En los últimos tiempos, Ganin se había convertido en un hombre triste y lúgubre. Hacía poco, Ganin todavía era capaz de ponerse cabeza abajo, caminar apoyándose en las manos, con las piernas elegantemente erectas, como un acróbata japonés, y recorrer un trecho con gracia de velero. Era capaz de levantar una silla con los dientes. Rompía un cordel flexionando los bíceps. Su cuerpo necesitaba constantemente hacer algo, saltar una valla o arrancar un poste, en fin, "hacer el gamberro", como decíamos cuando éramos jóvenes. Sin embargo, ahora, parecía que se le hubiera aflojado algún muelle en el interior de su cuerpo. Incluso iba encorvado, y había confesado a Podtyagin que padecía insomnio "como cualquier hembrecilla neurótica". La noche del sábado al domingo, después de pasar veinte minutos encerrado en el ascensor en compañía de aquel efusivo individuo, había sido especialmente mala para Ganin. El domingo por la mañana estuvo largo rato sentado, desnudo, con las frías manos aprisionadas entre las rodillas, aterrorizado por la idea de que aquel día era otro día, y que tendría que ponerse la camisa, los pantalones, los calcetines -aquellas lamentables prendas impregnadas de sudor y polvo-, y en su mente apareció la imagen de un perro de aguas de circo, uno de esos perros que tan horrible y lastimero aspecto tienen cuando les visten con prendas de ser humano. Su inercia derivaba en parte de encontrarse sin trabajo. Aunque por el momento no tenía necesidad alguna de trabajar, ya que durante el invierno había ahorrado algún dinero. Cierto era que tan sólo le quedaban doscientos marcos… Pero esto se debía a que había gastado más de la cuenta los últimos tres meses.
Al llegar a Berlín, el año pasado, encontró trabajo inmediatamente, y hasta el mes de enero trabajó en diversos empleos. Había llegado a saber lo que significa ir a trabajar a una fábrica, en la amarillenta bruma de primeras horas de la mañana. También sabía cuánto duelen las piernas después de trotar más de diez sinuosos kilómetros diarios por entre las mesas del restaurante Pir Goroy, transportando platos y bandejas. Había tenido otros empleos, y había vendido a comisión cuantos artículos quepa imaginar, como tortas rusas, brillantina y, pura y simplemente, brillantes. Nada había que pudiera ofender su dignidad. Más de una vez había vendido su propia sombra, como muchos de nosotros hemos hecho. En otras palabras, había ido a las afueras de la ciudad para hacer de extra en alguna película que se rodaba en un recinto de feria, donde los chorros de luz surgían con místico siseo de las superficies de los focos que apuntaban como cañones a una muchedumbre de extras, iluminada con mortal esplendor. Los focos disparaban andanadas de asesino resplandor, iluminando la cera pintada de los rostros inmóviles, y expirando después con un "clic", pero durante largo tiempo brillaría, en aquellos complicados cristales, agonizantes ocasos rojizos, nuestra humana vergüenza. El trato estaba cerrado, y nuestras anónimas sombras eran enviadas a todos los lugares del mundo.
Con el dinero que le quedaba tenía bastante para irse de Berlín, pero esto significaba dejar plantada a Liudmila, y Ganin no sabía cómo romper con ella. A pesar de que se había concedido el plazo de una semana para hacerlo, y había comunicado a la patrona que por fin se iría el próximo sábado, consideraba que el paso de la presente semana, e incluso el de la siguiente, nada cambiaría. Entre tanto, en su espíritu crecía con gran fuerza un sentimiento que bien podría llamarse nostalgia invertida, es decir, ardiente deseo de encontrarse en otro país desconocido. Desde su ventana podía ver las vías del ferrocarril, por lo que la oportunidad de irse jamás dejaba de estar ante su vista. Cada cinco minutos, un sutil temblor comenzaba a estremecer la casa, y tras el temblor se alzaba fuera una gran nube de humo que oscurecía la blanca luz del día berlinés. Una vez más, el humo se disolvía lentamente, revelando las vías del ferrocarril, que iban estrechándose a medida que se alejaban por entre los negros y resquebrajados muros traseros de las casas, bajo un cielo blanco como leche de almendras.
Ganin se hubiera sentido mucho más tranquilo si hubiese ocupado una estancia al otro lado del corredor, si tuviera el dormitorio de Podtyagin o el de Klara, desde cuyas ventanas se veía una calle bastante triste que, a pesar de estar cortada por un paso a nivel, tenía la ventaja de no ofrecer a la vista pálidas y seductoras distancias. Las vías del paso a nivel eran continuación de aquellas que Ganin veía desde su ventana, por lo que nunca pudo desprenderse de la idea de que los trenes pasaban, invisibles, a través de la casa. El tren llegaba por el otro lado, su fantasmal traqueteo estremecía el muro, cruzaba la vieja alfombra, rozaba el vaso en el palanganero, y finalmente desaparecía por la ventana, produciendo un escalofriante fragor, seguido al instante por una nube de humo junto a la ventana, en su parte exterior, y a medida que estas sensaciones se debilitaban, el convoy del Stadtbahn surgía como expelido por la casa: vagones de sucio color oliváceo, con una fila de oscuros pezones de perra en las techumbres, y una robusta y menuda locomotora, enganchada por el extremo contrario al normal, desplazándose dinámica hacia atrás arrastrando los vagones camino de la blanca lejanía, entre los inexpresivos muros cuya capa de oscuro tizne se iba desprendiendo a trozos o estaba manchada por viejos anuncios. Parecía que una corriente de hierro, y no de aire, cruzara sin cesar la casa.
– ¡Irme de aquí…! -musito Ganin, mientras se desperezaba tranquilamente.
Pero dejó de hacerlo al pensar: ¿Qué haré con Liudmila? Se había convertido en un ser ridículamente flojo. Tiempo hubo (en los días en que caminaba cabeza abajo, sobre las manos, o saltaba sobre cinco sillas, una al lado de la otra) en que no sólo dominaba su voluntad, sino que incluso jugaba con ella. Por ejemplo, tiempo hubo en que, para ejercer la voluntad, abandonaba la cama a media noche, salía a la calle y arrojaba una colilla en un buzón de correos. Sin embargo, ahora ni siquiera era capaz de decir a una mujer que ya no la amaba. Anteayer, Liudmila había pasado cinco horas en el dormitorio de Ganin. Ayer, domingo, Ganin había pasado todo el día en compañía de Liudmila, junto a los lagos de las afueras de Berlín, incapaz de negarle esta ridícula excursioncilla. Ahora, en Liudmila, todo le repelía: su cabello amarillento, rizado a la moda, las dos mechas de cabello negro que le salían en la parte baja del cogote y que no se afeitaba, sus párpados oscuros y lánguidos, y sobre todo sus labios relucientes de lápiz rojo-púrpura. Ganin experimentó repulsión y aburrimiento cuando Liudmila, mientras se vestía, después de haber hecho los dos mecánicamente el amor, achicó las pupilas, lo que le dio inmediatamente una expresión desagradable y marchita, y le dijo:
– Tengo tanta sensibilidad que en cuanto dejes de quererme un poco, me daré cuenta.
Sin contestar, Ganin le dio la espalda y miró a través de la ventana, donde se acababa de alzar un muro de humo blanco. Entonces, Liudmila emitió una risita nasal, y en un ronco susurro le dijo:
– Ven aquí.
En aquel instante, Ganin sintió deseos de oprimirse los dedos, para producir chasquidos con las articulaciones, y sentir un delicioso dolor, y decir a Liudmila: "Vete, mujer, y adiós para siempre". Pero no lo hizo, sino que sonrió y se acercó a ella. Con las puntas de las uñas, tan duras que parecían artificiales, le recorría Liudmila el pecho, y componía un mohín, y parpadeaba moviendo arriba y abajo sus pestañas negras como el carbón, interpretando el papel de muchachita ofendida o de marquesa caprichosa. Pese a que Liudmila sólo tenía veinticinco años, a Ganin le pareció que el olor de su cuerpo era viejo, rancio, pasado. Cuando Ganin rozó con sus labios la ardiente y estrecha frente de Liudmila, ella se olvidó de todo, olvidó aquella falsedad que llevaba a su alrededor como el perfume de su cuerpo, la falsedad de su habla de niña de corta edad, olvidó sus exquisitos sentimientos, su pasión por imaginadas orquídeas, así como por Poe y Baudelaire, a quienes jamás había leído, olvidó sus fingidos encantos, su amarillo cabello a la moda, los tristes polvos que llevaba en la cara, y sus medias de seda de ofensivo color de rosa, y, echando atrás la cabeza, oprimió contra el cuerpo de Ganin sus patéticas débiles y no deseadas carnes.