discreto y continuo acoso era algo que había aprendido precisamente de don Octavio Machuca: colocaba a los subordinados en una saludable incertidumbre, evitando que se durmieran en los laureles. Peregil, con la raya en la oreja y los vicios más o menos ocultos, era su inmediato conejillo de Indias.
– No me gusta que la gente llegue tarde -insistió Machuca en voz alta, como contándoselo al camarero de chaleco rayado que aguardaba instrucciones junto a la mesa, bandeja de latón en mano, atento al menor de sus gestos. Por la mañana siempre le reservaban la misma mesa, junto a la puerta del local.
Gavira asintió levemente, asumiendo con calma el sentido de aquellas palabras. Después le pidió una cerveza al camarero, se desabrochó el botón de la americana y fue a sentarse en la silla de mimbre que el presidente del Banco Cartujano indicaba a su lado con un gesto. Tras un par de abyectas inclinaciones de cabeza, Peregil fue a ocupar un asiento en otra mesa más lejana donde Cánovas, el secretario, se había retirado a guardar papeles en una cartera de piel negra. El secretario era un tipo flaco, ratonil. padre de nueve hijos e individuo de moral intachable, que servía al banquero desde los tiempos en que éste pasaba tabaco rubio y perfumes de Gibraltar. Nadie recordaba haberlo visto sonreír nunca, quizá porque el sentido del humor de Cánovas yacía en el panteón de su abarrotado libro de familia. De todos modos el secretario le era antipático, y Gavira acariciaba secretos proyectos sobre su futuro: un despido fulminante cuando el viejo decidiera dejar vacío el despacho del Arenal que apenas pisaba.
Sin decir palabra, mirando como su jefe y protector en dirección al tráfico de gente y automóviles, Gavira esperó hasta que el camarero vino con su cerveza. Bebió un sorbo inclinado hacia adelante, procurando que la espuma no le gotease en la raya perfecta del pantalón, y después se secó los labios con un pañuelo antes de acomodarse de nuevo en el respaldo.
– Tenemos al alcalde -dijo por fin.
Octavio Machuca no movió un músculo de la cara. Miraba al frente, hacia el cartel de la Peña Botica (1935) que blanquiverdeaba el balcón del segundo piso al otro lado de la calle, junto al edificio neomudéjar del Banco de Poniente. Gavira observó las manos huesudas del viejo financiero, largas como garras y moteadas con manchas de vejez. Machuca era muy delgado y muy alto, con una gran nariz tras la que un par de ojos oscuros, siempre rodeados de profundas ojeras como de insomnio permanente, escudriñaban con expresión de ave rapaz acostumbrada a cazar bajo cualquier tipo de cielo, hasta saciarse. Los años no habían impreso en aquellos ojos tolerancia o piedad, sino cansancio. Buzo y contrabandista en su juventud, prestamista en Jerez, banquero en Sevilla antes de cumplir los cuarenta años, el fundador del Banco Cartujano estaba a punto de jubilarse; y su única aspiración conocida era desayunar por las mañanas en la esquina de Sierpes, frente a la Peña Botica y la sede bancaria de la competencia, que el Cartujano acababa de anexionarse tras labrar su ruina palmo a palmo.
– Ya era hora -dijo Machuca.
Seguía mirando al otro lado de la calle, y Gavira no supo si se refería al Banco de Poniente o al asunto del alcalde.
– Anoche cenamos juntos -comentó para confirmarlo, estudiando de reojo el perfil del viejo-, Y esta mañana mantuvimos una conversación telefónica larga y cordial.
– Tú y tu alcalde -murmuró Machuca igual que si se esforzara en situar un rostro vagamente conocido. Cualquier otro podía tomar aquello por un síntoma de senilidad; mas Pencho Gavira conocía a su presidente demasiado bien para incurrir en conclusiones fáciles.
– Sí -confirmó voluntarioso, alerta, atento a cualquier matiz: exactamente el tipo de actitud que le había ayudado a ser lo que era-. Accede a recalificar el terreno y a vendérnoslo acto seguido.
No había triunfo en su voz, siendo legítimo que lo hubiera. Era una regla no escrita en el mundo que ambos compartían.
– Habrá un escándalo -objetó el viejo banquero.
– Le da igual. Dentro de un mes expira su mandato, y sabe que no será reelegido.
– ¿Y la prensa?
– La prensa se compra, don Octavio -Gavira remedó el gesto de pasar páginas con las manos-. O se le dan mejores huesos a roer.
Vio que Machuca asentía, atando cabos. Precisamente Cánovas acababa de guardar en el portafolios un explosivo dossier obtenido por Gavira sobre irregularidades en los subsidios de paro de la Junta de Andalucía. El plan era hacerlo público de forma simultánea, a fin de que actuase como pantalla.
– Sin oposición del Ayuntamiento -añadió- y con la Consejería del Patrimonio Cultural en el bolsillo, sólo queda ocuparnos del aspecto eclesiástico del problema -hizo una pausa en espera de comentarios, pero el viejo permaneció en silencio-. En cuanto al arzobispo…
Dejó la frase en el aire, cauto, ofreciéndole al otro el próximo movimiento. Necesitaba indicios, complicidad, avisos a los navegantes.
– El arzobispo quiere su parte -habló Machuca, por fin-. A Dios lo que es de Dios, ya sabes.
Asintió Gavira con mucho cuidado:
– Naturalmente.
Ahora el viejo banquero se había vuelto a mirarlo.
– Pues dáselo, y santas pascuas.
No era tan fácil, y ambos lo sabían. El viejo cabrón.
– Estamos de acuerdo, don Octavio -puntualizó Gavira.
– Entonces no hay más que hablar.
Machuca movía la cucharilla en su taza de café con leche, volviendo a sumirse en la contemplación del cartel de la Peña Bética. En la otra mesa, ajenos a la conversación, el secretario y Peregil se miraban con hostilidad. Gavira eligió cuidadosamente el tono y las palabras:
– Con todo respeto, don Octavio, sí hay más que hablar. Tenemos entre manos el mejor golpe urbanístico que ha visto Sevilla desde la Exposición Universal de 1992: tres mil metros cuadrados en pleno barrio de Santa Cruz. Y. relacionado con eso, la compra de Puerto Targa por los saudíes. O sea: de ciento ochenta a doscientos millones de dólares. Pero me va usted a permitir que economice lo más posible -bebió un poco de cerveza para mantener el eco del verbo economizar-… No quiero pagar diez a cambio de algo que conseguiremos por cinco. Y el arzobispo se ha puesto a pedir la luna.
– De algún modo habrá que gratificarle a monseñor Corvo el detalle de lavarse las manos -Machuca arrugaba un poco la piel de los párpados, en algo que ni remotamente podía relacionarse con una sonrisa-. O las facilidades técnicas, que dirías tú. No se consigue todos los días que un arzobispo acceda a la secularización de un solar como ése, desahuciar al párroco y derribar la iglesia… ¿No te parece? -había alzado una de sus manos huesudas para enumerarlo todo, pero la dejó caer sobre la mesa con gesto de cansancio-. Eso se llama encaje de bolillos.
– Lo sé perfectamente. Mi trabajo me ha costado, si me permite decirlo.
– Es la razón de que estés donde estás. Ahora págale al arzobispo la compensación que él ha insinuado y zanja esa parte del asunto. A fin de cuentas, el dinero con que trabajas es mío.
– Y de los otros accionistas, don Octavio. Ésa es mi responsabilidad. Si algo aprendí de usted es a honrar mis compromisos sin tirar los cuartos.
El banquero encogió los hombros.
– Como veas. Al fin y al cabo es tu operación.
Lo era para lo bueno y para lo malo. Aquello significaba un recordatorio, pero hacía falta mucho más para descomponerle el temple a Pencho Gavira.
– Todo está bajo control -afirmó.
El viejo Machuca era afilado como una hoja de afeitar. Gavira, que lo sabía de sobra, vio cómo los ojos rapaces iban del cartel bético a la fachada del Banco de Poniente. La operación de Santa Cruz y la de Puerto Targa eran más que un buen negocio: en ellas Gavira se jugaba suceder a Machuca en la presidencia o quedar inerme ante un consejo de administración de viejas familias del dinero sevillano, poco dispuestas hacia los abogados jóvenes, ambiciosos y advenedizos. Sintió cinco pulsaciones de más en la muñeca, bajo la correa de oro del Rolex.