12
Estacioné el coche delante de mi casa, entré el maletín, cogí el chubasquero, que suelo dejar colgado detrás de la puerta, y caminé hasta el muelle. El sol no se había puesto aún, pero la luz mostraba ya un matiz grisáceo. Los ocasos prolongados eran usuales en aquellos días de diciembre, las sombras se condensaban detrás de los árboles mientras el cielo conservaba el color del aluminio recién lavado. Al final del crepúsculo, las nubes tomarían un color morado y azul, y los últimos estertores del astro rey perforarían con flechas rojizas la inminencia de la noche. En California y en invierno, por la noche suele hacer entre diez y quince grados centígrados. En verano también, lo que significa que todas las noches del año hay que dormir con el edredón encima.
A mi derecha, a unos cuatrocientos metros, el tentáculo largo y delgado del rompeolas se curvaba alrededor de la dársena, abrazando los botes de vela que flotaban en el recinto. El océano daba cabezazos contra el malecón, y el oleaje, coronado por un penacho de espuma, avanzaba de derecha a izquierda. El embarcadero que se extendía a mis pies parecía desplazarse como empujado por las olas. De los pesados maderos empapados y brillantes ascendía el olor de la creosota como si fuese vapor. La marea estaba alta, el agua parecía tinta china y los barrotes metálicos estaban manchados por la humedad. Había vehículos circulando por el embarcadero y el rumor de las tablas sueltas se transmitía a lo largo de la estructura como un pequeño terremoto. Se estaba levantando la niebla, arrastrando consigo el olor húmedo y penetrante de las algas. En la orilla, en lo que llamaban la dársena de los pobres, había barcas negras amarradas.
Las luces del puerto parecían brillar con frialdad sobre el sombrío telón de fondo del océano. El Marina Restaurant estaba iluminado como una feria y los alrededores olían a carne y pescado a la brasa. Uno de los porteros se dirigió al trote hacia el extremo del aparcamiento para recoger un vehículo. Las gaviotas descansaban en el tejado de la tienda de artículos de pesca y las dos vertientes de tipias estaban cubiertas por la pasta amarillenta de los excrementos acumulados. Los pescadores recogían los aparejos entre el crujido de las poleas y un pelícano se paseaba en busca de limosna alimenticia mirando a todas partes con ojos que parecían canicas de vidrio.
Me volví hacia la ciudad y vi los negros montes sembrados de puntos luminosos. La 101 discurría en sentido paralelo a la playa, que en aquel tramo daba un giro inesperado de este a oeste. Al otro lado de los cuatro carriles, los edificios de una y dos plantas del barrio comercial perfilaban State Street en sentido perpendicular y se encogían en la lejanía como en un ejemplo gráfico de un manual de perspectiva. Las palmeras ponían un oscuro contrapunto a la luz artificial que comenzaba a bañar el centro con su resplandor amarillo.
El sol se había ocultado ya, pero el cielo, aún no oscurecido del todo, había adquirido el matiz ceniciento de las brasas cuando se apagan. Llegué a las estructuras de madera ocre de la Marisquería Santa Teresa. En la terraza había ocho mesas de madera clavadas al embarcadero con sus bancos correspondientes. Los tres camareros que vi en el interior eran jóvenes, dieciochoañeros -excepto Tippy, que era ya veinteañera-, y vestían tejanos y camisetas de color azul oscuro con un cangrejo estampado y el nombre del establecimiento. En la parte delantera del chiringuito había peceras llenas de agua de mar con langostas y cangrejos vivos, amontonados y con aspecto malhumorado. Había también una especie de expositor de vidrio con hielo picado y filetes de pescado rojo, blanco y gris, ordenados en hileras. Al fondo estaba el mostrador. Detrás había una puerta que daba a una cocina donde en aquellos momentos destripaban un pez de gran tamaño.
Estaban cerrando ya y limpiaban los mostradores. Vi a Tippy casi un minuto antes de que ella me viese a mí. Se movía con ligereza y adoptó una actitud práctica cuando un individuo que estaba ante el expositor le hizo un pedido.
– Ha de ser el último. Cerramos dentro de cinco minutos.
– De acuerdo. Y disculpe, ¿eh?, no me había dado cuenta de que fuera tan tarde. -Se dirigió a toda velocidad hacia la pecera y señaló con el dedo el desdichado objeto de su gula. La joven se guardó en el bolsillo el bloc donde anotaba los pedidos y metió el brazo en el agua turbia. Cogió con destreza la langosta por detrás y la levantó para ver qué le parecía al cliente. La dejó caer en el mostrador, cogió un cuchillo de carnicero e introdujo la punta bajo el caparazón, en el punto donde la cola se unía al resto del cuerpo. Aparté los ojos, pero alcancé a oír el chasquido que producía el cuchillo al caer sobre el animal y partirlo en dos. Vaya forma de ganarse la vida. Muerte a discreción a cambio del salario mínimo. Metió el cadáver en el microondas, cerró éste de un portazo y programó el tiempo. Se volvió hacia mí, sin identificarme.
– ¿En qué puedo servirla?
– Hola, Tippy. Soy Kinsey Millhone. ¿Qué tal estás?
Vi en sus ojos un rezagado destello de reconocimiento.
– Ah, hola. Mi madre acaba de llamar para decirme que iba a venir usted. -Volvió la cabeza-. ¡Corey! ¿Puedo irme ya? Encárgate tú hoy de la caja y mañana lo haré yo.
– De acuerdo.
Se volvió hacia el individuo que esperaba la langosta.
– ¿Qué quiere para beber?
– ¿Tienen té en lata? Frío, por favor.
Sacó la lata del frigorífico, puso hielo en un vaso de cartón y extrajo de detrás del expositor un pequeño envase con ensalada de col cruda. Garabateó el total en la parte inferior del ticket y arrancó éste de la matriz con gesto amanerado. El cliente le entregó un billete de diez dólares y la joven le devolvió el cambio con el mismo sentido práctico. El relojito del microondas sonó. Metió la mano en el interior con un agarradero de cocina y puso la humeante langosta en un plato de cartón. Apenas lo hubo cogido el cliente, se desató el delantal y salió por una portezuela lateral.
– Podemos sentarnos aquí mismo, a no ser que prefiera que vayamos a otra parte. Tengo el coche ahí aparcado. ¿Prefiere que hablemos en el coche?
– Podemos ir hacia allí. En realidad sólo tengo que preguntarte un par de cosas.
– Quiere saber qué hice la noche en que mataron a Isabelle, ¿no?
– Exacto. -Era una lástima que Rhe la hubiera avisado, pero ya no podía remediarse. Rhe habría tenido tiempo de avisarla aunque yo hubiera ido a verla inmediatamente. Tippy había tenido tiempo de sobra para inventarse la coartada que quisiera… en el caso de que necesitara una coartada.
– Bueno, le he dado vueltas para ver si me acordaba. No sé, creo que estaba en casa de mi padre.
– ¿No recuerdas nada en concreto en relación con aquella noche?
– No. Por entonces iba aún al instituto y posiblemente tuviera que estudiar o hacer deberes.
– ¿No tenías vacaciones? Recuerda que fue el día 26 de diciembre. Casi todos los estudiantes tienen fiesta entre Navidad y Año Nuevo.
Arrugó el entrecejo ligeramente.
– Tal vez sí. Ya no me acuerdo.
– ¿Recuerdas cuándo te llamó tu madre para contarte lo de Isabelle?
– No sé, creo que fue una hora después. Una hora después de que sucediera. Sé que me llamó desde la casa de Isabelle, pero creo que estuvo allí un rato con Simone.
– ¿No cabe la posibilidad de que hubieras estado fuera hacia la una o la una y media?
– ¿A la una y media de la madrugada? ¿En la calle, dice usted?
– Sí, con algún chico, o con la pandilla.
– Nnnn… nooo. A mi padre no le gustaba que estuviera en la calle tan tarde.
– ¿Estaba tu padre en casa aquella noche?
– Claro. Bueno, seguramente -dijo.
– ¿Recuerdas lo que te dijo tu madre cuando te llamó?
Meditó unos momentos.
– Creo que no. Bueno, recuerdo que me despertó y que ella estaba llorando.