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Molesto y avergonzado, Ganin sintió una estúpida ternura, un melancólico rastro de calor dejado allí donde el amor había pasado fugazmente, que le indujo a besar sin pasión el pintado caucho de los ofrecidos labios de Liudmila, aun cuando esta ternura no consiguió acallar la calma y sarcástica voz que le aconsejaba: ¡Ahora, intenta ahora desembarazarte de ella!

Con un suspiro, sonrió dulcemente al rostro alzado, y no se le ocurrió nada que decir cuando Liudmila le cogió por los hombros, y le suplicó en una voz insegura, muy distinta al nasal susurro en ella habitual, de manera que parecía haber puesto todo su ser en las palabras:

– Por favor, di, ¿me quieres?

Pero tan pronto Liudmila notó su reacción -la conocida sombra, el involuntario ceño-, recordó que lo aconsejable era fascinar a Ganin con poesía, perfume y sensibilidad, y comenzó a interpretar aquel papel que oscilaba entre el de pobre muchachita y sutil cortesana. Una vez más el aburrimiento dominó a Ganin, quien comenzó a pasear por la estancia, yendo de la ventana a la puerta y de la puerta a la ventana, y vuelta a la puerta, saltándosele casi las lágrimas al intentar bostezar con la boca cerrada, mientras Liudmila se ponía el sombrero y observaba subrepticiamente a Ganin, a través del espejo.

Klara, muchacha tranquila, con desarrollado busto, siempre vestida de seda negra, sabía que la novia de Ganin le visitaba en su aposento, y siempre que Liudmila le explicaba confidencialmente sus relaciones amorosas, Klara se sentía inhibida y molesta. Klara estimaba que las emociones de este género debían mantenerse en una mayor intimidad, prescindiendo de colores de arco iris y de estridencias de violines. Pero le parecía todavía más intolerable que su amiga, entornando los párpados y echando el humo de su cigarrillo por la nariz, le describiera con horrenda exactitud los detalles todavía cálidos, tras lo cual Klara tenía horribles y vergonzosos sueños. Últimamente, Klara procuraba evitar a su amiga por temor a que ésta terminara impidiéndole experimentar esa formidable y siempre gozosa sensación que, delicadamente, se llama "ensueño". A Klara le gustaban los rasgos duros, levemente arrogantes, de Ganin, como le gustaban sus ojos grises con brillantes rayas, como flechas que surgían de las pupilas insólitamente grandes, y sus cejas espesas y muy negras, que, cuando fruncía el ceño o escuchaba atentamente, formaban una sola línea negra, pero que se desplegaban como delicadas alas cuando una poco frecuente sonrisa descubría por un instante sus dientes centelleantes y fuertes. Estas facciones tan pronunciadas habían impresionado a Klara hasta el punto de que perdía el aplomo cuando se hallaba en presencia de Ganin, y no podía decir cosas que le hubiera gustado decir, y no dejaba ni un instante de toquetearse el ondulado cabello castaño que le cubría la mitad de la oreja, o de arreglar la disposición de los pliegues de seda negra sobre su busto, lo que era causa de que adelantara el labio inferior, y de que quedara de relieve su sotabarba. De todos modos sólo veía a Ganin una vez al día, en la hora del almuerzo, excepto un día que cenó con él y con Liudmila en la mísera casa de comidas en que éste solía cenar salchichas y sauerkraut o carne de cerdo fría. En el almuerzo, en el horrible comedor de la pensión, Klara se sentaba ante Ganin, ya que la patrona situaba a sus huéspedes en la mesa por el mismo orden, más o menos, en que se encontraban sus dormitorios. Por lo tanto, Klara se sentaba entre Podtyagin y Gornotsvetov, mientras que Ganin se sentaba entre Kolin y Alfyorov. La frágil y triste figurilla negra de Frau Dorn parecía fuera de lugar y un tanto desolada en la cabecera de la mesa, entre los perfiles de los dos afectados y empolvados bailarines, que le hablaban con muchos dejes y jeribeques. Debido, en parte, a su leve sordera, Frau Dorn hablaba poco, y se preocupaba principalmente de que la formidable Erika trajera y se llevara los platos en el debido momento. Como una hoja seca, la frágil y arrugada mano de la patrona revoloteaba hacia el colgante timbre, y amarilla y marchita, volvía al punto de partida.

Cuando Ganin entró en el comedor, el lunes, hacia las dos y media de la tarde, todos los pupilos estaban ya sentados. Al verle, Alfyorov le dirigió una sonrisa de bienvenida y se levantó de la silla, sin abandonar su puesto, pero Ganin no le ofreció la mano y se sentó a su lado, saludándole con un movimiento de cabeza, después de haber lanzado una maldición in mente contra su molesto vecino. Podtyagin, viejo limpiamente vestido, de aire sencillo, que parecía tragar en vez de comer, iba ingurgitando sopa ruidosamente, mientras con la otra mano se sujetaba la servilleta remetida en el cuello de la camisa, a fin de que no cayera en el plato. Miró por encima de los cristales de sus gafas de pinza, y, tras emitir un vago suspiro, volvió a aplicarse a la ingestión de sopa. En un momento de franqueza, Ganin le había confesado su deprimente aventura amorosa con Liudmila y ahora lamentaba haberlo hecho. Kolin, a la izquierda de Ganin, le pasó con trémulo cuidado el plato de sopa, dirigiéndole una mirada tan aduladora, y con tal sonrisa en sus ojos extrañamente velados, que Ganin se sintió incómodo. Entretanto, a su derecha, la untuosa vocecilla de tenor de Alfyorov había reanudado su parloteo, con el que parecía contradecir algo dicho por Podtyagin, quien se sentaba frente a él:

– Se equivoca, Antón Sergeyevich, al criticar este país. Es un país extremadamente culto que no puede compararse con la vieja y atrasada Rusia.

Con un amable destello en los cristales de sus gafas, Podtyagin se volvió hacia Ganin:

– Ya puede darme la enhorabuena. Hoy los franceses me han concedido el visado de entrada. Tengo ganas de colocarme la gran banda de cualquier orden honorífica y visitar al presidente Doumergue.

Tenía una voz insólitamente agradable, suave, sin altibajos, dulce y de tono mate. Su cara gorda y blanca, con la gris perilla bajo el labio inferior y la mandíbula deprimida, ofrecía una tonalidad entre morena y rojiza, y alrededor de sus ojos de mirada serena e inteligente se formaban arrugas de benévola expresión. De perfil parecía un gran cobayo gris.

– Realmente, me alegro -dijo Ganin-. ¿Cuándo se va?

Pero Alfyorov no permitió que el viejo contestara. Con una sacudida, habitual en él, de su cuello flaco, con sus escasos y dorados cabellos, y grande e inquieta nuez, prosiguió:

– Le aconsejo que se quede aquí. ¿Qué tiene en contra de este país? Aquí, las cosas están claras. Francia es tortuosa, y en cuanto a Rusia, bueno, Rusia es absolutamente imprevisible. Me gusta estar aquí. Hay trabajo, y da gusto pasear por las calles. Puedo demostrarle matemáticamente que si algún sitio hay en el que fijar residencia…

Tranquilamente, Podtyagin le interrumpió:

– Sí, pero ¿qué me dice de las montañas de papel, de los cajones de cartón en forma de ataúd, de los interminables archivos, archivos y más archivos? Las estanterías gimen bajo el peso de los archivos. Y el funcionario policial que me ha atendido casi se ha muerto del esfuerzo que ha tenido que hacer para encontrar mi nombre en los archivos. No puede siquiera imaginar (y, al pronunciar esta palabra, Podtyagin movió de un lado para otro la cabeza, lenta y tristemente) todo lo que hay que hacer para salir, sencillamente, de este país. ¡Y si supiera la gran cantidad de formularios que he tenido que llenar…! Por fin, hoy he comenzado a tener esperanzas de que pusieran en mi pasaporte el sello con el visado de salida. Pero no señor, todavía no. Primero necesitaban fotografías, y las fotografías no estarán hasta esta tarde.

Alfyorov afirmó con la cabeza:

– Todo tal como debe ser. Así deben funcionar las cosas en un país bien administrado. No, aquí no encontrará usted la tradicional ineficacia de su querida Rusia. Por ejemplo, ¿se ha fijado en lo que hay escrito en las puertas principales? "Sólo para el público." Esto es significativo, ¿no cree? Hablando en términos generales, la diferencia entre nuestro país y éste puede expresarse de la siguiente manera, imagine una curva, y en ella…

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