No sabía dónde podía encontrarla o abordarla, en qué revuelta de la carretera, si en este matorral o en el otro. La muchacha vivía en Voskresensk, y salió a pasear aquella misma soleada y solitaria tarde en que lo hizo Ganin, y exactamente a la misma hora. Ganin la vio desde lejos, e inmediatamente sintió una mano helada en el corazón. La muchacha caminaba aprisa, iba con falda azul, y había metido las manos en los bolsillos de su chaqueta de sarga también azul, con blanca blusa debajo. Cuando Ganin, como una suave brisa, llegó a su lado, únicamente vio los pliegues de tela azul moviéndose a uno y otro lado, y el lazo de seda negra, como dos alas extendidas. Cuando la rebasó, no miró el rostro de la muchacha, sino que fingió prestar absorta atención a su pedaleo, pese a que, un minuto antes, al imaginar su encuentro, se había jurado que sonreiría y la saludaría. En aquellos tiempos, Ganin pensaba que la muchacha forzosamente tenía que ostentar un nombre insólito y sonoro, pero cuando se enteró, por el estudiante antes mencionado, de que se llamaba Mashenka, no se sorprendió en absoluto, como si lo hubiera sabido de antemano, y aquel nombre sencillo tomó para él un nuevo sonido, adquirió un entrañable significado.
– Mashenka, Mashenka -musitó Ganin.
Hizo una profunda inhalación, y, sin soltar el aire, escuchó el latir de su corazón. Eran las tres de la madrugada aproximadamente, ya no pasaban trenes y la casa parecía haber detenido sus constantes movimientos. En la silla, con los brazos hacia delante, como los de un hombre fulminado en el instante de rezar sus oraciones, se veía, colgando en la oscuridad, la vaga y blanca forma de la camisa usada aquel día.
– Mashenka -repitió Ganin.
Intentaba dotar a estas sílabas de la musicalidad que en otros tiempos habían encerrado -el viento, el murmullo de los postes de telégrafo, la felicidad-, juntamente con otro secreto sonido que daba a la palabra su verdadera vida. Ganin yacía boca arriba, y escuchaba el pasado. En aquel instante, desde la habitación contigua llegó a sus oídos un bajo, dulce, inoportuno sonido: ta-ta, ta-ta. Alfyorov esperaba el sábado.
7
El día siguiente, miércoles, por la mañana, Erika introdujo su zarpa en la habitación 2 de abril, y arrojó al suelo un sobre color malva. Con indiferencia, Ganin reconoció la letra grande, vulgar y muy regular. El sello había sido pegado al revés, y el grueso pulgar de Erika había dejado su grasienta huella en uno de los ángulos. El sobre estaba impregnado de perfume, y Ganin pensó que perfumar una carta era algo parecido a rociarse con esencia los zapatos para cruzar la calle. Hinchó las mejillas, lanzó un bufido, y se metió el sobre en el bolsillo, sin abrirlo. Pocos minutos después, lo extrajo, le dio un par de vueltas entre los dedos y lo arrojó sobre la mesa. Luego paseó por la estancia, cruzándola un par de veces.
En la pensión todas las puertas estaban abiertas. Los sonidos de los trabajos caseros de la mañana se mezclaban con el ruido de los trenes, que aprovechaban las corrientes de aire para atravesar más rápidamente todas las habitaciones. Ganin, que se quedaba en casa por las mañanas, solía barrer su habitación y hacerse la cama. Ahora, de repente, se dio cuenta de que aquél era el segundo día que no limpiaba su dormitorio. Salió al pasillo, en busca de una escoba y un plumero. Con un cubo en la mano, Lydia Nikolaevna se deslizó a su lado, como un ratón, y, al pasar, le preguntó: -¿Le ha dado Erika la carta?
Ganin afirmó en silencio, y cogió un cepillo de largo mango, que descansaba encima de la cómoda. En el espejo del vestíbulo, vio, reflejado, el interior del cuarto de Alfyorov, cuya puerta estaba abierta de par en par. En la soleada habitación -aquel día, el tiempo era maravilloso-, un cono de radiante polvo cruzaba el ángulo de la mesa escritorio, y Ganin imaginó con angustiosa claridad las fotografías que, primeramente, le había mostrado Alfyorov, y que, luego, había examinado a solas, con tanta emoción, hasta que Klara le impidió seguir haciéndolo. En aquellas fotos Mashenka era exactamente tal como la recordaba, y ahora le parecía terrible que su pasado estuviera encerrado en el cajón de otro hombre.
El reflejo en el espejo se desvaneció con un portazo, cuando Lydia Nikolaevna salió de la estancia y emprendió el recorrido del pasillo a pasitos cortos.
Con el cepillo en la mano, Ganin regresó a su dormitorio. Sobre la mesa reposaba el rectangular cuadrángulo color malva. En una rápida asociación de ideas, provocada por el sobre y por el reflejo de la mesa escritorio en el espejo, recordó aquellas viejas cartas que guardaba en una cartera negra, en el fondo de la maleta, junto con la pistola automática que se había traído de Crimea.
Cogió el sobre alargado, abrió de un codazo la ventana, y con sus fuertes dedos rasgó en cruz la carta, rompió las porciones en porciones más menudas, y las arrojó al viento. Lanzando reflejos, los copos de nieve de papel descendieron volando al soleado abismo. Un fragmento se posó en el alféizar, y en él leyó Ganin porciones de mutiladas líneas:
ego, puedo olv
mor. Sólo rueg
si has de ser f el
De un manotazo lo arrojó al patio que olía a carbón, a primavera y a anchos espacios abiertos. Aliviado, encogió los hombros y comenzó a limpiar el dormitorio.
Luego, oyó cómo los restantes pupilos regresaban, uno tras otro, para almorzar. Oyó la alta risa de Alfyorov, y también oyó cómo Podtyagin musitaba algo suavemente. Y poco después, Erika salía al pasillo y atizaba el correspondiente golpe al gong.
Mientras se dirigía al comedor, coincidió en el pasillo con Klara, quien le dirigió una aterrorizada mirada. Ganin esbozó una sonrisa tan amable y hermosa que Klara pensó: "¡Qué importa que sea ladrón! ¡No hay nadie que se le pueda comparar!" Ganin abrió cortésmente la puerta; Klara bajó la cabeza y pasó ante él, entrando en el comedor. Los otros ya estaban sentados en sus lugares, y Lydia Nikolaevna, sosteniendo en una de sus minúsculas manos una formidable sopera, servía tristemente sopa con la otra.
Podtyagin tampoco había tenido éxito aquel día. Realmente, el pobre viejo no tenía la suerte de cara. Los franceses le habían dado permiso para entrar en su país, pero los alemanes, por ignoradas razones, no le dejaban salir del suyo. Entre una cosa y otra, ahora tan sólo le quedaba el dinero suficiente para pagar los gastos de viaje, y si aquel lío burocrático duraba una sola semana más, Podtyagin tendría que comenzar a gastar el dinero en subsistir, con lo cual no le llegaría para efectuar el viaje a París. Mientras se comía la sopa, Podtyagin explicó, en términos de exagerada jocosidad, en modo alguno alegre, cómo le habían mandado de un departamento a otro, cómo había sido incapaz de explicar lo que quería, y cómo, por fin, un fatigado y exasperado funcionario le había echado a gritos.
Ganin alzó la vista y dijo:
– Si me lo permite, mañana le acompañaré, Antón Sergeyevich. Me sobra tiempo. Le ayudaré a entenderse con ellos.
El alemán de Ganin era, realmente, muy bueno. Podtyagin replicó:
– Gracias, hombre, se lo agradezco.
Y volvió a advertir, igual que el día anterior, el insólito optimismo que había en el rostro de Ganin.
– Es como para llorar, ¿sabe? -añadió-. He hecho cola durante dos horas, total para regresar con las manos vacías. Muchas gracias, Lyovushka.
Alfyorov comenzó a decir:
– Mucho me temo que mi esposa tropiece también con dificultades…
Y, entonces, a Ganin le ocurrió algo que jamás le había ocurrido. Sintió que un intolerable rubor le cubría el rostro y le producía picores en la frente, igual que si hubiera bebido demasiado vinagre. Mientras se dirigía al comedor, no había pensado en la posibilidad de que aquella gente, los fantasmas de su vivir entre sueños de exiliado, pudiera hablar de su propia vida real y referirse a Mashenka. Con horror y vergüenza recordó que, en su ignorancia, anteayer, a la hora del almuerzo, se había reído, juntamente con los otros, de la esposa de Alfyorov. Y ahora cabía la posibilidad de que alguien volviera a hacerlo.