Литмир - Электронная Библиотека
A
A

4

El martes por la mañana se despertó tarde, con cierto dolorcillo en las piernas. Clavó el codo en la almohada, incorporándose, y lanzó uno o dos suspiros, sorprendido y maravillado al recordar con deleite lo ocurrido anoche.

La mañana era suave, neblinosamente blanca. Los cristales de la ventana temblaban al impulso de un activo ajetreo.

De un salto abandonó decidido la cama, y comenzó a afeitarse. Hoy, esta tarea le proporcionaba un especial placer. La gente que se afeita se rejuvenece un día todas las mañanas. Hoy, Ganin tenía la impresión de haberse rejuvenecido, exactamente, nueve años. Suavizado por el jabón, el pelo que surgía de su tensa piel crepitaba cuando caía bajo el acero de la hoja de afeitar. Mientras se afeitaba, Ganin movía las cejas, y después, mientras estaba en pie en la bañera y se rociaba el cuerpo con el agua fría de la jarra, sonreía de alegría. Se peinó el húmedo cabello negro, se vistió a toda prisa y salió a la calle.

Salvo los bailarines que por lo general no se levantaban hasta la hora del almuerzo, los restantes pupilos pasaban la mañana fuera de la pensión. Alfyorov había ido a visitar a un amigo con el que estaba empezando un negocio. Podtyagin había acudido a la comisaría de policía para conseguir el visado de salida. Klara, que llegaría tarde al trabajo, esperaba el tranvía en una esquina, sosteniendo contra el pecho una bolsa de papel con naranjas.

Muy tranquilo, Ganin subió al segundo piso de una casa que le era muy conocida y tocó el timbre. Sin quitar la cadena, una criada abrió la puerta, miró hacia fuera y dijo que Fräulein Rubanski todavía dormía.

– Da igual, he de verla -dijo Ganin.

Metió la mano por entre la puerta y el quicio, y quitó la cadena. La criada, muchacha gruesa y pálida, musitó algo con indignado acento, pero Ganin la echó a un lado de un codazo y, con la misma decisión, avanzó por la penumbra del corredor y golpeó una puerta.

– ¿Quién es? -preguntó Liudmila con la voz algo ronca del despertar.

– Soy yo. Abre.

Oyó el sonido de sus pasos, descalza, camino de la puerta. Liudmila dio vuelta a la llave, y, antes de mirar a Ganin, volvió corriendo a la cama y se cubrió. Era evidente que, oculta, sonreía, esperando que Ganin se acercara.

Pero Ganin se quedó en medio del cuarto, y allí estuvo bastante rato, en silencio, haciendo sonar la calderilla que llevaba en los bolsillos de su impermeable.

Bruscamente, Liudmila dio un cuarto de vuelta, quedando boca arriba, y abrió los brazos delgados y desnudos, riendo. Las horas de la mañana no la favorecían. Tenía el rostro pálido e hinchado, y el amarillo cabello de punta. Con los ojos cerrados, le invitó:

– ¡Ven! ¡Ven aquí!

Ganin hizo sonar la calderilla. En voz tranquila dijo:

– Escucha, Liudmila.

Liudmila se sentó en la cama, con los ojos muy abiertos:

– ¿Ha ocurrido algo?

Ganin le dirigió una dura mirada y contestó:

– Sí. Creo que me he enamorado de otra. He venido para decirte adiós.

Liudmila parpadeó, se abrieron y cerraron sus pestañas apelmazadas por el sueño, y se mordió el labio.

– Y esto es todo -dijo Ganin-. Lo siento, pero nada puedo hacer. Digámonos adiós. Creo que es lo mejor.

Liudmila se cubrió el rostro con las manos, y se dejó caer de cara contra la almohada. La colcha azul cielo comenzó a caer sobre la peluda alfombrilla blanca. Ganin la cogió y la colocó en la debida posición. Luego paseó por la habitación, cruzándola un par de veces.

– La criada no quería dejarme entrar -dijo.

Liudmila yacía de espaldas, con la cara enterrada en la almohada, quieta, como muerta.

– La verdad es que esta criada nunca ha sido demasiado amable conmigo -dijo Ganin.

Luego, al cabo de unos instantes, añadió:

– Deberíais apagar la calefacción. Ya es primavera.

Fue desde la puerta al armario blanco con espejo de cuerpo entero, y se puso el sombrero.

Liudmila seguía inmóvil. Ganin se quedó un rato más, la miró en silencio, y después, produciendo un leve sonido, como si se aclarara la garganta, salió del dormitorio.

Esforzándose en caminar sin hacer ruido, recorrió rápidamente el largo pasillo, se equivocó de puerta, y, al abrirla, se encontró en un cuarto de baño. Vio un peludo brazo y oyó un rugido de león. Dio rápidamente media vuelta y, después de volver a ver a la atontada criada, ocupada ahora en quitarle el polvo a un busto de bronce, en el vestíbulo, comenzó a descender, por última vez, los peldaños de piedra de la poco empinada escalera. Abajo, el portalón al fondo de la entrada estaba abierto de par en par, ofreciendo la visión del patio interior, en el que un tenor vagabundo cantaba a todo volumen una canción rusa, del Volga, en alemán.

Al escuchar aquella voz, vibrante como la mismísima primavera, y al ver el coloreado dibujo de los cristales de la ventana abierta -un ramo de rosas cúbicas, y un abanico de plumas de faisán-, Ganin se sintió libre.

Anduvo despacio, y fumando, por la calle. Hacía tiempo fresco, fresco como la leche. Ante su vista se alzaban blancas nubes deshilachadas, en el espacio azul entre las casas. Siempre que veía nubes avanzando aprisa, se acordaba de Rusia, pero ahora no necesitaba nubes para recordarla. Desde anoche, no había pensado más que en Rusia.

El delicioso hecho íntimo ocurrido anoche había sido la causa de que todo el calidoscopio de su vida variara, y había evocado el pasado de un modo avasallador.

Se sentó en un banco de un jardín público, e inmediatamente el amable compañero que le había seguido, su gris sombra ancestral, se tumbó a sus pies y comenzó a hablar.

Ahora que Liudmila ya había desaparecido, Ganin podía escuchar a su propia sombra.

Hacía nueve años. Verano de 1915, una casa de campo, tifus. La convalecencia del tifus era pasmosamente agradable. Parecía que uno estuviera tumbado sobre un colchón de aire que se ondulaba constantemente. Cierto era que de vez en cuando le dolía el bazo, y que todas las mañanas venía una enfermera, especialmente traída de San Petersburgo, y le frotaba la insensible lengua, aún adormilada, con un algodón empapado de oporto. La enfermera era una mujer muy baja, de suaves senos y manos pequeñas y competentes. De ella emanaba un olor húmedo y frío, de solterona. Le gustaba emplear en su habla giros campesinos y alguna que otra palabra japonesa aprendida en la guerra de 1904. Tenía cara de campesina, del tamaño de un puño, con marcas de viruela y nariz pequeña. De su cofia no escapaba ni un solo cabello.

Uno yacía como si debajo tuviera aire. A la izquierda, la cama quedaba aislada de la puerta por un biombo de color tostado, en forma ondulada, hecho con cañas. Muy cerca de él, en el rincón de la derecha, estaba la caja de los iconos: tras el vidrio, veía las morenas caras de las imágenes, velas de cera y un crucifijo de coral. Una de las dos ventanas, la más alejada, recibía directamente los rayos del sol, y la cabecera de la cama parecía apoyarse en la pared, para alejarse de ella empujando, en tanto que los pies apuntaban con sus adornos de latón a la otra ventana, y en cada uno de los adornos había una burbuja de luz que parecía capaz de despegar de un momento a otro, para cruzar el aposento y perderse en el profundo cielo de julio por el que se deslizaban hacia lo alto esplendentes e hinchadas nubes. La primera ventana, en la pared de la derecha, se abría sobre un tejado inclinado, de pálido color verde. El dormitorio se encontraba en el segundo piso, y este tejado era el del ala de una sola planta en la que había la cocina y se alojaba la servidumbre. Por la noche, estas ventanas quedaban cubiertas por los blancos postigos.

La puerta detrás del biombo conducía a la escalera, y a lo largo de la misma pared en que se abría la puerta había una brillante estufa blanca y un anticuado palanganero, con cisterna y grifo en forma de pico de ave: se oprimía con el pie un pedal de latón, y del grifo salía un chorrito de agua. A la izquierda de la ventana que daba al tejado, había una cómoda de caoba, con cajones que costaba mucho abrir, y una pequeña cama turca.

8
{"b":"116573","o":1}