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– La conversación con Morley tuvo que ser de las que hacen historia -dije. Esperé unos minutos, pero Francesca no hizo el menor comentario-. ¿Cuáles eran «sus más y sus menos»?

Alzó los ojos y se quedó mirándome.

– ¿Cómo dice?

– ¿Le importaría decirme de una vez qué es lo que descubrió? Ha dicho usted que estaba furiosa con Kenneth. Y me ha dado a entender que por ese motivo se puso en contacto con Morley.

– Sí, claro, desde luego. Estaba ordenando el estudio y encontré una cuenta que Ken me había ocultado.

– ¿Una cuenta corriente?

– Algo así. Era un balance, una página de un libro de contabilidad. Kenneth había estado ayudando económicamente a una persona.

– Ayudando económicamente a una persona… -repetí con entonación neutra.

– Sí, entregas de dinero en metálico realizadas cada mes durante los tres últimos años. Kenneth lo había apuntado porque en lo administrativo es muy minucioso. Seguramente no se le ocurrió que podía caer en mis manos.

– ¿Y cuál es la explicación? ¿Tiene Kenneth una amante?

– Eso pensé al principio, pero la verdad es más grave todavía.

– Francesca, ¿quiere dejarse de rodeos e ir derecha al grano?

Tardó un minuto en hacerlo.

– El dinero era para Curtis McIntyre.

– ¿Para Curtis? -dije. Apenas podía creerlo-. ¿Y por qué motivo?

– Eso mismo le pregunté yo. Me sentí horrorizada. Me encaré con él en cuanto volvió del trabajo.

– ¿Y qué dijo?

– Que era una especie de obra de caridad. Para ayudarle a pagar el alquiler, determinados recibos, cosas así.

– ¿Y por qué tiene que responsabilizarse de las dificultades de ese hombre? -pregunté.

– No tengo la menor idea.

– ¿Cuánto?

– Hasta el momento, tres mil seiscientos dólares.

– Fantástico -dije-. Yo me sentía culpable porque había encontrado datos que eran dinamita pura para el caso de Lonnie, y ahora resulta que el demandante tiene en nómina al principal testigo de cargo. Me imagino la cara de Lonnie. Seguro que le da un ataque.

– Eso le dije a Ken, pero él jura que sólo quería ayudar al individuo.

– ¿Y si el dato sale a la luz pública? ¿No comprende que parecerá que ha pagado a Curtis para que preste declaración? Desde mi punto de vista, Curtis no es persona de fiar. ¿Cómo vamos a presentarle ahora como testigo imparcial que cumple con sus deberes de ciudadano?

– Kenneth no ve nada malo en ello. Alega que Curtis estaba sin trabajo. Supongo que Curtis le diría que no iba a tener más remedio que marcharse a otro estado para probar suerte y que Kenneth quiso asegurarse su disponibilidad…

– ¡Pero, señora, para eso están las citaciones judiciales!

– Bueno, no se enfade conmigo. Ken jura que no es lo que parece. Curtis se puso en contacto con él cuando absolvieron a David…

– Francesca, por favor, escúcheme. ¿Qué cree usted que pensará el jurado? Pues que todo es un apaño de trastienda. La declaración de Curtis beneficiará directamente al hombre que le ha dado dinero durante los tres últimos años y… -Me detuve en seco. Francesca abrazaba el cojín de un modo que me llamó la atención-. ¿Hay algo más?

– Le di la hoja a Morley. Temía que Kenneth la rompiera y se la entregué a Morley para que la guardase hasta que yo hubiera tomado una decisión.

– ¿Cuándo?

– A ver, ¿cuándo la encontré? El miércoles por la noche, según creo. Se la entregué a Morley el jueves, y cuando Kenneth regresó a casa discutimos…

– ¿Se enteró de que la había cogido?

– Sí, y se enfureció. Quería que se la devolviera, pero era imposible, no podía recuperarla.

– ¿Sabía que usted se la había dado a Morley?

– No le dije nada en ese sentido. Quizá lo averiguase, pero no se me ocurre cómo. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque Morley fue asesinado. Le regalaron un strudel preparado con setas venenosas. Encontré la caja del pastel, una caja blanca, en la papelera.

En sus facciones se pintó la estupefacción.

– No creerá que fue Ken, ¿verdad?

– Lo diré de otro modo: he registrado los dos despachos de Morley. No he encontrado ningún balance y sus archivos están incompletos. Desde el principio he partido de un doble supuesto: o Morley era una nulidad para administrar y organizar o estafaba a Lonnie pasándole factura por trabajos que no hacía. Pero ahora tengo mis dudas. Es posible que le robaran expedientes para simular otra sustracción.

– Kenneth no haría una cosa así. De ninguna de las maneras.

– ¿Qué pasó el jueves cuando se enteró de que usted ya no tenía el balance? ¿Se olvidó del asunto?

– Me acosó a preguntas, pero no quise decirle la verdad. Al final dijo que no importaba, porque en última instancia no cometía ningún delito. Si prestaba dinero a Curtis, el asunto sólo les afectaba a ellos dos.

– ¿Y no le extrañó? Caramba, Francesca, parece que no se da usted cuenta. Kenneth Voigt entrega dinero a Curtis McIntyre, cuya declaración da la casualidad de que perjudica a David Barney en un proceso que da la casualidad de que beneficia a Kenneth Voigt. ¿No le parece demasiada casualidad? Aunque también cabe la posibilidad de que sea un chantaje. No se me había ocurrido.

– ¿Chantaje? ¿Por qué?

– Por el asesinato de Isabelle. Eso explicaría todo.

– Kenneth no mataría a Isabelle. La quería demasiado.

– Eso dice él ahora. ¿Quién sabe lo que sentía entonces?

– No haría una cosa así -dijo Francesca sin convicción.

– ¿Por qué no? Isabelle le dejó para liarse con David Barney. ¿Qué podía resultar más satisfactorio que matarla a ella y lograr que culparan a David?

Dejé que meditara con el cojín apretado contra el regazo. Le retorció una punta hasta que pareció una oreja de conejo.

20

Camino de Colgate me detuve a repostar en una gasolinera. Entre idas y venidas había recorrido ya más kilómetros que los que hay de Santa Teresa a la frontera canadiense, y empezaba a lamentar haberme comprometido a no cobrar a Lonnie el kilometraje. Eran las seis pasadas y había mucho tráfico, sobre todo en dirección a Santa Teresa. Las nubes pendían sobre las montañas como un montón de pañales arrugados.

Me dirigí a Voigt Motors mientras calculaba las posibilidades reales de que Kenneth Voigt me explicase la verdad. Fuera cual fuese la relación que le unía a Curtis, ya era hora de poner las cartas boca arriba. Si no sonsacaba a Kenneth, buscaría a Curtis y cruzaría unas palabras con él. Aparqué delante del edificio de Voigt Motors, entre un Jaguar antiguo y un Porsche recién salido de fábrica. Crucé la entrada sin prestar atención a la vendedora que se adelantó para recibirme. Subí las anchas escaleras rumbo a la galería de oficinas que bordeaba el primer piso: crédito, contabilidad. Por lo visto, el personal de ventas debía permanecer en la casa hasta la hora de cerrar, es decir, hasta las ocho. Los que trabajaban en el sector financiero, un poco más afortunados, ya se preparaban para marcharse. El nombre de Kenneth figuraba en la puerta de su despacho con letras metálicas de cinco centímetros. Su secretaria era una cincuentona empeñada en teñirse el pelo con agua oxigenada pese a haber rebasado la edad de lucirlo. El paso de las décadas le había abierto en el entrecejo una profunda zanja de preocupación. La encontré ordenando su mesa, devolviendo expedientes a su sitio y cuidando de que los lápices y bolígrafos quedaran bien colocados en una taza de cerámica.

– Hola -dije-. ¿Está el señor Voigt? Me gustaría hablar con él.

– ¿No le ha visto al subir? Hace dos minutos que se ha marchado, aunque tal vez haya bajado por la parte de atrás. Si puedo atenderla yo…

– Me temo que no. ¿No sabe dónde aparca el coche? Quizá le alcance antes de que se vaya.

Le cambió la cara y me miró con cautela.

– ¿De qué se trata?

No me molesté en contestar.

Salí del despacho y recorrí todo el primer piso, echando un vistazo en todas las oficinas que encontraba, incluso en el lavabo de caballeros. Un hombre en traje y corbata, y con cara de susto, se estaba dando la sacudida que elimina las últimas gotas. Me dio una envidia… Si hubiese una pizca de justicia en el mundo, las mujeres tendrían lo que cuelga y los hombres cargarían con el suplicio de tener que poner papel higiénico en la taza.

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