Ignoraba ya qué clase de estímulo podía darle la fuerza precisa para romper aquellas relaciones con Liudmila, que habían durado ya tres meses, igual que ignoraba qué le hacía falta para poder levantarse de la silla. Sólo durante un período muy breve había estado genuinamente enamorado de Liudmila, habíase encontrado en aquel estado de emoción inquieta, exaltada, casi extraterrena, parecida a la que se siente cuando se oye música en el preciso instante en que uno hace algo totalmente vulgar, como recorrer el trecho que media desde la mesa, en un restaurante, al mostrador, para pagar la consumición, y esta música da una interior calidad de danza al más simple movimiento, transformándolo en un gesto significativo e inmortal.
Esa música había cesado bruscamente una noche en que, en el traqueteante piso de un oscuro taxi, había poseído a Liudmila, y, entonces, todo se había convertido en algo extremadamente banal: la mujer rectificando la posición del sombrero que le había resbalado hacia atrás, las luces que cruzaban la ventanilla del vehículo, y la alta espalda del taxista, como una negra montaña, tras el vidrio que mediaba entre los dos compartimentos.
Ahora tenía que pagar el precio de aquella noche, pagarlo con laboriosos engaños, prolongar indefinidamente aquella noche, y débilmente, sin voluntad, someterse a sus crecientes sombras que, ahora, invadían todos los rincones de la estancia, convirtiendo en nubes los muebles.
Más tarde, en el cine atestado, hacía calor. Durante largo rato desfilaron silenciosamente por la pantalla anuncios coloreados, en propaganda de pianos de cola, vestidos, perfumes… Por fin, la orquesta comenzó a tocar y se inició el drama.
Liudmila estaba insólitamente alegre. Había invitado a Klara porque se daba perfecta cuenta de que ésta se sentía atraída por Ganin, y porque quería complacerla, sin privarse ella del placer de alardear de su aventura y de su arte en ocultarla. Por su parte, Klara había aceptado porque sabía que Ganin proyectaba partir el sábado siguiente. Klara estaba sorprendida de que Liudmila pareciera ignorarlo, o bien de que, sabiéndolo, guardara silencio al respecto, a pesar de irse en compañía de Ganin.
Sentado entre las dos, Ganin estaba irritado debido a que Liudmila, como muchas mujeres de su estilo, habló durante casi toda la proyección de cosas ajenas a la cinta, inclinando el cuerpo por encima de las rodillas de Ganin, para dirigirse a su amiga, y envolviéndole en el paralizante y desagradablemente familiar perfume que utilizaba. Para colmo de males, la película era muy interesante y estaba excelentemente realizada.
Liudmila le dirigió una rápida mirada en la oscuridad, enderezó el cuerpo, y fijó la vista en la pantalla iluminada.
– No entiendo nada -dijo-. Es una porquería.
– No me sorprende que no hayas entendido nada, después de haberte pasado el rato charlando -dijo Ganin.
En la pantalla se movían formas luminosas, gris-azulencas. Una prima donna que había dado muerte a alguien involuntariamente, tiempo atrás, recordaba súbitamente el hecho mientras interpretaba un papel de asesina en la ópera. Entonces, desorbitaba sus ojos inverosímilmente grandes, y se caía de espaldas, en pleno escenario. Lentamente, el interior del teatro ocupó la pantalla, el público aplaudía, la gente de los balcones y galerías se ponía en pie extasiada. De repente, Ganin se dio cuenta de que estaba contemplando algo que le era vaga y horriblemente familiar. De repente, recordó con alarma las filas de butacas burdamente montadas, las sillas y las partes frontales de los palcos pintadas de siniestro color violeta, los perezosos operarios caminando tranquilamente, con desinterés, como ángeles vestidos de azul, por los altos tablones del andamiaje, o apuntando con los cegadores focos a aquel ejército de rusos amontonados en el gran escenario cinematográfico, interpretando su papel en total ignorancia de la trama de la película. Recordaba a los hombres jóvenes, vestidos con trajes viejísimos, pero maravillosamente cortados, los rostros de las mujeres maquillados en colores malva y amarillo, y también recordaba a aquellos inocentes exiliados, viejos y muchachitas, a los que colocaron en último término, sólo para llenar espacio. En la pantalla, aquella fría cuadra había quedado transformada en un cómodo teatro, en el que la arpillera parecía terciopelo, y el rebaño de hambrientos extras era el público de un teatro de ópera. Con un esfuerzo visual, y también con un estremecimiento de vergüenza, se reconoció entre aquella gente, aplaudiendo para cumplir las instrucciones recibidas, y recordó que todos estuvieron obligados a mirar al frente, hacia un imaginario escenario, donde, en vez de una prima donna, había un hombre gordo y pelirrojo, en mangas de camisa, de pie en una plataforma, entre varios focos, y volviéndose loco de tanto gritar a través de un megáfono.
El doppelgänger de Ganin también estaba en pie y aplaudía allí, al lado de aquel sorprendente individuo con la negra barba y la banda cruzándole el pecho. Aquella barba, así como la camisa de almidonada pechera, habían sido la razón de que a aquel individuo le colocaran siempre en primera fila. Durante el descanso, el individuo se comía un bocadillo, y después del rodaje se ponía un viejo impermeable sobre sus ropas de gala y regresaba a su barrio, en una distante zona de Berlín, donde trabajaba de linotipista en una imprenta.
En el presente instante, Ganin no sólo sintió vergüenza, sino también la sensación de la rápida evanescencia del humano vivir. Allí, en la pantalla, su macilenta imagen, su cara de abrupto perfil alzada y sus manos en la actitud de aplaudir se mezclaban con otras figuras humanas en el gris calidoscopio. Instantes después, la sala del teatro, balanceándose como un buque, desaparecía, y en el escenario aparecía una vieja y mundialmente famosa actriz, representando con gran habilidad a una joven difunta. Con repulsión, incapaz de seguir contemplando la película, Ganin pensó: "No sabemos lo que hacemos."
Liudmila volvía a hablar en susurros con Klara. Le decía algo acerca de una modista y de cierta tela. El drama terminó, y Ganin se sintió mortalmente deprimido. Momentos después, mientras se abrían paso a empujones hacia la salida, Liudmila oprimió su cuerpo contra el suyo y le dijo al oído:
– Te llamaré mañana a las dos, mi vida.
Ganin y Klara la acompañaron a casa, y regresaron juntos a la pensión. Ganin estaba silencioso, y Klara se esforzaba desesperadamente en encontrar un tema de conversación.
– ¿Nos deja el próximo sábado? -le preguntó.
En voz lúgubre, Ganin repuso:
– Francamente, no lo sé.
Mientras caminaba, iba pensando que su sombra vagaría de una ciudad a otra, de una pantalla a otra, que jamás sabría él qué clase de gente vería su sombra, o cuánto tiempo andaría ésta vagando por ahí, por el ancho mundo. Y cuando se acostó, y oyó el paso de los trenes a través de aquella casa sin alegría en la que vivían siete extraviadas sombras rusas, la vida entera le pareció una ficción cinematográfica, en la que distraídos extras representaban un papel, sin saber nada en absoluto de la película en que lo representaban.
Ganin no podía dormir. Un estremecimiento nervioso le recorría constantemente las piernas, y la almohada le atormentaba la cabeza. En plena noche, su vecino, Alfyorov, comenzó a tararear una tonada. A través del delgado tabique, Ganin le oía pasear por el dormitorio, primero cerca de él, luego alejándose, y Ganin permanecía quieto, irritado. Cuando pasaba un tren, la voz de Alfyorov se mezclaba con el ruido, pero volvía a surgir: tam-ti-tum, tam-ti, tam-ti-tum…
Ganin no pudo aguantarlo más. Se puso los pantalones, salió al pasillo y golpeó con el puño la puerta del dormitorio número 1. Las idas y venidas de Alfyorov le habían dejado en aquel instante junto a la puerta, que abrió de un modo tan inesperado que Ganin se sobresaltó.