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Tener que volver a la casa de Morley parecía ya cosa de guasa, pero no tuve más remedio que hacerlo. Burt Walker me había dicho que le llevara todos los productos domésticos susceptibles de causar una intoxicación. Cuando llegué vi a Louise en la entrada, delante mismo del buzón. No manifestó sorpresa alguna al verme. Aguardó con paciencia a que estacionara el vehículo y bajase. Echamos a andar hacia la casa con camaradería, como si fuéramos viejas amigas.
– ¿Dónde está Dorothy? -pregunté.
– Descansando en su cuarto.
– ¿Se siente indispuesta?
Adoptó una actitud franca.
– Mi hermana es una mujer realista. Morley ha muerto. Si le han envenenado, quiere salir de dudas. Y, naturalmente, se siente indispuesta; lógico, ¿no?
– No me ha hecho ninguna gracia aumentar su aflicción, pero no había manera de ahorrarle el trago.
– Nadie puede soslayar lo inevitable. ¿A qué se debe su regreso?
Le resumí la conversación que había sostenido con el coroner.
– Se muestra más bien pesimista -añadí-, pero por lo menos ha accedido a analizar lo que encuentre. Voy a necesitar un recipiente grande para transportar el material.
– ¿Qué le parece una bolsa de basura? Usamos unas de tamaño reducido y con cierre elástico en la boca.
– Perfecto -dije.
La seguí a la cocina y fuimos cogiendo lo que nos pareció pertinente. El armarito que había debajo del fregadero estaba hasta los topes de productos tóxicos. Apabullaba pensar que el ama de casa corriente se pasa la vida con las piernas rodeadas de artículos mortíferos. Deseché algunos, por ejemplo el Drano, que sirve para disolver los pelos que se acumulan en el estómago de los animales; me parecía inconcebible que hubiera engullido una dosis letal de aquella sustancia sin darse cuenta.
Louise estaba atenta y me señalaba los productos que pasaba por alto. Metimos en la bolsa el detergente para quitar la grasa del horno, un atomizador de insecticida, un frasco de salfumán, otro de amoníaco, otro de alcohol desnaturalizado y una caja de bolas de naftalina. Me vino a la cabeza una imagen absurda en que Morley, con la cabeza hacia atrás, tragaba bolas de naftalina como si fueran peladillas. En el alféizar de la ventana de la cocina había medicamentos de Morley y los metimos en la bolsa.
También cogimos todo lo que ostentaba el nombre de Morley en el botiquín del cuarto de baño, así como los fármacos que podían resultar mortales en grandes cantidades. Aspirina, Unisom, Percogesic, antihistamínicos. Ninguno parecía particularmente peligroso. Aunque revisamos todas las papeleras, no hallamos nada que nos inspirase la menor sospecha. En el garaje encontramos algunos envases, pero no tantos como había supuesto.
– Apenas hay pesticidas y fertilizantes -comenté de pasada. Louise metía en la bolsa un frasco de aguarrás.
– A Morley no le gustaba trabajar en el jardín. Era competencia de Dorothy. -Se puso a cierta distancia de los anaqueles y giró sobre sí con lentitud para observar lo que contenían-. Ahí veo algo. Es aceite de motor -dijo, y se volvió hacia mí.
– Échelo también a la bolsa -dije-. No creo que se atracara de lubricante Sears, pero cualquier cosa es posible. ¿Y en la oficina? ¿Hay algún botiquín en el lavabo de allí?
– No se me había ocurrido. Seguro que sí. Voy a buscar las llaves.
– No se preocupe. Le diré a la peluquera que trabaja al lado que me deje entrar por la puerta de comunicación.
Regresamos a la parte delantera de la casa y saqué las llaves del coche.
– Gracias por todo, Louise.
– Cuéntenos lo que descubran -dijo.
– Tardará un tiempo. Los informes de toxicología tardan un mes a veces.
– ¿Y la autopsia? Algo saldrá de ahí, digo yo.
– No se sabrá nada hasta después del entierro.
– ¿Irá usted al sepelio?
– Ésa es mi intención.
Mientras me dirigía a la oficina de Morley, estuve a punto de rendirme ante la inseguridad. Era ridículo. Me resultaba imposible concebir que Morley hubiera ingerido un producto cualquiera sazonado con lejía o con detergente en polvo. Nunca fue un sibarita, pero a la primera cucharada de lavavajillas o de insecticida se habría dado cuenta. Sobre las medicinas que tomaba no habría sabido opinar. No se había vaciado ningún frasco ni por otro lado había ninguno con tan poco contenido como para sospechar que hubiera tomado una sobredosis, por casualidad o de cualquier otro modo. Las cápsulas de dos fármacos que tomaba por prescripción facultativa habían podido adulterarse, desde luego. Como la puerta trasera de la casa solía quedarse abierta, cualquiera podía haber entrado furtivamente y sustituido los medicamentos por cualquier sustancia mortal.
Llegué a la oficina de Morley y estacioné el coche en el sendero del garaje. Di la vuelta a la construcción y me dirigí a la puerta principal, arrastrando la bolsa de plástico como un Santa Claus errante. Era la segunda vez que estaba allí y el lugar me parecía más deprimente que durante la primera visita. El revestimiento exterior de madera estaba pintado con un brillante color azul turquesa, mientras los marcos de las ventanas y el alero eran de un blanco enhollinado. Los rótulos encajados entre los copos de nieve que decoraban el escaparate anunciaban que en el salón se hacían ya peinados estilo Catarata y teñidos Semáforo. Entré.
El local estaba vacío en esta ocasión y Betty, a quien supuse la propietaria, se tomaba un café y fumaba un cigarrillo en la parte trasera mientras cuadraba la contabilidad.
– ¿Y el personal?
– Han salido a comer. Hoy es el cumpleaños de Jeannie y tengo que ocuparme yo de los teléfonos. ¿Qué se te ofrece?
– Tengo que volver a entrar en el despacho de Morley.
– Tú misma -dijo con un encogimiento de hombros.
Habían bajado las persianas. La luz que se filtraba por el papel agrietado inundaba la habitación de un resplandor beige. Junto con el olor a moho y a polvo de alfombra percibí otro a colillas viejas que se mezclaba con el aroma del café y del tabaco reciente que entraba del salón adjunto y por el conducto de la calefacción.
Un registro rutinario de los cajones de la mesa y de los archivadores me reveló que allí no había sustancia tóxica alguna. En el cuarto de baño encontré una caja de Comet tan vacía que los restos de detergente se habían condensado en bolitas que rodaban en el fondo como guisantes secos. En el botiquín sólo encontré un frasco medio lleno de jarabe para la tos. Lo metí en la bolsa de plástico por si habían introducido raticida, vidrio molido o naftalina. Puestos a representar un melodrama, lo representé hasta el final. Tras constatar que la papelera del lavabo estaba vacía, volví al despacho para inspeccionar la papelera que había bajo la mesa de Morley, pero no la vi por ninguna parte. La busqué intrigada. La había visto durante la visita anterior.
Abrí la puerta que comunicaba con la peluquería y asomé la cabeza.
– ¿Dónde está la papelera de Morley?
– En el porche.
– Gracias. ¿Puedes hacerme otro favor?
– Lo intentaré -dijo.
– Cabe la posibilidad de que se haya cometido un crimen aquí dentro. Yo tengo que volver dentro de un par de días: ¿podrías mantener el despacho cerrado?
– ¿Quieres decir que no debo dejar que entre nadie?
– Exacto. No toques ni tires nada.
– Está tal como la dejó Morley -dijo.
Cerré la puerta y recogí la papelera del porche delantero, que ya estaba cubierto de serpenteantes regueros de hormigas. La sacudí unas cuantas veces con no poca aprensión, me senté en el peldaño superior y empecé a vaciar lo que contenía. Papeles, catálogos, pañuelos de papel usados, vasos de café desechables. La caja de cartón y el pastel medio comido que había dentro eran ahora la única fuente de alimentación de la multitudinaria colonia de hormigas. Puse la caja junto a mí y examiné el contenido. Todo indicaba que Morley se había detenido en la pastelería camino de la oficina para comprar un strudel. Se había comido la mitad y tirado el resto a la basura, porque quebrantar el régimen alimenticio debió de provocarle remordimientos de conciencia. Observé el strudel con atención, pero sin saber con certeza lo que buscaba. No vi ni rastro de fruta, pero ¿con qué se hace el strudel de frutas, si no hay frutas? Cogí los restos con cuidado y los envolví en el papel que había dentro de la caja.