Alfyorov iba diciendo:
– Sin embargo, mi esposa es una mujer eficiente, sabe defenderse sola. Sí, sí, mi mujercita sabe cuidarse.
Kolin y Gornotsvetov se miraron y rieron. En silencio, con expresión grave, Ganin formó una bola de pan. Poco le faltó para levantarse y abandonar el comedor. Con esfuerzo, consiguió dominarse a tiempo. Alzó la cabeza y se obligó a sí mismo a mirar a Alfyorov. Se preguntó cómo había sido Mashenka capaz de contraer matrimonio con aquel individuo de rala barbita y redondeada nariz reluciente. Y la idea de que estaba al lado del hombre que había acariciado a Mashenka, que conocía sus labios, sus frases graciosas, su risa, sus movimientos, y que ahora la estaba esperando, este pensamiento le pareció terrible, pero al mismo tiempo experimentó cierto orgullo al recordar que había sido primeramente a él, y no a su marido, a quien Mashenka había entregado su profunda e incomparable fragancia.
Después del almuerzo fue a dar un paseo, y, en su curso, cogió un autobús y subió al piso superior. Abajo desfilaban los árboles, pequeñas figuras negras se movían en todas direcciones sobre el brillante asfalto iluminado por el sol, el autobús rugía y se balanceaba, y Ganin tenía la impresión de que aquella ciudad extranjera que iba pasando ante él no era más que una serie de imágenes de cinta cinematográfica. Cuando regresó a la pensión, vio a Podtyagin en el acto de llamar a la puerta de Klara, y Podtyagin le pareció asimismo un fantasma, un ser raro y carente de importancia.
Mientras tomaba el té en compañía de Klara, Anton Sergeyevich indicó con la cabeza la puerta y dijo:
– Parece que nuestro amigo vuelve a estar enamorado. ¿No será de usted?
Klara volvió la cara. Su amplio busto se alzó y descendió. No podía creer que fuese verdad. Era algo que la atemorizaba, sí, porque la aterraba la idea de que Ganin fuera un hombre que se dedicaba a saquear los cajones de los escritorios ajenos. Sin embargo, la pregunta de Podtyagin no dejó de halagarla.
– ¿No estará enamorado de usted, Klarochka? -repitió Antón Sergeyevich, sin dejar de soplar el té, y dirigiendo a la muchacha una mirada oblicua, a través de los cristales de sus gafas de pinza.
Bruscamente, y segura de que podía revelar este secreto a Podtyagin, Klara repuso:
– Ayer rompió sus relaciones con Liudmila.
El viejo afirmó con la cabeza, sorbió el té con regodeo y dijo:
– Es lo que me parecía. No podía el muchacho tener un aspecto tan radiante así, sin más. Un clavo saca a otro clavo. Adiós muy buenas a la antigua novia, y adelante con la nueva. ¿Ha oído lo que me ha propuesto mientras almorzábamos? Mañana vamos a ir juntos a las oficinas de la policía.
Con acento reflexivo, Klara dijo:
– Esta tarde la veré. ¡Pobrecilla! Por teléfono parecía más muerta que viva.
Podtyagin soltó un suspiro:
– ¡Ah, la juventud! Esa muchacha sabrá superar el golpe. No ha pasado nada grave. En el fondo, mejor para todos. En fin, Klarochka, ya soy viejo y no tardaré en dejar este mundo.
– ¡Dios mío, qué tonterías dice, Antón Sergeyevich!
– No, no son tonterías. Anoche tuve otro ataque. Había momentos en que tenía el corazón en la boca, y al instante siguiente me parecía que estuviera debajo de la cama.
– ¡Pobre! ¡Debiera acudir al médico! -dijo Klara, angustiada.
Podtyagin sonrió:
– Era broma. En realidad, últimamente me encuentro mucho mejor. No he tenido ataque alguno. Me lo he inventado para ver cómo esos ojazos se hacían aún más grandes. Si estuviéramos en Rusia, Klarochka, no faltaría algún médico rural o algún adinerado arquitecto que le hiciera la corte. Dígame, ¿ama a Rusia?
– Mucho.
– Bien. Estamos obligados a amar a Rusia. Sin el amor de los emigrados, Rusia está acabada. Allí nadie la ama.
– Tengo veintiséis años. Me paso todas las mañanas escribiendo a máquina, y cinco días por semana trabajo hasta las seis de la tarde. Me fatigo mucho, y me siento muy sola en Berlín. ¿Cree que esto durará mucho, Antón Sergeyevich?
Podtyagin suspiró:
– No lo sé, querida. Si lo supiera se lo diría. También yo trabajé. Fundé una revista, aquí. Y de este esfuerzo, nada me ha quedado. Sólo ruego a Dios que me permita ir a París. Allí hay más libertad que aquí, y la vida es más fácil. ¿Qué cree, podré ir a París?
– ¡Claro que sí, Antón Sergeyevich! Mañana se le solucionarán todos los problemas.
– Allí la vida es más libre… y más barata -dijo Podtyagin, mientras con la cucharilla cogía una porción de azúcar que no se había disuelto, pensando que en aquel poroso pedazo de azúcar había algo entrañablemente ruso, algo parecido a la nieve fundiéndose en primavera.
8
Desde el punto de vista de las ocupaciones cotidianas, los días de Ganin eran más vacíos desde que había roto sus relaciones con Liudmila, pero, por otra parte, ahora el no tener nada que hacer había dejado de aburrirle. Estaba tan absorto en sus recuerdos que no se daba cuenta del paso del tiempo. Su sombra se alojaba en la pensión de Frau Dorn, mientras su verdadera persona se encontraba en Rusia volviendo a vivir sus recuerdos como si fueran realidad. Para él, el tiempo se había convertido en el fluir de los recuerdos que iban acudiendo gradualmente a su memoria. Y pese a que sus amores con Mashenka, en aquellos lejanos tiempos, no habían durado solamente tres días, o una semana, sino mucho más, no notaba Ganin discrepancia alguna entre el transcurso del tiempo real y el de aquel otro tiempo en el que revivía el pasado, debido a que su memoria no tenía en cuenta todos los instantes, y prescindía de los períodos que no merecían ser recordados, iluminando únicamente los momentos relacionados con Mashenka. De esta manera no se daba discrepancia alguna entre el curso de la vida pasada y el de la vida presente.
Parecía que su pasado, en aquella forma perfecta que había adoptado, discurriera con regularidad por el cauce de su cotidiano vivir en Berlín. Fuera lo que fuese lo que Ganin hiciera ahora, aquella otra vida se adaptaba constantemente a ello.
No se trataba de simples recuerdos, sino de un vivir mucho más real, mucho más intenso que el de su sombra en Berlín. Eran unos maravillosos amores que iba desarrollando con auténtico cariño.
Hacia la segunda semana de agosto, en el norte de Rusia ya hay ciertas características otoñales en el aire. De vez en cuando, una hoja pequeña y amarilla cae de la copa de un abedul; los anchos campos, después de la cosecha, tienen una esplendorosa vaciedad otoñal. A lo largo del lindero del bosque, allí donde la tierra queda cubierta por la alta grama, esplendente al viento, que ha escapado a la guadaña de los segadores, embrutecidas abejas duermen sobre los almohadones que para ellas son las oscuras flores de la escabiosa. Y, entonces, una tarde, en el pabellón del parque…
Sí, el pabellón. Se alzaba sostenido por postes de madera medio podridos, sobre una hondonada, y a él se llegaba, por ambos lados, a lo largo de dos puentes cubiertos de una resbaladiza capa de agujas de pino.
En sus pequeñas ventanas en forma de diamante había cristales multicolores. De manera que si uno miraba a través de un cristal azul el mundo parecía helado en trance lunar; a través de un cristal amarillo, todo parecía extremadamente alegre; mirando por el cristal rojo, el cielo era de color de rosa, y el follaje oscuro como el borgoña. Había algunos cristales rotos, con sus cortantes bordes unidos por telarañas. El interior del pabellón estaba pintado de blanco. Los veraneantes de las vecinas dachas que ilegalmente entraban en el parque de la finca habían escrito palabras a lápiz en las paredes y en la mesa plegable.
Un día, Mashenka y dos de sus amigas, bastante feúchas, también penetraron en el pabellón. Primeramente, Ganin las alcanzó en el sendero que avanzaba siguiendo el margen del río, y pasó tan cerca de ellas, con la bicicleta, que las amigas de Mashenka se apartaron dando gritos. Casi rodeó el parque, y luego lo cruzó por la parte media. Por entre las hojas, desde lejos, vio cómo entraban en el pabellón. Dejó la bicicleta apoyada en el tronco de un árbol, y fue allá.