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Lonnie cerró los ojos y se pasó la mano por la cara.

– No me lo digas, no me lo digas…

– Aún tenemos tiempo. Yo podría suplir el material que falta, pero si tropezamos con obstáculos podemos acabar en la cuneta. Cabe la posibilidad de que algunas personas de la lista estén ilocalizables.

– La culpa de todo la tengo yo. He estado muy ocupado con este otro asunto y en ningún momento se me ocurrió poner en duda lo que hacía Morley. Lo que me enseñaba parecía estar en orden. Sabía que no tenía todo el material al día, pero lo que me contaba me parecía bien.

– Claro, lo que hay está bien. Lo que me preocupa es lo que no hay.

– ¿Y cuánto tardarías?

– Dos semanas como mínimo. Sólo quería que supieras cómo están las cosas. Y cuando lleguen las fiestas, la gente estará fuera o andará muy liada.

– Haz lo que puedas. A las dos tengo que irme a Santa María para asistir a un juicio que durará cuarenta y ocho horas. Volveré a última hora del viernes, pero no apareceré por la oficina hasta el lunes por la mañana. Hablaremos entonces.

– ¿Te quedarás allí?

– Seguramente. Podría volver por la noche en caso de necesidad, pero me revienta perder el tiempo conduciendo de aquí para allá. Después de pasar un día entero en el juzgado, lo único que me apetece es comer algo y meterme en la cama. Ida Ruth tiene el teléfono del motel, por si surge alguna emergencia. Entretanto, haz lo que puedas, ¿de acuerdo?

– Claro.

Volví a la oficina. Al pasar por delante del despacho de Lonnie, vi que Ida Ruth hablaba por teléfono. Al verme me indicó por señas que me acercara. Pulsó el botón de espera y puso la mano en el auricular como si quisiera impedir por partida doble que el otro nos oyese.

– No sé quién es, sólo que es un hombre y pregunta por ti.

– ¿Qué quiere?

– Se ha enterado de la muerte de Morley. Dice que le urge hablar con quien le haya sustituido.

– Pásame la llamada, hablaré desde el despacho. Puede que el tipo tenga información útil. ¿Qué línea es?

Me enseñó dos dedos.

Correteé por el pasillo, cerré la puerta del despacho tras de mí, solté el bolso, me instalé ante la mesa y pulsé la tecla de la línea dos, cuyo piloto no dejaba de parpadear.

– Kinsey Millhone. ¿Quería usted hablar conmigo?

– He leído en la prensa que Morley Shine ha fallecido. ¿Sabe qué le ocurrió?

– Sufrió un ataque cardíaco. ¿Quién es usted?

Se produjo un silencio momentáneo.

– No creo que eso tenga importancia.

– Es usted quien ha llamado -dije.

Otro silencio.

– Soy David Barney.

El corazón me dio un vuelco.

– Disculpe, pero no soy la persona más indicada para hablarle de Morley Shine…

– Por favor, escúcheme -dijo interrumpiéndome-. Escúcheme. Aquí está pasando algo raro. Hablé con él el miércoles.

– ¿Llamó usted a Morley?

– No, él me llamó a mí. Me dijo que iban a citar como testigo de la acusación a cierto ex presidiario que se llama Curtis McIntyre y que afirma que yo le dije que maté a mi mujer; pero es mentira y puedo demostrarlo.

– Creo que sería aconsejable interrumpir esta charla ahora mismo.

– Le digo que…

– Dígaselo a su abogado. No tiene sentido que me lo cuente a mí.

– Se lo he dicho a mi abogado. Y también a Morley Shine, y fíjese lo que le ha ocurrido.

Guardé silencio durante un segundo.

– ¿Qué quiere darme a entender?

– Puede que se acercara demasiado a la verdad.

Alcé los ojos al techo.

– ¿Insinúa usted que lo mataron?

– Es posible.

– También la vida en Marte es posible, pero no probable. ¿Por qué querría nadie matar a Morley Shine?

– Puede que encontrase algo que me exculpara.

– Oh, genial, me encanta. ¿Por ejemplo?

– McIntyre dice que habló conmigo en la puerta del juzgado el día en que me absolvieron, ¿no? -Callé como una lagarta-. ¿No? -repitió.

No soporto a los que quieren que se les responda a todo.

– Vaya al grano -dije.

– El muy cerdo estaba entre rejas entonces. Fue el 21 de mayo. Compruebe su ficha de aquel año. Lo verá todo claro como el agua. Lo mismo le dije a Morley Shine el miércoles por la mañana y me dijo que lo comprobaría.

– Señor Barney, esta conversación me parece muy inoportuna. Trabajo para la oposición. Soy el enemigo, ¿lo entiende?

– Yo sólo quiero contarle mi versión.

Me aparté el auricular de la oreja y lo miré con una mueca de escepticismo.

– ¿Está su abogado al tanto de esta llamada?

– Al diablo con eso. Al diablo con él. Me he hartado de abogados, el mío incluido. Habríamos solucionado hace años toda esta historia si alguien hubiese tenido el detalle de escucharme. -Y lo decía un tipo que había metido una bala en el ojo de su mujer.

– Oiga, si usted desea que le escuchen, en este país hay leyes que están precisamente para eso. Usted dice una cosa. Kenneth Voigt dice otra. El juez oirá a las dos partes y el jurado hará lo mismo.

– Pero usted no.

– Yo no, porque a mí no me corresponde -le dije con irritación.

– ¿Aunque le diga la verdad?

– Es el tribunal quien ha de decidir. No yo. Mi trabajo consiste en reunir información. El de Lonnie Kingman, en presentar los hechos ante el tribunal. Me cuente usted lo que me cuente, no va a servir de nada. Es absurdo.

– ¡Dios mío! Alguien tiene que ayudarme. -La voz se le quebró a causa de la emoción. La mía bajó de temperatura.

– Hable con su abogado. Ya le libró de una acusación de homicidio… hasta hoy. Si yo fuera usted, no echaría a perder ese triunfo.

– ¿No podríamos vernos, aunque fuese unos minutos?

– ¡No, no podemos vernos!

– Se lo suplico, señorita. Bastarían cinco minutos.

– Tengo que colgar, señor Barney. Esta conversación es improcedente.

– Necesito ayuda.

– Contrate a otra persona. Yo estoy ocupada.

Colgué y aparté la mano como si el teléfono quemara. ¿Se había vuelto loco aquel sujeto? Jamás había oído que un acusado tratara de ganarse las simpatías de la acusación. ¿Y si movido por la desesperación se ponía a buscarme? Descolgué y apreté el botón de Ida Ruth.

– ¿Sí?

– Al que acaba de llamar, ¿le diste mi nombre?

– Claro que no. Jamás lo haría -dijo.

– Mierda. Acabo de recordar que yo se lo dije al principio de la conversación.

9

Descolgué de nuevo y llamé a la sargento Cordero, de Homicidios. Estaba fuera, y el teniente Becker se hizo cargo de la llamada.

– Hola, soy Kinsey. Necesito cierta información y pensé que Sheri podría echarme una mano.

– Volverá después de las tres, pero si yo te soy útil… ¿De qué se trata?

– Quería pedirle a Sheri que llamara a la penitenciaría del condado para que comprobaran las fechas de ingresos y salidas de un tipo que se llama Curtis McIntyre.

– Un momento, estoy buscando un lápiz. ¿Has dicho McIntyre?

– Sí. Tiene que prestar declaración en un caso que lleva Lonnie Kingman. Necesito saber si hace cinco años, el 25 de mayo exactamente, estaba dentro o fuera. Él dice que ese día habló con el acusado. Podría conseguir la información por orden judicial, pero tendría que ir tras el juez y preferiría ahorrarme el trámite.

– No será difícil averiguarlo. Te llamaré cuando lo sepa, pero a lo mejor tardo un poco. ¿Es muy, muy urgente?

– Cuanto antes tenga ese dato mejor.

– Como siempre -dijo el teniente Becker.

En cuanto colgué el teléfono me puse a reflexionar preguntándome si no habría medios más rápidos de comprobar la información. Como es lógico, podía esperar hasta media tarde, pero los nervios se me resentirían. La llamada de David Barney me había intranquilizado y me sentía rara.

Me resistía a perder el tiempo comprobando lo que probablemente era pura mentira. Por otra parte, Lonnie contaba con el testimonio de Curtis McIntyre. Si éste mentía, estábamos perdidos, y más aún con el embrollo informativo que había organizado Morley. Era el primer trabajo que hacía para Lonnie. No podía permitirme el lujo de que volvieran a despedirme.

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