"Es un lindo poemita, pero no puedo recordar el principio y el final, ni tampoco el nombre del autor. Ahora, esperaré tu carta. No sé cómo despedirme de ti. Quizá con un beso. Sí, creo que sí, creo que ya te lo he dado."
Dos o tres semanas después, le llegó la cuarta carta.
"Tu carta me produjo una gran alegría, Lyova. ¡Qué carta tan bonita! Sí, estás en lo cierto, un amor tan intenso y radiante es inolvidable. Dices que darías cuantos días de vida te quedan a cambio de un instante de nuestro pasado, pero yo creo que sería mucho mejor que nos volviéramos a ver y pudiéramos comparar.
"Lyova, si vienes, llama a la centralita telefónica, y pide el número 34. Te contestarán en alemán, porque se trata de un hospital militar alemán. Diles que me avisen.
"Ayer fui a la ciudad, y me divertí un poco. Había mucha alegría, con mucha música y luz. Un hombre muy divertido, con barbita amarilla, se inventó un juego de sociedad en mi honor, y me calificó de reina del baile. Hoy me aburro, me aburro terriblemente. Es una lástima que los días pasen así, tan sin pena ni gloria, tan estúpidamente, pese a que debieran ser, según dicen, los más felices años de nuestra vida. Creo que pronto me convertiré en una hipócrita, perdón, quería decir una hipocondríaca. No, no permitiré que ocurra.
"¡Quiero librarme del yugo del amor,
y esforzarme en dejar de pensar!
¡Quiero beber, beber y beber,
y constantemente el vaso llenar!
"¿No está mal, verdad?
"Escríbeme a vuelta de correo. ¿Vendrás y nos veremos? ¿Imposible? Bueno, es horrible. Pero, ¿a lo mejor puedes? Qué tonterías escribo, ¿cómo puedo pensar que hagas el largo viaje hasta aquí, sólo para verme? ¡Cuánta vanidad! ¿No crees?
"Antes de escribirte, he leído un poema en una vieja revista. Es de Krapovitsky, y se titula «Mi pequeña perla pálida». Me ha gustado mucho. Escribe y cuéntamelo todo. Te mando un beso. Otros versos que también he leído. Son de Podtyagin:
"Sobre el bosque y el río brilla la luna llena,
¡mira el agua móvil, con cuánta belleza destella!"
Ganin musitó:
– Pobre Podtyagin. Es extraño, muy extraño. Si alguien me hubiera dicho que llegaría a conocerle, no lo hubiera creído.
Con una sonrisa, sacudiendo la cabeza, Ganin desplegó la última carta. La recibió la víspera de su partida hacia el frente. Al alba, hacía frío a bordo del buque, aquel día de enero, y el café de bellotas le había dejado medio mareado.
"Eyova, querido Lyova, ¡con cuánta impaciencia he esperado tu carta! Ha sido muy difícil para mí escribirte cartas tan medidas, refrenando mis sentimientos. ¿Cómo he sido capaz de vivir tres años sin ti, cómo me las he arreglado para sobrevivir, sin tener razón alguna para ello?
"Te quiero. Si vienes, te mataré a besos. ¿Recuerdas estos versos?
"Escribid diciéndoles que a mi hijo Lyov
le mando uno y mil besos,
que un casco austríaco de Lvov
pienso regalarle por su cumpleaños,
pero mandad nota aparte a mi padre…
"¡Dios mío, qué lejos están aquellos días de esplendor en que nos amábamos…! Igual que tú, pienso que volveremos a vernos, pero ¿cuándo?, ¿cuándo?
"Te quiero. Ven a mi lado. Tu carta me ha producido tal alegría que aún estoy medio loca, de felicidad…"
Mientras formaba un ordenado montón con las cinco cartas dobladas, Ganin repitió suavemente:
– Felicidad… Esto, precisamente esto: felicidad. Ahora, dentro de doce horas, volveremos a vernos.
Se quedó quieto, inmóvil, sumido en secretos y deliciosos pensamientos. No le cabía la menor duda de que Mashenka seguía amándole, igual que antes. Ganin sostenía las cinco cartas de la muchacha en la mano. Fuera había anochecido, y todo estaba oscuro. En el dormitorio, las asas de las dos maletas lanzaban destellos. La desolada estancia olía a polvo.
Seguía Ganin sentado en la misma postura, cuando a sus oídos llegaron voces en el pasillo junto a la puerta de su cuarto, y, de repente, sin llamar, entró Alfyorov.
Sin dar muestras de la menor inhibición o arrepentimiento, dijo:
– Lo lamento infinito. No sé por qué razón he pensado que se había usted ido ya.
Mientras sus dedos jugueteaban con las cartas dobladas, Ganin contempló, sin expresión en las pupilas, la amarillenta barbita de Alfyorov.
La patrona apareció en la puerta.
Alfyorov torció el cuello. Luego cruzó el dormitorio, con aire de propietario, y dijo:
– Lydia Nikolaevna, es absolutamente necesario que apartemos este maldito trasto, de modo que se pueda abrir la puerta y pasar de un dormitorio a otro. Alfyorov intentó mover el armario, lanzando gruñidos y tambaleándose impotente.
– Permítame -dijo Ganin con alegría.
Se metió la cartera negra en el bolsillo, se puso en pie, se acercó al armario, abrió las manos y escupió en sus palmas.
14
Los negros trenes pasaban rugiendo, y a su paso se estremecían las ventanas de la casa. Pasaban con un movimiento parecido al de unos fantasmales hombros sacudiéndose de encima una carga, y montañas de humo se alzaban hacia lo alto, ocultando el cielo nocturno. A la luz de la luna, los tejados ardían con un suave y metálico resplandor. Y bajo el puente de hierro despertó una sonora y negra sombra cuando el tren negro lo cruzó rugiente, despidiendo una parpadeante cadena de luz a lo largo de su cuerpo. El metálico rugido y la masa de humo parecieron traspasar la casa, que temblaba entre la brecha por la que pasaban los raíles, como líneas trazadas por un dedo iluminado por la luna, a un lado, y la calle cruzada por un puente que esperaba el rugido del próximo tren, al otro. La casa era como un espectro sobre el que se podía poner la mano para estrujarlo.
En pie junto a la ventana del dormitorio de los bailarines, Ganin contemplaba la calle. Mate brillaba el asfalto, negras y encogidas figuras iban de un lado para otro, desaparecían en las sombras y volvían a surgir a la luz oblicua de los escaparates. En una ventana sin cortinas de la casa frontera, se veían destellos de cristal y marcos dorados, en un ambiente color de ámbar. Y en aquel instante una elegante sombra negra cerró las persianas.
Ganin dio medio vuelta. Kolin le ofreció, tembloroso, un vaso de vodka.
La estancia estaba iluminada por una pálida y algo extraña luz, debido a que los ingeniosos bailarines habían cubierto la lámpara con una pieza de seda color malva. En la mesa, en medio de la habitación, las botellas despedían un brillo violáceo, el aceite brillaba en las abiertas latas de sardinas, y había bombones envueltos en papel de plata, un mosaico de porciones de salchicha y pastelillos de carne.
Sentados a la mesa estaban: Podtyagin, pálido y átono, con la amplia frente cubierta de gotas de sudor; Alfyorov, luciendo una corbata de seda nueva; y Klara, con su sempiterno vestido negro, lánguida y arrebolada, a causa del barato licor de naranja ingerido.
Gornotsvetov, sin chaqueta, y con una sucia camisa de seda de cuello abierto, sentado en el borde de la cama, afinaba una guitarra que había conseguido sabía Dios dónde. Kolin no dejaba de moverse ni un instante, ocupado en escanciar vodka, licores, pálidos vinos del Rhin, moviendo cómicamente las caderas, mientras su delgado torso, aprisionado en una prieta chaqueta azul, permanecía casi inmóvil.
Alzó los ojos para dirigir una tierna mirada a Ganin, y le formuló la consabida pregunta, en tono de amable reproche: