En voz lenta y ruda, dijo:
– Esto es propiedad privada. Incluso hay un cartel que lo dice, en la verja.
Nada contestó Mashenka, limitándose a mirarlo con rasgados ojos traviesos. Indicó con el dedo, Ganin, una de las medio borradas frases escritas a lápiz, y dijo:
– ¿Sois vosotras las que habéis escrito esto?
La frase decía: "El día tres de julio, Mashenka, Lida y Nina, aguardaron en este pabellón a que pasara una tormenta de rayos y truenos."
Las tres se echaron a reír, y él también rio. Se sentó en la mesa junto a la ventana, y se quedó allí balanceando las piernas. Con disgusto, advirtió que se había rasgado el negro calcetín, a la altura del tobillo. Bruscamente, Mashenka indicó el rosado orificio en la seda, y dijo:
– Mirad… ¡Ha salido el sol!
Hablaron de las tormentas con rayos y truenos, de los veraneantes de las dachas, del tifus que él acababa de pasar, del gracioso estudiante en el hospital militar y del concierto.
Mashenka tenía adorables cejas siempre en movimiento, piel morena, cubierta de una finísima y lustrosa pelusa que daba un matiz especialmente cálido a sus mejillas; las aletas de su nariz se movían mientras hablaba entre cortas carcajadas, sin dejar de chupar una brizna. Hablaba deprisa, con voz grave, con inesperados tonos pectorales, y en la base del cuello se le movía un hoyuelo.
Hacia el atardecer, Ganin acompañó a Mashenka y a sus amigas al pueblo, a lo largo de un sendero, cubierto de hierbajos, que cruzaba el bosque. En el momento en que pasaban ante un viejo banco con una pata rota, Ganin les dijo muy serio:
– Los macarrones crecen en Italia, y, cuando son pequeños, les llaman vermicelli, lo cual significa, en italiano, lombrices como estas que tienen los niños.
Quedaron en que, el día siguiente, las llevaría a las tres de paseo en barca. Pero Mashenka compareció sola. Ya en la débil y móvil plataforma sobre el agua, Ganin quitó la ruidosa cadena con que la barca estaba amarrada. Se trataba de una pesada embarcación de caoba. Quitó la lona que la cubría, atornilló los topes de los remos, extrajo éstos de la larga caja y colocó en el soporte de acero el gobernalle del timón.
A lo lejos, se oía el constante rumor del agua del molino. Cabía distinguir desde allí la espuma que el agua producía en su caída y el resplandor dorado-rojizo de los troncos de los pinos que flotaban cerca del salto.
Mashenka se sentó al timón. Apoyando uno de los garfios en la plataforma, Ganin empujó la barca hacia fuera y comenzó a remar lentamente, al hilo de la orilla, donde densos arbustos provocaban en el agua reflejos negros y nubes de libélulas de color azul oscuro revoloteaban de un lado para otro. En zig-zag, para evitar las islillas de algas, como un brocado, penetró en la boca del río, mientras Mashenka sostenía en una mano los dos extremos del cordel del timón, y mantenía la otra en el agua, intentando arrancar las brillantes puntas amarillas de los lirios. Mashenka iba frente a él, sentada en popa, y se acercaba y alejaba alternativamente, con su chaqueta azul marino, que dejaba ver una fina blusa que respiraba al unísono con ella.
Ahora, el río reflejaba el pardo color de la tierra, en la orilla izquierda, en la que, más arriba, crecían pinos y oscuros arbustos racimosos. En la roja tierra escarpada de la orilla había fechas y nombres grabados, y, en un lugar, alguien, hacía diez años, había grabado un gran rostro con pómulos prominentes. Contrariamente, la orilla derecha formaba una suave cuesta, con purpúreas manchas de brezo entre los abedules. Una fresca oscuridad envolvió la barca cuando pasó bajo el puente. Desde arriba, llegó a sus oídos el pesado sonido de cascos y ruedas, y, cuando la barca salió deslizándose en las aguas de bajo el puente, la deslumbrante luz del sol reverberó en las puntas de los remos, e iluminó el carro cargado de heno que estaba cruzando el puente y una verde ladera coronada por los blancos pilares de una casa de campo alejandrina. Luego, un oscuro bosque llegaba hasta las aguas, en una y otra orilla, y la barca entró con un leve murmullo en la zona de plantas fluviales.
En casa nadie se enteró, y la vida prosiguió su amable curso, conformada a las conocidas costumbres veraniegas, apenas influenciada por la lejana guerra que ya duraba un año. Unida por un pasillo cubierto a una de las alas de la mansión, la vieja casa verde grisácea, de madera, con vidrios policromos en sus mellizas galerías, miraba hacia el lindero del parque y los anaranjados dibujos de los senderos del jardín, que enmarcaban la exuberancia de la negra tierra de los parterres. En la sala de estar, con sus blancos muebles, los tomos marmóreos de viejas revistas encuadernadas reposaban sobre la mesa cubierta con paño bordado con rosas, y el amarillo suelo de madera parecía rebosar del inclinado espejo en marco ovalado, y los daguerrotipos de las paredes parecían escuchar, cuando el piano vertical revivía sonoramente. Al atardecer, el alto mayordomo con chaqueta azul y guantes de algodón transportaba a la galería una lámpara de pantalla de seda, y Ganin regresaba a casa para tomar el té en la iluminada galería, con estera de esparto, y los negros laureles junto a los peldaños de piedra que conducían al jardín.
Ahora veía a Mashenka todos los días, al otro lado del río, donde la desierta y blanca mansión se alzaba sobre la verde colina, y donde probablemente había otro parque, mayor y más selvático que aquel que rodeaba la casa de su familia.
En la parte frontal de aquella otra mansión, bajo los tilos, en una ancha terraza sobre el río, había unos cuantos bancos y una mesa de hierro, con un orificio en el centro, para que por él escapara el agua de la lluvia. Desde allí, uno podía ver, a lo lejos, otro puente que cruzaba un meandro de aguas espumeantes en verde, y la carretera que conducía a Voskresensk. La terraza era el lugar favorito de los dos.
Un soleado atardecer, después de una tormenta, en que se encontraron allí, advirtieron una obscena frase inscrita en la mesa del jardín. Algún palurdo del pueblo había unido sus respectivos nombres con un breve y obsceno verbo que, además, había escrito incorrectamente. La inscripción había sido efectuada con lápiz indeleble, pero la lluvia la había puesto algo borrosa. Sobre la mesa también había ramitas, hojas y aquellos gusanitos de yeso que forman los excrementos de ciertos pájaros.
Y como sea que la mesa era de ellos, por tener carácter sagrado, carácter santificado por sus encuentros, comenzaron los dos, sin pronunciar palabra, con calma, a borrar la frase obscena con puñados de hierbas. Cuando la superficie había adquirido por entero un ridículo color lila, y Mashenka tenía los dedos como si se hubiera dedicado a coger moras, Ganin se alejó y mirando con mucha fijeza, contraídas las pupilas, una cosa verde amarillenta, cálida, suavemente móvil, que en situaciones normales no era más que follaje de tilo, anunció a Mashenka que estaba enamorado de ella desde hacía mucho tiempo.
En aquellos primeros días de amor, se besaron tanto que a Mashenka se le hincharon los labios, y en su cuello, tan cálido bajo el lazo atado al pelo, ostentaba tiernas marcas de vampiro. Mashenka era una muchacha pasmosamente alegre, que reía de pura alegría, y jamás en burla. Le gustaban los juegos de palabras, las frases de doble sentido, los chistes y los versos. Las canciones se le quedaban grabadas en la cabeza durante uno o dos días, y luego las olvidaba, tan pronto eran sustituidas por otras. Por ejemplo, durante sus primeros encuentros, Mashenka no dejó de repetir con mucho sentimiento, con su voz grave:
A Vanya, piernas y brazos le ataron
y al lúgubre calabozo lo arrojaron.
Y, a continuación, decía con su voz de timbre bajo: "¡Qué canción tan bonita…!" Eran los días en que las últimas frambuesas silvestres, empapadas de lluvia, dulces, maduraban en los hoyos. A Mashenka le gustaban mucho estas frambuesas, aunque, en realidad, siempre estaba chupando algo, una brizna, una hoja, el rabo de una fruta. Llevaba caramelos Landrin en los bolsillos, sueltos, pegados entre sí, cubiertos de polvillo y borra. Utilizaba un perfume barato, dulzón, que se llamaba "Tagore". Ahora, Ganin intentó recordar el aroma de aquel perfume, mezclado con los frescos olores otoñales del parque, pero, como todos sabemos, la memoria puede resucitarlo todo salvo los perfumes, pese a que nada hay que resucite con tanta fuerza el pasado como el olor a él asociado.