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Volví al despacho y llamé a la sargento Hixon, una amiga mía que trabaja en la cárcel. Consultó la ficha de Curtis McIntyre y me comunicó la dirección que éste había dado al último funcionario que había decretado su libertad condicional. Por lo visto, Curtis pasaba todos los años una temporada en las instalaciones gratuitas que administraba la Comisaría del Sheriff del Condado de Santa Teresa, que para él tenían que ser una versión particular de esos apartamentos en Hawai que sólo se ocupan durante las vacaciones. Cuando no disfrutaba de las comidas gratis y de los partidos de baloncesto de la penitenciaría, ocupaba al parecer una habitación en el Thrifty Motel («Por días, por semanas, por meses… con derecho a cocina») del sector norte de State Street.
Aparqué el VW al otro lado de la avenida y enfrente del establecimiento, al que, según pude comprobar de un vistazo, se podía ir a pie desde la cárcel. Curtis ni siquiera tenía que buscar taxi cada vez que le ponían en libertad. Supuse que su habitación era la única que no tenía estacionado delante un vehículo desvencijado. Los ocupantes de las demás exhibían Chevrolets y Cadillacs de diez años de antigüedad, los coches preferidos por los especialistas en estafar a compañías de seguros automovilísticos, profesión que quizá desempeñaran. Curtis no llevaba en libertad el tiempo mínimo que se necesita para involucrarse en actividades ilegales. Bueno, quizá tirar basura a la calle, conducta inmoral y escupir en público, pero nada de mayor cuantía.
El Thrifty Motel parecía una reproducción de los moteles de carretera donde Bonnie y Clyde se escondían de la policía. Tenía forma de L, era de piedra artificial y estaba pintado de ese color verde tan raro que adquieren las yemas cuando los huevos se hierven durante demasiado tiempo. Había doce habitaciones en total, todas con un porchecito algo mayor que un felpudo y caléndulas plantadas en latas iguales de café, agrupadas en dúos y tríos, junto a los peldaños de cada porche. Adosada a la oficina de recepción había una máquina de Coca-Colas y la ventana estaba medio llena de reproducciones en tamaño natural de tarjetas de crédito que aceptaban.
Iba a cruzar la avenida para comprobar si mi hombre estaba allí cuando vi salir a McIntyre de la habitación que le había asignado mentalmente. Parecía descansado, y recién afeitado; vestía unos tejanos, una camiseta blanca y una cazadora vaquera. Se pasaba un peine de bolsillo por el pelo húmedo de la ducha y los rizos le perfilaban las orejas. Fumaba y masticaba chicle a la vez, refrescante combinación aromática para cultivar el buen aliento. Puse en marcha el VW y le seguí a distancia.
Procuré no perderlo de vista mientras avanzaba en dirección oeste y pasaba por delante de una serie de comercios, una pizzería, una gasolinera, una casa de alquiler de coches, un supermercado del bricolaje y una tienda de artículos de jardinería. Un poco más allá, donde la avenida doblaba hacia la izquierda, había un bar donde daban comidas, un local llamado The Wander Inn. Curtis arrojó la colilla hacia la calzada y desapareció por la puerta, abierta de par en par. Me introduje en el aparcamiento alfombrado de grava que había detrás y dejé el coche en una de las diez plazas vacías. Entré por la puerta trasera, pasé ante los lavabos y la cocina, donde vi al cocinero escurriendo el aceite de una freidora metálica llena de patatas fritas.
El interior del local, todo de poliuretano, olía a cerveza y estaba iluminado por el prisma de luz solar que entraba por la puerta. El humo del tabaco daba ya al local el aspecto borroso de las fotos antiguas. Los únicos colores que distinguí fueron los chillones matices primarios de la máquina de marcianitos, donde una astronauta de grandes pechos cónicos, enfundada en un ceñido traje espacial de color azul y calzada con botas amarillas hasta el muslo, estaba a horcajadas sobre la Tierra. A sus espaldas, una nave espacial roja, y que tenía forma de consolador, partía rumbo a la Luna.
Los seis hombres de la barra se volvieron para mirarme, pero Curtis no era ninguno de ellos. Lo vi en un reservado, empinando una botella de cerveza mientras la nuez de Adán le subía y bajaba como un émbolo. Dejó en la mesa la botella vacía y se inmovilizó para emitir una serie de ruidosos eructos en cadena, igual que un león marino enfadado cuando ladra a su pareja.
Una camarera con pantalón negro, camisa blanca y playeras salió de la cocina con una bandeja de comida caliente y se dirigió al reservado de Curtis. Esperé a que le dejara en la mesa la hamburguesa con queso y el plato de patatas fritas, que Curtis roció con generosas raciones de sal y Ketchup. Amontonó la lechuga, el tomate, el pepinillo y la cebolla encima de la hamburguesa, lo tapó todo con la otra mitad del panecillo y lo aplastó con los dedos. Tuvo que coger el bocadillo con las dos manos para poder llevárselo a la boca. Me acerqué al reservado y me deslicé en el asiento que había frente a él. Manifestó todo el entusiasmo que pudo exteriorizar con la boca llena y los labios pintados de Ketchup.
– ¡Hola! ¿Qué tal? ¡Oye, qué alegría! No me lo puedo creer. ¿Cómo sabías que estaba aquí? -Engulló el bocado y se limpió la parte inferior de la cara con una servilleta de papel. Le alargué otra que cogí del servilletero y le observé mientras se limpiaba los dedos, operación tras la que insistió en chocarme la mano. No se me ocurrió ninguna excusa educada para negarme, aunque sabía que la mano me olería a cebolla durante una hora.
Crucé los brazos y apoyé los codos en la mesa para disuadirle de nuevos contactos.
– Tenemos que hablar, Curtis.
– Tengo todo el tiempo del mundo. ¿Te apetece una cerveza? Te invito.
Sin esperar mi respuesta, enseñó al camarero de la barra la botella de cerveza y dos dedos.
– ¿Quieres comer algo? Pide lo que quieras -me ofreció.
– Acabo de comer.
– Coge patatas entonces. Pica lo que quieras. ¿Cómo sabías que me habían soltado? La última vez que nos vimos estaba entre rejas. Estás de miedo.
– Gracias. Tú también. La última vez que nos vimos fue ayer -dije.
Se levantó y fue a la barra para coger las cervezas. Aproveché la ocasión para picar unas patatas. Las habían cortado en forma de cuña, les habían dejado la piel y estaban muy bien cocinadas. Curtis volvió al reservado con las botellas, se puso junto a mí y sacudió la cadera como si quisiera sentarse a mi lado.
– Ni hablar -dije. Se comportaba como si fuera mi novio, y advertí que los de la barra nos miraban ya con cara especulativa.
Me negué a hacerle sitio y tuvo que sentarse donde antes. Me pasó una cerveza y me sonrió de oreja a oreja. Harto de cerveza, tabaco y grasas saturadas, tal vez creyera que, con un poco de suerte, a lo mejor ligaba aquella tarde.
– No vas a ser mala conmigo, ¿verdad, cariño?
– Curtis, acaba de comer y deja de mirarme con cara de carnero degollado. Me entran ganas de atizarte con un periódico.
– Eres un cielo -dijo. La pasión, por lo visto, le había quitado el hambre. Apartó la bandeja, encendió un cigarrillo y me lo ofreció, como si acabáramos de retozar en la cama.
– No soy ningún cielo. Tengo muy malas pulgas. Y ahora, al grano. Hay un pequeño problema con lo que me contaste ayer.
Arrugó el entrecejo para demostrarme que se ponía serio.
– ¿Qué quieres decir?
– Me contaste que habías asistido al juicio de David Barney.
– A todo no. Ya te lo dije. El delito es interesante a veces, pero la ley es aburrida, ¿conforme?
– Me dijiste que habías hablado con David Barney cuando salió de la sala, poco después de que le absolvieran.
– ¿Eso te dije?
– Sí.
– Esa parte no la recuerdo. ¿Cuál es el problema?
– El problema es que entonces estabas esperando a que te acusaran formalmente de allanamiento de morada.
– Nooooo -exclamó con incredulidad-. ¿En serio?