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Por menos de un pitillo las reventaría.

Vamos, vamos, Lev Glebovich, no se ponga usted así. ¿No sería mejor que nos distrajéramos con algún juego de sociedad? Sé algunos magníficos, yo mismo me los invento. Por ejemplo, piense un número de dos guarismos. ¿Ya está?

– Gracias, no juego -repuso Ganin y, acto seguido, pegó dos puñetazos a la pared.

La voz de Alfyorov ronroneó:

– El conserje lleva horas durmiendo. De nada sirve golpear la pared.

– Pero reconocerá usted que no podemos pasar la noche aquí, ¿verdad?

– Pues parece que no nos va a quedar otro remedio. ¿No le parece que hay cierto simbolismo en nuestro encuentro, Lev Glebovich? Cuando estábamos pisando tierra firme no nos conocíamos. Luego, resulta que los dos nos dirigimos a casita al mismo tiempo, y entramos juntos en este ingenio. A propósito, el suelo es terriblemente delgado, y debajo no hay más que un pozo oscuro. Pues bien, como iba diciendo, los dos entramos sin decirnos ni media palabra, sin conocernos, ascendemos en silencio, y, de repente, se para. Y la oscuridad.

Con lúgubre acento, Ganin preguntó:

– ¿Y qué hay de simbólico en esto?

– Bueno, pues el hecho de que nos hayamos quedado parados, inmóviles, en esta oscuridad. Y el hecho de que estemos esperando. Hoy, durante el almuerzo, ese individuo, ¿cómo se llama?, el viejo escritor, ah, sí, Podtyagin, me ha estado hablando del sentido de esa vida de emigrantes que llevamos, de esta constante espera. Usted ha pasado el día fuera, ¿verdad, Lev Glebovich?

– Sí, he salido de la ciudad.

– ¡La primavera…! ¡Qué bonito debe estar el campo!

La voz de Alfyorov dejó de oírse durante unos instantes, y, cuando volvió a sonar, había en ella un desagradable tonillo, debido seguramente a que el hombre sonreía:

– Cuando mi mujer esté aquí, la llevaré a ver el campo. Le entusiasma pasear. Me parece que la patrona me ha dicho que su habitación quedaría libre el próximo sábado, ¿es así?

– Efectivamente -repuso Ganin con sequedad.

– ¿Se va de Berlín?

Olvidando que en la oscuridad era invisible, Ganin afirmó con un movimiento de cabeza. Alfyorov rebulló en el asiento, lanzó uno o dos suspiros, comenzó a silbar una dulzona tonada, dejó de silbarla, volvió a silbarla… Así pasaron diez minutos, hasta que oyeron un "clic", arriba.

– Menos mal -dijo Ganin con una sonrisa.

En el mismo instante se encendió la bombilla en el techo, y la móvil y zumbante cabina quedó inundada de luz amarillenta. Alfyorov parpadeó, igual que si hubiera despertado. Llevaba un viejo abrigo de color de arena, uno de esos abrigos llamados de entretiempo, y sostenía en la mano un sombrero hongo. Iba con el cabello, escaso y rubio, algo despeinado, y en sus facciones había ciertos matices que recordaban las estampas religiosas: la dorada barbita y el modelado de su flaco cuello que quedó al descubierto al quitarse el pañuelo con puntitos de vivos colores.

De un tirón, el ascensor subió hasta el descansillo del cuarto piso y se detuvo. Mientras abría la puerta, Alfyorov dijo sonriente:

¡Un milagro! Pensaba que alguien habría oprimido el botón, pero veo que no hay nadie. Usted primero, Lev Glebovich.

Pero Ganin, con una mueca de impaciencia, empujó suavemente a Alfyorov, y salió tras él, desfogándose por el medio de cerrar ruidosamente la puerta de hierro. Nunca se había sentido tan irritado.

– Un milagro -repitió Alfyorov-. Hemos subido, sin que aquí haya nadie. También es simbólico, eso.

2

La pensión no sólo era rusa sino también desagradable. Y era desagradable, principalmente, debido a que durante todo el día y parte de la noche se oía el paso de los trenes del Stadtbahn, lo que creaba la impresión de que el edificio entero se desplazara lentamente. El vestíbulo, en una de cuyas paredes colgaba un macilento espejo con una repisa para dejar en ella los guantes, y en el que había un perchero de roble situado de tal modo que era inevitable que cuantos por allí pasaran se pelaran las espinillas al chocar con él, daba paso a un estrecho pasillo. A uno y otro lado de este pasillo había tres estancias, con grandes números negros pegados en las puertas. Estos números eran simplemente hojas del calendario del año pasado, concretamente las correspondientes a los seis primeros días de abril de 1923. Primero de abril -la primera puerta a la izquierda- era el dormitorio de Alfyorov, la siguiente era la del dormitorio de Ganin, en tanto que la tercera correspondía a la patrona, Lydia Nikolaevna Dorn, viuda de un hombre de negocios alemán que, veinte años atrás, se la había traído desde Sarepta a Berlín, y que había fallecido hacía un año de fiebre cerebral. En las tres habitaciones de la derecha -desde el cuatro al seis de abril-, vivían Antón Sergeyevich Podtyagin, viejo poeta ruso; Klara, muchacha de opulento busto e impresionantes ojos de color castaño azulenco; y, por fin, en el dormitorio seis, al final del pasillo, dos bailarines de ballet, Kolin y Gornotsvetov, los dos soltando siempre risitas de muchacha, con las narices empolvadas y muslos muy musculosos. Al término de la primera porción del pasillo estaba el comedor, con una litografía de la Ultima Cena en la pared que daba frente a la puerta, y las amarillas calaveras con cuernos de unos ciervos alineadas sobre un aparador de redondeadas líneas bulbosas. En este aparador se veía un par de jarrones de cristal, otrora los dos objetos más limpios de la casa, pero actualmente empañados por una capa de graso polvo.

Después del comedor, el pasillo formaba un ángulo recto a la derecha. Allí, en aquellas trágicas y malolientes profundidades, se ocultaba la cocina, un pequeño dormitorio para la criada, un sucio cuarto de baño y un estrecho W. C, en cuya puerta había dos rojos ceros, privados del guarismo inmediato anterior con el que habían indicado el número correspondiente a dos domingos, en el calendario de sobremesa de Herr Dorn. Un mes después de la muerte de este señor, Lydia Nikolaevna, mujer pequeñita, algo sorda y dada a inofensivas excentricidades, alquiló un piso y lo convirtió en pensión. La forma en que distribuyó allí los escasos muebles y cachivaches heredados demostró un ingenio indiscutible aunque un tanto mezquino. Distribuyó las mesas, las sillas, los chirriantes armarios y los duros divanes en las habitaciones que pensaba alquilar. Los diversos muebles, en otros tiempos con aspecto simplemente marchito, una vez separados tomaron el aspecto de huesos de un esqueleto desmontado. La mesa escritorio de su difunto esposo, monstruo de roble con una escribanía de hierro colado en forma de sapo, y con un cajón central profundo cual bodega de buque de carga, fue a parar a la estancia número 1, ocupada actualmente por Alfyorov, en tanto que el sillón giratorio originariamente destinado a dicha mesa, fue separado de ella, y vivía ahora, solitario y huérfano, en la habitación número 6, la de los bailarines. También los dos sillones verdes que formaban pareja fueron arrancados el uno del otro; uno de ellos penaba en la habitación de Ganin, y el otro estaba al servicio de la propia patrona o de su vieja perra dachshund, gorda, negra, con morro grisáceo y orejas pendulares, de extremos aterciopelados como los bordes de las alas de las mariposas. La estantería para libros del dormitorio de Klara estaba adornada con los primeros volúmenes -pocos- de una enciclopedia, cuyos restantes tomos se hallaban en poder de Podtyagin. Klara también disfrutaba del único palanganero decente, con su espejo y cajoncitos. En las otras estancias sólo había un rectangular armatoste de madera, con una jofaina de hojalata y una jarra del mismo material. Sin embargo, la patrona se había visto obligada a comprar camas. Esto enojó a Frau Dorn, no porque fuese, así, agarrada, sino debido a que el modo en que había distribuido su mobiliario le había llegado a producir un cierto placer, un cierto orgullo de su ingenio y sentido económico. Ahora que era viuda y que su cama matrimonial era demasiado espaciosa para ella sola, Frau Dorn lamentaba no poderla aserrar, convirtiéndola en las distintas partes de dos camas. Ella misma se ocupaba de limpiar cuidadosamente las habitaciones, pero no era capaz de cuidar de la cocina, por lo que tenía una cocinera, terror del vecino mercado, formidable marimacho de cabello rojo, que los viernes se encasquetaba un sombrero carmesí y se iba a navegar a toda vela por el barrio del norte de la ciudad, donde procuraba explotar sus hinchados encantos. A Lydia Nikolaevna le daba miedo entrar en la cocina. En general, era una mujer silenciosa y timorata. Cuando sus piececillos, calzados con zapatos de punta roma, la llevaban pasito a paso a lo largo del pasillo, los pupilos tenían siempre la impresión de que aquel ser gris y de corta nariz no era la patrona, sino una viejecita algo chocha que había entrado por error en un piso ajeno. Todas las mañanas, doblada por la cintura, como una muñeca de trapo, barría apresuradamente el polvo que se depositaba debajo de los muebles, y después desaparecía en su dormitorio, que era el menor entre cuantos había en la casa. Allí leía viejos libros alemanes, o examinaba los papeles y documentos dejados por su difunto marido, sin comprender ni jota de su contenido. La única persona que entraba en el cuarto de la patrona era Podtyagin, quien acariciaba afectuosamente a la perra, le tocaba las orejas y el grano que tenía en el hocico, e intentaba que se sostuviera erecta y ofreciera la pata doblada. Hablaba con Lydia Nikolaevna, le contaba sus penas y dolores de anciano, y le explicaba que llevaba seis meses intentando conseguir el visado para ir a París, donde vivía una sobrina suya, y donde las largas y crujientes barras de pan y el vino tinto eran tan baratos. La vieja señora afirmaba con movimientos de cabeza, y, de vez en cuando, le formulaba preguntas acerca de los otros pupilos, en especial Ganin, a quien la patrona consideraba muy distinto de los otros jóvenes rusos que se habían alojado en su pensión. Después de vivir tres meses en la pensión, ahora Ganin se disponía a dejarla, e incluso había dicho que su habitación quedaría libre el próximo sábado. Ganin había proyectado irse varias veces, aunque siempre había cambiado de parecer y había demorado su partida. Por lo que el amable y viejo poeta le había dicho, Lydia Nikolaevna sabía que Ganin tenía novia. Y ahí radicaba el problema.

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