A las diez y media tenía ya una lista con diecisiete nombres. Para verificarla por encima, hice la prueba con dos. Primero llamé a Francesca, que cogió el teléfono enseguida y respondió con voz fría y distante.
Me identifiqué y comprobé en primer lugar si efectivamente estaba casada con Kenneth Voigt.
– Estoy organizando los archivos y llamaba para preguntarle si recuerda usted la fecha de su entrevista con Morley Shine.
– Yo no he tenido ninguna entrevista con ese hombre.
– ¿No ha hablado con él?
– Me temo que no. Me llamó y dejó un mensaje hace cosa de tres semanas. Le llamé a mi vez y concertamos una cita, pero luego la canceló, ignoro el motivo. Precisamente anoche le pregunté a Kenneth al respecto. Hasta cierto punto me parecía extraño. Dado que declaré en el primer juicio, pensaba que me llamarían también en esta ocasión.
Miré la agenda de Morley, donde constaba que la entrevista se había producido.
– Convendría que usted y yo nos viéramos lo antes posible.
– Aguarde un segundo, voy a mirar la agenda. -Dejó el auricular y oí el golpeteo de sus tacones en el suelo de madera. Oí un rumor de páginas y se puso al habla otra vez-. La tarde la tengo ocupada. ¿Le viene bien al anochecer?
– De fábula. Dígame la hora.
– ¿Le parece bien las siete? Kenneth no suele volver del trabajo hasta las nueve, pero supongo que usted quiere hablar conmigo, no con él.
– Para serle sincera, preferiría hablar con usted a solas.
– Estupendo. Entonces a las siete.
Hice la segunda prueba con la clínica y me respondió una persona que supuse sería la recepcionista. Era mujer y parecía joven.
– Clínica Santa Teresa, Ursa al habla, dígame.
– ¿Podría usted informarme si trabaja ahí una tal Laura Barney?
– ¿La señora Barney? Desde luego que sí. Espere y le pasaré la comunicación.
Respondieron inmediatamente. -Al habla la señora Barney.
Me presenté y le expliqué a continuación, como había hecho al llamar a Francesca, por qué quería hablar con ella.
– ¿Podría decirme si Morley Shine ha hablado con usted en el curso de las dos últimas semanas?
– Ahora que lo dice, concertamos una cita el sábado pasado, pero no se presentó. Me sentó muy mal porque tuve que cancelar un par de cosas para hacerle un hueco.
– ¿Le dijo por anticipado para qué quería hablar con usted?
– Pues no, pero supuse que se trataba del juicio que está a punto de celebrarse. He estado casada con el hombre a quien se acusó en su día.
– David Barney.
– Sí. Nuestro matrimonio duró tres años.
– Me gustaría hablar con usted. ¿Podemos vernos esta semana? -Oí que al fondo sonaba con insistencia otro teléfono.
– Por lo general estoy aquí hasta las cinco. Si fuera tan amable de pasar mañana, supongo que podría atenderla.
– ¿A las cuatro y media o a las cinco?
– No importa, cuando usted quiera.
– Estupendo. Procuraré pasar a las cuatro y media. No la molesto más, oigo que la llaman por otro teléfono.
Me dio las gracias y colgó.
Volví a repasar la lista y llamé a nueve nombres tomados al azar. Morley Shine no había hablado al parecer con ninguna de aquellas nueve personas. Aquello no me gustó. Llamé a Ida Ruth, que estaba en el antedespacho.
– ¿Sigue Lonnie en los juzgados?
– Que yo sepa, sí.
– ¿Cuándo volverá?
– Dijo que a la hora de comer, pero a veces no come y se va directamente a la biblioteca jurídica. ¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres que le dé algún recado?
Empezaba a notar en la boca del estómago un murmullo de temor.
– Creo que será mejor que vaya a los juzgados y hable personalmente con él. ¿Dijo en qué sala estaría?
– En la cinco, con el juez Whitty. ¿Qué ocurre, Kinsey? Te noto rara.
– Te lo contaré después. No quisiera precipitarme.
Fui andando a los juzgados, a dos calles del despacho. El cielo estaba despejado, hacía un sol radiante y la brisa acariciaba la hierba de los jardines de la entrada. El edificio es de estilo mediterráneo y sus rasgos más destacados son los cuerpos en forma de torre, los pináculos, los arcos de piedra arenisca y las galerías abiertas. El paisaje exterior combina con brillantez el magenta de las buganvillas, el rojo de las amapolas, los enebros y las palmeras de importación. La acera está bordeada por un seto que despide un denso perfume.
Subí la escalinata de peldaños de cemento y crucé las puertas de madera tallada. El pasillo estaba vacío. El suelo, pavimentado con losas de piedra de tamaño desigual, tenía el color de la sangre seca. Los techos eran de artesones. Los apliques de la luz imitaban las farolas españolas y había rejas en las ventanas. Por las superficies frías y exentas de adornos, podría haber sido un monasterio en otra época. Vi al pasar que se abría la puerta de la sala de reuniones del jurado y los miembros comenzaron a salir al pasillo, que se llenaron de rumor de pasos y de conversaciones en voz baja. No tardé en oír el gemido de las portezuelas de los lavabos situadas al otro lado del pasillo. La sala número 5 estaba a la derecha, dos puertas más allá, y el rótulo iluminado que había sobre el dintel me indicó que la sesión no había terminado aún. Abrí la puerta y me senté en la última fila.
Lonnie y el letrado de la otra parte conferenciaban sobre el procedimiento y sus voces zumbaban en la cálida atmósfera igual que una patrulla de abejorros. El juez estaba en trance de someter el caso al dictamen del jurado y fijaba las fechas tanto para la emisión del dictamen como para la reanudación de las consultas. Como de costumbre, me pregunté cuántos destinos individuales dependerían de un proceso que, a tenor de lo que veía, tenía que ser aburridísimo. Cuando el juez suspendió la sesión para comer, esperé junto a la puerta y llamé la atención de Lonnie cuando éste se volvió para cruzar la puerta oscilante de la cancela que separaba los bancos del público de los estrados. Me miró con fijeza a la cara.
– ¿Qué ocurre? -dijo.
– Vamos fuera, donde podamos hablar en privado. No te va a gustar lo que tengo que decirte.
Recorrimos juntos el pasillo sin cruzar palabra, bajamos los peldaños de cemento y cruzamos los jardines en dirección a la acera. Nos adentramos en la hierba lo bastante como para estar seguros de que nadie nos oiría. Se volvió, se me quedó mirando y comencé.
– No sé cómo dorar la píldora, de modo que iré derecha al grano. Resulta que los archivos de Morley están hechos un desastre. Falta la mitad de los informes y lo que he visto resulta sospechoso.
– ¿En qué sentido?
Tragué una profunda bocanada de aire.
– Creo que te pasaba factura por cosas que no hacía. Puso cara de asombro cuando asimiló la información.
– No fastidies, no fastidies.
– Estaba mal del corazón, Lonnie, y su mujer está muy enferma. Por lo que sé, andaba mal de dinero, pero le faltaba tiempo o energía para ganar lo que necesitaba.
– ¿Y cómo pensaba darme el pego? -dijo-. El juicio empieza antes de un mes. ¿Creía que no me iba a dar cuenta? Maldita sea, ¿cómo no me di cuenta antes?
Me encogí de hombros.
– Por lo que sé, antes hacía muy bien todo lo que le encargaban. -Flaco consuelo para un abogado que podía acabar presentándose en la sala de autos más desnudo que Adán. Al parecer pensaba lo mismo que yo, porque se había puesto pálido como la cera.
– Pero, ¿dónde tenía la cabeza ese hombre?
– ¿Quién sabe? Puede que tuviera intención de ponerse al día en algún momento.
– ¿Es gordo el desaguisado?
– Bueno, aún te quedan los testigos de la causa criminal. Parece que casi todos han recibido la citación, o sea que por ese lado puedes estar tranquilo. Pero la mitad de los testigos de la causa civil ni siquiera sabe quién era Morley. Tal vez me equivoque, sólo he hecho una comprobación improvisada. Pero lo digo porque hay informes cuya existencia consta y que no encuentro.