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– Tiene usted suerte de que se haya corregido.

– En parte se debió a la muerte de Isabelle. Nos afectó mucho e hizo que nos buscáramos la una a la otra. Perdimos a la mejor amiga que habíamos tenido, aunque justamente eso consiguió unirnos.

– ¿Cómo se enteró de que bebía?

– Llegó un momento en que bebía tanto que era imposible no darse cuenta. Cuando terminó la escuela primaria, ya no podía controlarse. Tomaba pastillas, fumaba marihuana. Se había sacado el carnet de conducir hacía seis meses y ya había tenido dos accidentes. Además, robaba todo lo que podía. A Isabelle la mataron en Navidad y lo que le cuento ocurrió en otoño. En el bachillerato faltaba a clase, suspendía los exámenes. Como no podía con ella, la eché de casa y se fue con su padre. Volvió al morir Isabelle. -Se detuvo para encender otro cigarrillo-. Ay, no sé por qué le cuento todo esto. Tengo que volver a clase. ¿Le importaría esperar un rato? Y si pudiese llevarme a casa, se lo agradecería.

– No se preocupe. La acompañaré con mucho gusto.

8

La llevé a su casa a las diez y media, al concluir la clase. Casi todos los estudiantes se habían ido ya hacia las diez y cinco; el aparcamiento se había llenado de zumbidos de motor y de haces luminosos que rasgaban la oscuridad mientras los vehículos desfilaban hacia la calle. Me ofrecí a ayudarla a recoger el material, pero contestó que si lo recogía ella sola terminaría antes. Di vueltas por el aula, inspeccionándolo todo por encima mientras Rhe vaciaba el depósito del café, lo limpiaba, guardaba los útiles de dibujo y apagaba las luces. Cerró la puerta y nos dirigimos al VW, el único coche que quedaba en el aparcamiento.

– Vivo en Montebello -dijo mientras avanzábamos hacia la verja-. Espero que no le quede demasiado lejos.

– No se preocupe. Yo vivo en Albanil, junto a la playa. Volveré por Cabana y no habrá problemas.

Giré a la derecha para acceder a Bay y luego otra vez a la derecha para entrar en Missile; después de cruzar dos bocacalles llegamos a la autopista. Me dijo cómo se llegaba a su calle. Durante tres kilómetros estuvimos hablando de cosas sin importancia mientras yo pensaba cómo obtener más información.

– ¿Cómo se enteró de la muerte de Isabelle?

– Llamó un policía hacia las dos y media y me contó lo que había pasado. Me preguntó si podía ir a la casa para hacer compañía a Simone. Me puse lo primero que encontré, corrí al coche y no paré hasta llegar a la casa. Sufrí una impresión tremenda. Mientras conducía no paraba de hablar conmigo misma, como si me faltara un tornillo. No derramé una lágrima hasta que llegué y vi la cara de Simone. Los Seeger estaban desolados, no paraban de contar lo sucedido. No sé quién se sentía más destrozado. Creo que yo. Simone estaba como en las nubes. Hasta que apareció David. Entonces ella estalló sin poder contenerse. Perdió los estribos.

– Ah, sí. Dijo que estaba haciendo footing en plena noche. ¿Le creyó usted?

– Bueno, no sé. Sí y no. Hacía años que corría por la noche. Según decía, todo estaba en silencio y no tenía que preocuparse por el tráfico ni por el humo de los tubos de escape. Creo que padecía insomnio y daba vueltas por la casa a todas horas.

– ¿Y hacía footing para agotarse cuando no podía dormir?

– Sí. Aunque, por otra parte, la noche del crimen parecía puro cuento. -Rotó un dedo en un hoyuelo imaginario de la mejilla, igual que una rubita coquetona-. «Qué casualidad. Hacía mi carrerita de las dos de la madrugada y se me ha ocurrido pasar por aquí.»

– Dice Simone que entonces vivía en la avenida, no muy lejos de allí.

Hizo una mueca.

– Una birria de casa. Según dijo a la policía, volvía de correr, y al ver luces en casa de Isabelle se había acercado para ver qué pasaba.

– ¿Parecía alterado?

– No me atrevería a jurarlo, pero en aquella época no parecía conmoverse por nada, uno de los principales motivos de queja de Isabelle. David era un autómata emocional.

– Dice usted que Simone perdió los estribos. ¿Qué ha querido decir exactamente?

– Que se puso histérica cuando apareció David, convencida de que había matado a Isabelle. Ella siempre ha dicho que lo del robo de la pistola fue un camelo. Todos habíamos estado en la casa cientos de veces. ¿A santo de qué iba a subir nadie a hurtadillas para robar la treinta y ocho de David y precisamente entonces? Simone decía que era parte de la coartada. Quizá tenga razón.

– Entonces, ¿también estaba usted en la fiesta que dieron durante el puente del día del Trabajo, cuando desapareció el arma?

– Desde luego, yo y todos los demás. Peter y Yolanda Weidmann, los Seeger, los Voigt…

– ¿Kenneth también? ¿Con su ex mujer y su mujer?

– Es lo que se lleva, oiga. Toda la familia reunida y radiante de felicidad, menos Francesca, desde luego. La sufrida mujer de Kenneth, una mártir de las que ya no quedan. A veces pienso que Isabelle la invitó para fastidiarla. A Francesca le habría bastado con negarse a ir.

– ¿Qué le pasaba?

– Sabía que Kenneth seguía enamorado de Isabelle. A fin de cuentas, había sido Isabelle quien había dado la patada a Kenneth. Se casó con Francesca para consolarse.

– Parece un novelón.

– Peor -dijo Rhe-. Francesca es una mujer hermosa. ¿La conoce? -Negué con la cabeza-. Como una modelo: rasgos perfectos y un cuerpo de los que despiertan pasiones criminales; pero es insegura y le gustan los hombres titubeantes. ¿Me explico? En Ken encontró al hombre ideal porque ella sabía que nunca iba a ser del todo suyo.

– Una pregunta -dije-. Anoche oí su versión y dice que la persona insegura era Isabelle. ¿Es verdad?

– Desde mi punto de vista, no, pero ante los hombres es posible que reaccionara de un modo distinto. -Señaló las casas de la izquierda-. Es la primera.

Estábamos en lo que llaman los barrios bajos de Montebello, un distrito donde una casa cuesta sólo 280.000 dólares. * Abrió la portezuela y bajó del coche.

– La invitaría a tomar una copa, pero tengo trabajo. Voy a estar levantada la mitad de la noche.

– No se preocupe. Está bien así. Además, me siento muy cansada. Muchas gracias por el tiempo que me ha dedicado -dije-. Por cierto, ¿dónde es la exposición?

– En la Galería Axminster. La inauguración será el viernes a las siete, y se servirá un aperitivo. Vaya a verla si puede.

– Lo haré.

– Gracias por traerme. Si se le ocurren más preguntas, ya sabe dónde estoy.

La casa de Henry estaba a oscuras cuando llegué. No había ningún mensaje en el contestador automático. Para calmar los nervios me puse a ordenar la sala de estar y limpié el cuarto de baño de la planta baja. Asear la casa es terapéutico; actividades como quitar el polvo y pasar la aspiradora, fregar los platos y cambiar las sábanas, despejan el cerebro. A mí se me han ocurrido muchas ideas profundas con el estropajo en la mano y los ojos fijos en los remolinos de la espuma en el fregadero. Al día siguiente por la noche barrería la escalera de caracol y limpiaría el altillo y el cuarto de baño de arriba.

Dormí como un lirón, me levanté a las seis, hice footing y acometí el resto de la rutina de todas las mañanas con el piloto automático puesto. Mientras me dirigía al despacho, pasé por la panadería para comprar café con leche envasado en un recipiente termostático. Tuve que dejar el coche a un par de manzanas y, cuando me instalé ante el escritorio, el café estaba a la temperatura ideal. Mientras me lo tomaba me quedé mirando las carpetas esparcidas por todas las superficies hábiles del despacho. Para tener una idea aproximada de lo que contenían no iba a tener más remedio que ordenarlas un poco. Me tomé la mitad del café y aparté el resto a un lado.

Me arremangué y puse manos a la obra. Vacié las dos cajas de cartón, así como la bolsa marrón que había llenado de expedientes en la casa y la oficina de Morley. Organicé las carpetas por orden alfabético y reconstruí, como una hormiguita, la sucesión de informes, utilizando las facturas de Morley como índice general. En algunos casos (Rhe Parsons, por ejemplo), había un nombre registrado en la factura, pero ninguna carpeta. En el caso de «Francesca V.», que supuse sería la actual señora Voigt, encontré una carpeta debidamente etiquetada, pero totalmente vacía. Lo mismo ocurrió con Laura Barney, que probablemente era la ex mujer de David. ¿Había hablado Morley con ellas o no? La anterior señora Barney trabajaba al parecer en la Clínica Santa Teresa. Aunque Morley había apuntado un teléfono, era imposible saber si se había puesto en contacto con ella o no. Había presentado factura por sesenta horas de entrevistas; figuraban algunos recibos de desplazamientos; pero el material que había allí no sumaba sesenta horas. Hice una lista con todos los nombres sobre los que faltaba el correspondiente informe escrito o una simple nota que demostrara que había habido entrevista.

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* Alrededor de 30 millones de pesetas. (N. del T.)

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