Cuando iba por el pasillo, Ganin recordó que los bailarines le habían invitado a una fiesta que se celebraría aquella noche, por lo que decidió no irse todavía. Siempre le quedaba el recurso de alojarse en un hotel, incluso pasada la medianoche.
Contemplando con beatífica y atemorizada mirada cuanto tenía alrededor, techo, suelo y paredes, exclamó mentalmente: "¡Mañana llega Mashenka! ¡Y mañana me la llevaré conmigo!" Esto le produjo un estremecimiento interior, como un delicioso suspiro de todo su cuerpo.
Con rápidos movimientos, sacó la cartera negra en la que guardaba las cinco cartas recibidas mientras se encontraba en Crimea. En un instante, recordó íntegramente aquel invierno en Crimea, el invierno de 1917 a 1918. El viento del nordeste impulsaba el apestoso polvillo a lo largo de la costa de Yalta; una ola se estrellaba en el rompeolas y sus aguas invadían el paseo; los insolentes y pasmados marineros bolcheviques; después, los alemanes con sus cascos como setas de acero; luego, las alegres escarapelas tricolores, días de expectación, ancho espacio en el que respirar…; una flaca y menuda prostituta, con cabello rizado y perfil griego, paseando por el rompeolas; el viento del nordeste volvía a traer la música de la banda en el parque; y, por fin, su compañía iniciaba la marcha, estancias en villorrios tártaros en los que durante todo el día brillaba la navaja en las minúsculas barberías, como siempre había brillado, y el jabón de afeitar le hinchaba a uno las mejillas, y en las polvorientas calles los rapaces se peleaban con bastones, tal como lo habían hecho mil años antes.
Ganin separó la primera carta. Era una sola hoja alargada, con un dibujo, en el ángulo superior izquierdo, representando a un hombre joven, con chaqué azul, sosteniendo con la izquierda, a la espalda, un ramo de flores, y besando la mano a una señora, tan delicada como él, con pendientes junto a las mejillas, y un vestido escotado, de color de rosa.
Esta primera carta le había sido retransmitida desde San Petersburgo a Yalta. Fue escrita dos años después de aquel maravilloso otoño.
"Lyova, hoy hace una semana que llegué a Poltava, y me aburro terriblemente. No sé si tú y yo volveremos a vernos, pero quisiera que jamás me olvidaras."
La letra era pequeña y redondeada, causando la impresión de que avanzara de puntillas. Para mayor claridad, alguna letra estaba subrayada, y la última letra de cada palabra se prolongaba en un trazo impetuoso hacia la derecha; únicamente al final de una palabra, se inclinaba la cola hacia dentro, de un modo conmovedor, como si Mashenka se hubiera arrepentido de la palabra, en el último instante. Sus puntos eran grandes y decisivos, pero había en el texto muy pocas comas.
"Llevo una semana contemplando la nieve, la blanca y fría nieve. Es fría, desagradable y deprimente. y de repente por la mente cruza la idea, como un pájaro, de que en algún lugar, lejos de aquí, hay gente que vive una vida totalmente distinta. Esta gente no vive aislada, como yo, en una pequeña casa de campo.
"No, el aburrimiento, aquí, no se puede soportar. Escríbeme, Lyova, aunque sólo sea para contarme trivialidades. "
Ganin recordaba el momento en que recibió esta carta, recordaba que recorrió un pedregoso y empinado sendero, aquel distante atardecer del mes de enero, y que pasó junto a las puntiagudas estacas de las empalizadas tártaras, con alguna que otra calavera de caballo aquí y allá, recordó que se sentó junto a un riachuelo cuyas aguas lamían suaves piedras blancas, y que, por entre las incontables ramas de un manzano, delicadas y delineadas con pasmosa claridad, contempló el cielo tiernamente sonrosado, en el que la luna nueva se deslizaba como un traslúcido recorte de uña, y a su lado, junto al cuerno bajo, temblaba como una gota brillante la primera estrella.
Aquella misma noche contestó la carta, hablando de la estrella, de los cipreses del jardín, del asno cuyos rebuznos oía todas las mañanas, en el patio tártaro, detrás de la casa. Escribió amorosamente, ensoñado, recordando los húmedos amentos en el resbaladizo puente del pabellón en que se encontraron por vez primera.
En aquellos tiempos las cartas tardaban mucho en llegar a su destino. Hasta el mes de julio no recibió la respuesta.
"Muchas gracias por tu dulce carta sureña. ¿Por qué dices que todavía te acuerdas de mí? ¿Y que nunca me olvidarás? ¿De veras? ¡Qué maravilla!
"Hoy hace un tiempo encantador, fresco y agradable, porque acabamos de tener un chubasco y el cielo está despejado. Voskresensk, ¿recuerdas? ¿No te gustaría volver a pasear por aquellos parajes tan conocidos? A mí sí. Siento unos enormes deseos de hacerlo. Qué agradable era pasear bajo la lluvia, por el parque, en otoño… ¿Por qué razón el mal tiempo no nos entristecía, entonces?
"Dejo la carta por un rato, y me voy a dar un paseo.
"Ayer no pude concluir la carta. Horroroso, ¿verdad? Perdóname, querido Lyova. Te prometo que no volveré a hacerlo."
Ganin bajó la mano en que sostenía la carta, y quedó unos instantes sumido en sus pensamientos. Qué bien recordaba las alegres formas de expresión de Mashenka, su corta y honda carcajada cuando pedía disculpas, la rápida transición desde el suspiro de melancolía a la mirada de ardiente vitalidad…
En la misma carta, Mashenka había escrito:
"Durante largo tiempo he estado preocupada por tu paradero y tu suerte. Ahora no debemos romper el débil hilo que nos une. Son muchas las cosas que quiero decirte y preguntarte, pero mi pensamiento vaga sin rumbo. Desde aquellos tiempos, he visto muchas desdichas y también he sido desdichada. Escribe, escribe por el amor de Dios, escribe más a menudo y más extensamente. Que tengas suerte, mucha suerte. Me gustaría despedirme de un modo más afectuoso, pero quizás haya olvidado cómo hacerlo, después de tanto tiempo. ¿O es que hay algo que me lo impide?"
Después de recibir esta carta, estuvo varios días tembloroso de felicidad. No podía comprender cómo había sido capaz de separarse de Mashenka. Sólo recordaba el primer otoño que pasaron juntos, y todo lo demás, aquellos tormentos y peleas, quedaban en segundo término, lejanos e insignificantes. La lánguida oscuridad, el consabido resplandor del mar en la noche, el aterciopelado susurro de los cipreses en las estrechas sendas, el brillo de la luna en las anchas hojas de las magnolias, todo le deprimía.
El cumplimiento del deber le obligaba a quedarse en Yalta -corrían los días de la guerra civil-, pero momentos había en que pensaba en abandonarlo todo e ir en busca de Mashenka, por las casas de campo de Ucrania.
Era conmovedor y maravilloso que sus cartas consiguieran cruzar la terrible Rusia de aquellos días, como blancas mariposas volando por encima de las trincheras. Su contestación a la segunda carta de Mashenka tardó mucho en llegar a manos de ésta, que era incapaz de comprender las razones, por cuanto pensaba que los normales obstáculos de aquellos tiempos desaparecían, en cuanto hacía referencia a sus cartas.
"Quizá te parezca raro que te escriba a pesar de tu silencio, pero lo hago porque no creo, me niego a creer, que no quieras contestarme. Si no me has contestado, no se debe a que no quieras, sino sencillamente a que… en fin, a que no puedes, o a que no has tenido tiempo, o a cualquier cosa. Dime, Lyova, ¿no te parece gracioso recordar lo que en cierta ocasión me dijiste, es decir, que estar enamorado de mí era para ti, lo mismo que vivir, y que si algún día no pudieras quererme dejarías de vivir? Sí, todo pasa, todo cambia. ¿Te gustaría que volviera a ocurrir todo lo que nos ocurrió? Me parece que hoy me encuentro excesivamente deprimida…
"Pero hoy es primavera y mimosa venden,
te traigo un ramo, frágil como un sueño,
porque en todas las esquinas la ofrecen.