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Ganin dejó de escuchar, y dijo a Klara, que se sentaba frente a él:

– Ayer Liudmila Borisovna me encargó le dijera que la llamara tan pronto regresara del trabajo. Me parece que quiere ir al cine con usted.

Confusamente, Klara pensó: "¿Cómo es posible que hable de Liudmila de esta manera, como si nada tuviera que ver con él, cuando le consta que yo sé lo que ocurre?" A fin de mantener las apariencias, dijo:

– ¡Vaya! ¿La vio usted ayer?

Ganin, sorprendido, levantó las cejas, y siguió comiendo.

– No comprendo su geometría -dijo Podtyagin, mientras cuidadosamente barría con el cuchillo las migajas de pan y las recogía en la palma de la otra mano.

Como muchos viejos poetas, Podtyagin sentía cierta debilidad por los razonamientos de simple sentido común.

– ¿Pero no lo ve? Si es clarísimo. Imagine… -exclamó Alfyorov excitado.

– No lo comprendo -repitió Podtyagin con firmeza.

Echó un poco la cabeza hacia atrás, y se metió en la boca las migajas. Alfyorov extendió las manos, abriendo los brazos, y derribó el vaso de Ganin:

– ¡Mil perdones!

– No se preocupe, estaba vacío.

Con gran énfasis, Alfyorov prosiguió:

– Usted no es un matemático, Antón Sergeyevich, pero yo he dedicado toda la vida a esta ciencia. En otros tiempos solía decir a mi mujer que si yo era un verano ella era una cincoenrama primaveral…

Gornotsvetov y Kolin parecieron deshacerse en amaneradas risas. Frau Dorn se sobresaltó y les miró asustada. Secamente, Ganin dijo:

– En resumen, una flor y una cifra al mismo tiempo.

Sólo Klara sonrió. Ganin se sirvió agua, mientras los demás le observaban. Alfyorov volvió el rostro y miró, brillantes y vacíos de expresión los ojos, a su vecino:

– Efectivamente, mi esposa es una flor extremadamente frágil. Me parece milagroso que haya podido sobrevivir durante estos siete años de horrores. Y tengo la certeza de que llegará aquí alegre y lozana. Usted, que es poeta, Antón Sergeyevich, debiera escribir algo acerca de esto, acerca de la feminidad, de la maravillosa feminidad rusa, más fuerte que todas las revoluciones, y que lo supera todo, que supera las adversidades, el terror…

Kolin susurró al oído de Ganin:

– Ya vuelve a las andadas. Ayer hizo lo mismo. Sólo sabe hablar de su mujer.

Mientras contemplaba a Alfyorov, quien se acariciaba la barba con nerviosos dedos, Ganin pensó: "Hombrecillo vulgar. Su mujer debe de estar loca; es un pecado no ser infiel a un hombre así."

– Hoy tenemos cordero -anunció brusca y secamente Lydia Nikolaevna, mientras miraba disgustada a sus pupilos, que comían el plato de carne, sin concederle la menor importancia.

Alfyorov inclinó la cabeza, a modo de reverencia, por razones ignoradas, y prosiguió:

– Creo que comete usted un error, al no abordar este tema.

Podtyagin movió suave pero firmemente la cabeza, en movimiento de negación.

– Cuando conozca a mi mujer -siguió Alfyorov-, quizá comprenda lo que quiero decirle. A propósito, le gusta mucho la poesía. Me parece que usted y ella estarán de acuerdo en muchas cosas. Y además voy a decirle que…

Kolin miraba de soslayo a Alfyorov, y, subrepticiamente, movía un dedo como si dirigiera una orquesta, al ritmo de sus palabras. Al ver los movimientos del dedo de su amigo, Gornotsvetov se estremecía en silenciosas carcajadas.

Alfyorov iba diciendo:

– Lo más importante es que Rusia está acabada. Ha quedado borrada, igual que si alguien hubiera borrado de una pizarra, con una esponja húmeda, una cara extraña.

Ganin sonrió:

– Pero…

– ¿Le molesta lo que acabo de decir, Lev Glebovich?

– Efectivamente, pero no le impediré que lo diga.

– Significa esto que usted cree…

En su voz calma, arrastrando levemente las eses, Podtyagin terció:

– Por favor, señores, no hablemos de política. No creo que sirva para nada.

Inesperadamente, Klara intervino, toqueteándose el cabello:

– De todos modos, creo que Monsieur Alfyorov no tiene razón.

– ¿Llega el sábado, su esposa? -preguntó con voz inocente Kolin, desde el extremo de la mesa, mientras su amigo Gornotsvetov se llevaba la servilleta a los labios para ocultar la risa.

– Efectivamente, el sábado -replicó Alfyorov, alejando de sí el plato con los restos del carnero.

Sus ojos perdieron el brillo de la lucha y adquirieron expresión reflexiva.

– ¿Sabía usted, Lydia Nikolaevna, que ayer Lev Glebovich y yo quedamos encerrados en el ascensor?

– Peras al horno -replicó Frau Dorn.

Los bailarines se echaron a reír. Abriéndose paso por entre los codos de los comensales, Erika comenzó a llevarse los platos. Ganin enrolló cuidadosamente su servilleta, la metió en el servilletero y se levantó. Nunca tomaba postre.

Mientras volvía a su habitación, pensó: "¡Qué aburrimiento! ¿Qué puedo hacer ahora? Dar un paseo, supongo."

Aquel día, lo mismo que los anteriores, transcurría lentamente, como arrastrándose, en un ocio insípido, carente incluso de aquella ensoñada expectación que tan agradable matiz da a la inactividad. Ahora, la falta de trabajo le irritaba. Levantándose el cuello de un viejo impermeable que había comprado por una libra esterlina a un teniente inglés en Constantinopla (primera etapa del exilio), y metiendo con fuerza los puños en los bolsillos, echó a andar despacio por las pálidas calles abrileñas, en las que nadaban balanceándose las negras cúpulas de los paraguas. Contempló una larga y bella maqueta del Mauritania en el escaparate de una empresa naviera, y también miró los cordeles pintados que unían los puertos de dos continentes en un gran mapa. Al fondo, se veía la fotografía de un paisaje tropical: palmeras color de chocolate contra un cielo castaño claro.

Pasó una hora tomando un café, sentado junto a un gran ventanal, contemplando a los transeúntes. De vuelta a su habitación, intentó leer, pero el contenido del libro le pareció tan ajeno a él y tan flojo, que lo abandonó a mitad de una frase subordinada. Se encontraba en aquel estado que él denominaba de "dispersión de la voluntad". Permaneció inmóvil, sentado ante la mesa, incapaz de decidir qué hacer: cambiar de postura, levantarse de la silla y lavarse las manos, o abrir la ventana, tras la cual el día lluvioso comenzaba a oscurecerse con las sombras de la noche. Se hallaba en un estado de humor horrible y angustiado, parecido a aquel malestar que se experimenta cuando despertamos pero, al principio, no podemos abrir los ojos porque parece que los párpados hayan quedado pegados para siempre jamás. Ganin tenía la sensación de que el triste ocaso que se iba colando gradualmente en su estancia penetraba también poquito a poco en su cuerpo, transformando su sangre en niebla, y se sentía impotente para luchar contra el conjuro del anochecer.

Sí, se sentía impotente debido a que no experimentaba deseo concreto alguno, y esto le torturaba, ya que en vano buscaba un deseo, algo que desear. Ni siquiera era capaz de alargar la mano y encender la luz. La simple transición desde la intención al acto le parecía un imposible milagro. Nada aliviaba su depresión, sus pensamientos discurrían perezosos y sin rumbo, el latido de su corazón era débil, y su ropa interior se le pegaba, de un modo muy desagradable, al cuerpo. Había instantes en que pensaba que debía escribir inmediatamente una carta a Liudmila, explicándole con firmeza que había llegado el momento de romper aquellas horrendas relaciones, pero en el instante siguiente recordaba que aquella noche tenía que ir con ella al cine, y pensaba que le resultaba mucho más difícil llamarla por teléfono y cancelar la cita que escribirle una carta, pensamiento que le impedía hacer las dos cosas.

Mil veces se había jurado que el día siguiente rompería con Liudmila, y no había tenido dificultad alguna en imaginar lo que le diría, aunque era absolutamente incapaz de ver el último instante, aquel en el que le estrecharía la mano y se iría. Esta acción -dar media vuelta y salir- era lo que le parecía inimaginable. Ganin pertenecía al tipo de hombres capaces de conseguir cuanto desean, de alcanzar logros, de destacar, pero era absolutamente incapaz de renunciar, de huir, ya que, al fin y al cabo, lo uno y lo otro son una misma cosa. Se lo impedía cierto sentido del honor, cierto sentido de la piedad, que ablandaban la voluntad de un hombre que, en otros casos, era capaz de cualquier iniciativa creadora, de cualquier esfuerzo, y que emprendía las tareas con entusiasmo y voluntad, alegremente dispuesto a superarlo todo, a triunfar pese a todo.

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