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Había adquirido pasaje en un sucio barco griego. En la cubierta se apretujaban, morenos y sin un céntimo, los refugiados de Eupatoria, donde el buque había recalado aquella mañana. Ganin se instaló en la mayordomía, donde la lámpara colgante se balanceaba amenazadora; allí había una mesa en la que se amontonaba una multitud de grandes fardos en forma de cebolla.

Luego vinieron varios gloriosos días en el mar. Formando dos flotantes alas blancas, la espuma lo abrazaba todo, al abrazar la proa del buque en su avance; y las verdes sombras de los pasajeros apoyados en las barandas destacaban suavemente contra las brillantes laderas de las olas. El enmohecido mecanismo del timón gemía, dos gaviotas se deslizaron junto a la chimenea, y sus húmedos picos, tocados por un rayo de sol, destellaron como diamantes. Cerca de Ganin un niño griego dotado de una formidable cabeza, comenzó a llorar; su madre perdió la paciencia, y comenzó a escupirle, en un desesperado esfuerzo para que se callara. De vez en cuando, a cubierta salía un fogonero, negro de la cabeza a los pies y con un rubí falso en el dedo índice.

Estos detalles triviales -y no la nostalgia de la patria abandonada- fueron lo que quedó grabado en la memoria de Ganin, como si únicamente sus ojos permanecieran vivos, y su mente hubiera dejado de funcionar, por el momento.

En el segundo día de navegación, apareció Estambul, como una oscura forma en la atardecida de color anaranjado, y se disolvió lentamente, cuando la noche envolvió al buque. Al alba, Ganin subió al puente. La vaga y azul oscura línea de la playa de Scutari fue haciéndose gradualmente visible. Una sedosa franja de ondas se extendía a lo largo de la playa; una barca de remos y un fez negro pasaron silenciosamente. Ahora, Oriente se tornaba blanco, y se levantó una brisa que acarició el rostro de Ganin, produciéndole un salado estremecimiento. De la playa, a sus oídos llegó el toque de diana. Dos gaviotas, negras como cuervos, aleteaban sobre el buque, y, con un sonido como el de la lluvia, un banco de peces salió a la superficie del agua, formando una estructura de evanescentes anillos. Una chalana se acercó al buque; en el agua, bajo la embarcación, se extendió una sombra, cuyos tentáculos desaparecieron inmediatamente. Pero únicamente cuando bajó a tierra, y vio a un turco vestido de azul, dormido sobre un montón de naranjas, tuvo Ganin clara y penetrante conciencia de lo lejos que se encontraba de la cálida masa de su país, así como de Mashenka, a la que amaría siempre.

Todo lo anterior surgió en su memoria, en destellos inconexos, y volvió a replegarse sobre sí, formando un cálido núcleo, cuando Podtyagin, haciendo un gran esfuerzo, le preguntó: "¿Cuándo salió de Rusia?"

Ganin había contestado secamente:

– Hace cinco años.

Luego se sentó en un rincón de la estancia iluminada por la lánguida luz violácea que se derramaba sobre el mantel de la mesa, y que bañaba los sonrientes rostros de Kolin y Gornotsvetov, quienes bailaban muy enérgicamente, silenciosos, en el centro de la habitación. Ganin pensó: "¡Cuánta felicidad! Mañana, no, mañana no, hoy, porque ya es más de media noche… Mashenka no puede haber cambiado, sus ojos tártaros arderán igual, y sonreirá lo mismo que antes." Se la llevaría muy lejos, y trabajaría infatigablemente para ella. Mañana, toda su juventud, su Rusia, regresaba a él.

Con los brazos en jarras, echando la cabeza atrás y sacudiéndola, ora golpeando el suelo con los talones, ora agitando un pañuelo, Kolin evolucionaba alrededor de Gornotsvetov, que, en cuclillas, lanzaba ágil y locamente patadas al frente, más y más veloces, hasta que, por fin, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo sobre una pierna doblada. Totalmente borracho, Alfyorov permanecía sentado, balanceando el cuerpo con expresión de beatitud en el rostro. Klara miraba con ansiedad el grisáceo y sudoroso rostro de Podtyagin. El viejo poeta estaba sentado en incómoda postura lateral, en la cama.

– Antón Sergeyevich, piense en su salud -musitó Klara-. Debiera acostarse, es ya la una y media.

¡Qué sencillo sería! Mañana, no, hoy, volvería a verla, siempre y cuando Alfyorov estuviera lo suficientemente borracho. Sólo faltaban seis horas. En estos instantes, dormiría en su compartimento, los postes de telégrafo pasarían volando en la oscuridad, pinos y colinas desfilarían al paso del tren… ¡Cuánto ruido armaban los dos muchachos! ¿Es que nunca dejarían de bailar? Sí, sería pasmosamente sencillo, a veces el destino tenía golpes geniales…

– Bueno, de acuerdo -dijo tristemente Podtyagin.

Emitió un pesado suspiro, y comenzó a ponerse en pie.

Con alegría, Alfyorov musitó:

– ¿A dónde va mi gran amigo? Quédese un poco más, hombre…

– Tómese otra copa y cállese -dijo Ganin a Alfyorov, mientras rápidamente acudía al lado de Podtyagin-. Apóyese en mi brazo, Antón Sergeyevich.

El viejo miró vagamente a su alrededor, inició un ademán, como si quisiera apartar una mosca, y de repente, con un débil quejido, se tambaleó y cayó hacia delante.

Ganin y Klara consiguieron cogerle a tiempo, mientras los bailarines comenzaban a ir como enloquecidos de un sitio para otro. Sin apenas mover la lengua estropajosa, Alfyorov tartamudeó con brutalidad de borracho:

– Miren, miren: se está muriendo.

En voz calma, Ganin dijo:

– Deje de correr por ahí y haga algo útil, Gornotsvetov. Sosténgale la cabeza. Y usted, Kolin, agárrele por aquí. No, hombre, esto es mi brazo. Más arriba. ¡Deje de mirarme de esta manera! Más arriba, le he dicho. Klara, abra la puerta.

Entre los tres transportaron al viejo a su dormitorio. Tambaleándose, Alfyorov hizo un esfuerzo para seguirles, pero agitó el brazo lánguidamente, en ademán de despedida, y se sentó a la mesa. Con mano temblorosa, se sirvió más vodka, luego extrajo del bolsillo del chaleco un reloj de níquel y lo dejó en la mesa, ante sí.

– Tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.

Pasó el dedo por encima de las cifras romanas, lo detuvo, inclinó la cabeza a un lado, cerró un ojo, y, con el otro, observó fijamente la manecilla grande.

En el pasillo, la perra comenzó a ladrar en voz aguda y tono excitado. Alfyorov formó un mueca:

– Asqueroso perrito. Lástima que no lo atropelle un coche.

Poco después, Alfyorov se sacaba un lápiz indeleble y con él trazaba una marca de color malva en el vidrio, sobre el número ocho. Siguiendo el compás del tic-tac, se dijo a sí mismo:

– Viene, viene, viene.

Recorrió la mesa con la vista, se echó a la boca un bombón de chocolate y lo escupió inmediatamente. Un grumo castaño se estrelló contra la pared.

Alfyorov guiñó el ojo al reloj, en su rostro apareció una pálida y estática sonrisa, y volvió a contar:

– Tres, cuatro, cinco, siete.

16

En la noche, la ciudad guardaba silencio. El encorvado viejo con la negra capa había ya iniciado sus merodeos. Golpeaba el suelo con su bastón, y con un gruñido se inclinaba al frente cuando la aguda punta del bastón descubría una colilla. De vez en cuando pasaba un automóvil. Con menos frecuencia, un nocturno coche de alquiler llegaba y se alejaba por la calle, balanceándose, acompañado del sonido de cascos contra el asfalto. Un borracho con sombrero hongo esperaba un tranvía en una esquina, pese a que los tranvías habían dejado de prestar servicio hacía dos horas por lo menos. Algunas prostitutas paseaban arriba y abajo, bostezando y dirigiéndose a sombríos transeúntes con el cuello del abrigo levantado. Una de estas muchachas abordó a Kolin y Gornotsvetov que avanzaban casi corriendo, pero se apartó de ellos tan pronto su profesional mirada vio las pálidas y afeminadas facciones.

Los bailarines iban en busca de un médico ruso amigo suyo, para que atendiera a Podtyagin. Al cabo de una hora y media, regresaban a la pensión en compañía de un hombre medio dormido, de facciones rígidas y rostro afeitado. Este médico estuvo en la pensión cosa de media hora, produciendo de vez en cuando un sonido de succión, como si tuviera un orificio en una muela, y luego se fue.

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