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– Pues yo sólo sueño en cosas hermosas, en los mismos bosques, en las mismas casas de campo… A veces, todo está un poco desolado, con ausencias extrañas, pero esto poco importa. Tenemos que apearnos aquí, Antón Sergeyevich.

Ganin bajó por la escalera en espiral, y ayudó a Podtyagin a saltar a la calle. Con los cinco dedos extendidos, Podtyagin indicó el canal, y, jadeante, observó:

– Fíjese cómo brilla el agua.

– Cuidado, cuidado con esa bicicleta. El consulado está ahí, a la derecha.

– Por favor, Lev Glebovich, acepte mi más sincero agradecimiento. Solo, jamás hubiera podido solucionar tantos problemas de papeleo. Me siento muy aliviado, mucho. Adiós, adiós, Deutschland.

Entraron en el edificio del consulado. Mientras subían las escaleras, Podtyagin comenzó a buscar en sus bolsillos. Ganin, que iba delante, se volvió y dijo:

– Vamos, no nos detengamos…

Pero el viejo siguió buscando.

12

Sólo cuatro huéspedes se sentaron a la mesa, para almorzar. Alegremente, Alfyorov dijo:

– ¿Dónde están nuestros dos amigos? Imagino que tampoco habrán tenido suerte hoy.

Alfyorov rebosaba placer anticipal. La víspera había acudido a la estación y se había enterado de la hora exacta en que estaba prevista la llegada del rápido del norte: las ocho y cinco. Hoy había cepillado y limpiado su traje, y había comprado un par de puños de camisa y un ramillete de lilas. Sus asuntos económicos parecían ir por buen camino. Antes del almuerzo había sostenido una entrevista, en un café, con un severo caballero de cara totalmente rasurada, que le había ofrecido un empleo indudablemente remunerativo. La mente de Alfyorov, muy habituada al manejo de cifras, estaba ahora preocupada por un número formado por una unidad y una fracción decimal: ocho coma cero cinco. Este era el porcentaje de felicidad que, por el momento, el destino le había concedido. Y mañana… Alfyorov alzó los ojos, suspiró e imaginó con cuánta anticipación acudiría a la estación, imaginó también su espera en el andén, la llegada del tren…

Después del almuerzo, Alfyorov desapareció, igual que los bailarines, quienes salieron a comprar, disimuladamente y excitados como dos mujercitas, la comida y las bebidas para la celebración de la fiesta anunciada.

Solamente Klara se quedó en la pensión. Tenía jaqueca, y le dolían los delgados huesos de sus gruesas piernas, lo que no dejaba de ser inoportuno, teniendo en cuenta que hoy era su cumpleaños. Klara pensó: "Hoy cumplí veintiséis años, y mañana Ganin se va. Es un mal hombre, engaña a las mujeres y es capaz de cometer delitos. Se atreve a mirarme a los ojos, con toda tranquilidad, pese a que le consta que le vi mientras estaba robando dinero. Sin embargo, es un hombre maravilloso, y me paso literalmente todo el día pensando en él. Sí, a pesar de que no puedo forjarme la menor esperanza."

Se miró al espejo. Su rostro estaba más pálido que de costumbre. Bajo el mechón de cabello castaño que le caía sobre la frente le había salido una leve erupción, y además tenía ojeras. No podía soportar más el vestido de brillante seda negra que llevaba todos los días, sin excepción. Junto a la costura de una de sus medias oscuras, transparentes, llevaba un visible cosido. Y uno de sus zapatos tenía el tacón torcido.

Podtyagin y Ganin regresaron hacia las cinco de la tarde. Klara oyó sus pasos y se asomó al pasillo. Pálido como la muerte, con el abrigo abierto, la corbata y el cuello de la camisa en la mano, Podtyagin entró en silencio en su dormitorio y cerró la puerta con llave. En un susurro, Klara preguntó a Ganin:

– ¿Qué ha pasado?

Ganin chasqueó la lengua:

– Ha perdido el pasaporte y ha tenido un ataque cardíaco, aquí, delante de esta casa. Me ha costado Dios y ayuda conseguir que subiera las escaleras. Desgraciadamente, el ascensor no funciona. Hemos buscado el pasaporte por toda la ciudad.

– ¡Voy a verle! ¡Necesita consuelo!

Al principio, Podtyagin no quería dejarla entrar. Cuando por fin el viejo abrió la puerta, Klara vio la ofuscada y triste expresión de su rostro y emitió un gemido. Con melancólica sonrisa, Podtyagin dijo:

– ¿Se lo han dicho? Soy un pobre viejo idiota. Todo estaba ya arreglado, y entonces yo voy y…

– ¿Dónde lo dejó, Antón Sergeyevich?

– Ahí está el meollo de la cuestión. Lo tiré. Licencia poética: pasaporte elidido. "La nube con calzones", de Mayakovski. Un gran cretino, esto es lo que soy.

Para animarle, Klara dijo:

– Quizás alguien lo encuentre.

– Imposible. Es el destino. No hay modo de escapar al destino. Estoy condenado a no abandonar esta ciudad. Estaba previsto.

Se sentó pesadamente:

– No me encuentro bien, Klara. Ahora, hace un momento, en la calle, me he quedado sin respiración, y he pensado que había llegado el final. Dios mío, ya no sé qué hacer, salvo palmar de una vez.

13

Ganin había regresado a su dormitorio, donde comenzó a hacer las maletas. De debajo de la cama sacó dos maletas de cuero, una de ellas con funda a cuadros, y la otra sin protección, de cuero castaño, con pálidas marcas de etiquetas despegadas, y vació el contenido en el suelo. Luego, de la móvil y chirriante oscuridad del armario extrajo un traje negro, un pequeño montón de ropa interior y un par de botas pesadas, de color castaño y con clavos de latón. De la mesilla junto a la cama sacó, en dos o tres veces, una variopinta colección de diversos objetos: apelotonados pañuelos sucios, hojas de afeitar con manchas de herrumbre alrededor de sus circulares orificios, periódicos viejos, gemelos amarillentos como dientes de caballo, un calcetín de seda roto, desemparejado…

Se quitó la chaqueta, se puso en cuclillas junto a aquel triste y polvoriento montón de desechos, y comenzó a separar lo que pensaba llevarse de lo que pensaba tirar.

Primeramente puso en la maleta el traje y la ropa interior. Después, la pistola automática y unos pantalones de montar, muy desgastados en la parte del trasero.

Mientras se preguntaba qué iba a meter a continuación, reparó en una cartera negra que había caído debajo de la silla, cuando volcó las maletas en el suelo. La cogió, y se disponía a abrirla, sonriente al pensar en su contenido, cuando se dijo que debía terminar cuanto antes de hacer las maletas, por lo que se metió la cartera en el bolsillo trasero del pantalón, y comenzó a arrojar, al azar, los diversos objetos en las dos maletas abiertas: arrugadas prendas interiores sucias, libros rusos que sólo Dios sabía cómo habían ido a parar a sus manos, y todas aquellas cosas insignificantes pero en cierto modo inapreciables que tan conocidas nos son a la vista y al tacto, y cuya única virtud radica en que permiten que la persona condenada a huir sin cesar se encuentre como en su casa, aunque la sensación sea muy leve, cuando saca de las maletas esos perecederos y humanos deshechos por centésima vez.

Después de llenar las maletas, Ganin las cerró, las puso en pie, una al lado de la otra, y llenó la papelera con los cadáveres de los viejos periódicos. Echó una ojeada al dormitorio, ya vacío, y salió para saldar cuentas con la patrona.

Cuando Ganin entró, Lydia Nikolaevna leía, tiesamente sentada en un sillón. La perra dachshund abandonó deslizándose la cama, y comenzó a retorcerse junto a los pies de Ganin, en un arrebato de histérica devoción.

Lydia Nikolaevna se entristeció al darse cuenta de que, en esta ocasión, Ganin realmente se disponía a partir. Sentía simpatía hacia la alta y tranquila figura de aquel pupilo. Lydia Nikolaevna solía acostumbrarse a la presencia de sus huéspedes, y en su inevitable partida veía algo emparentado con la muerte.

Ganin le pagó la pensión de la semana anterior, y besó su mano, leve como una hoja seca.

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