Me levanté y me acerqué a los archivadores de la pared del fondo. En la V, de voigt/barney por ejemplo, vi varias carpetas de cartulina marrón repletas de papeles de toda índole. Agarré las carpetas y fui amontonándolas en el escritorio. La puerta se abrió de golpe a mis espaldas y di un respingo. Era Betty, la del salón de belleza.
– ¿Has encontrado lo que buscabas?
– Sí, eso creo. Parece que guardaba casi todos los expedientes en casa.
Hizo una mueca al percibir la peste a moho. Se acercó al escritorio y cogió la papelera.
– Voy a vaciarla. No recogen la basura hasta el viernes, pero no quiero dar ninguna oportunidad a las hormigas. Morley encargaba una pizza tras otra desde aquí, para que su mujer no pudiese verle. En teoría estaba a régimen, pero siempre tenía en la mesa cajas de comida china o bolsas de McDonald's. Tragaba como una lima. No era asunto mío, desde luego, pero habría podido cuidarse un poco.
– Eres la segunda persona que me lo comenta hoy. Pero, en fin, cada cual va a la suya y no creo que nadie tenga derecho a impedirlo. -Cogí las carpetas y el calendario-. Gracias por dejarme entrar. Supongo que vendrán a limpiar el cuarto dentro de una semana a lo sumo.
– ¿No te interesaría alquilar un despachito?
– No como éste -dije con resolución. Poco después pensé que a lo mejor se había sentido ofendida por esa respuesta, pero las palabras me habían salido espontáneamente. Vi a Betty por última vez en el momento en que abría la puerta para dejar la papelera en el pequeño soportal.
Volví al coche, puse el montón de carpetas en el asiento trasero, regresé a la ciudad y aparqué en el garaje que hay junto a la biblioteca pública. Cogí un cuaderno del asiento trasero, cerré el coche con llave y me encaminé a la biblioteca. En la sala de publicaciones periódicas, pedí al individuo que había en el mostrador los Santa Teresa Dispatch de hacía seis años. Me interesaban en concreto las noticias relativas a los días 25, 26 y 27 de diciembre del año en que habían matado a Isabelle Barney. Cogí el microfilme, me instalé ante una pantalla, puse el carrete en la máquina y con el dedo en los botones viajé en el tiempo hasta llegar a la semana en cuestión. El 25 de diciembre había sido domingo. Isabelle había muerto a primera hora de la madrugada del lunes. Para ayudar a refrescar la memoria de otros, tomé nota de algunos acontecimientos circunstanciales. Diluviaba en casi toda California, y en el tramo de la 101 que quedaba al sur de la ciudad hubo colisiones en cadena. Se había producido una ola de delitos, entre los que destacaba el atropello de un anciano en el sector norte de State Street; el conductor del vehículo, una camioneta con la caja descubierta, se había dado a la fuga. Habían atracado en un supermercado, habían forzado la puerta de dos casas particulares, y en la madrugada del 26 de diciembre había tenido lugar un catastrófico incendio, al parecer, provocado, en el estudio de un fotógrafo. También tomé nota de otro suceso: un niño de dos años y medio había sufrido lesiones sin importancia al disparársele el revólver del 44 que estaba en el coche en que lo habían dejado solo. Mientras leía las noticias, notaba chisporroteos ocasionales en los circuitos de la memoria. Me había olvidado por completo del incendio, aunque lo había visto personalmente mientras volvía a casa después de haber estado vigilando a un sospechoso. Las llamas ascendían al cielo encapotado y negro igual que una antorcha gigantesca. La lluvia había aportado un extraño contrapunto húmedo y cuando oí a James Taylor en la radio interpretando Vire and Rain, había sufrido un sobresalto inesperado. Mi recuerdo terminaba aquí con la misma brusquedad con que se apaga una bombilla.
Repasé el resto del carrete, pero no vi nada de interés. Volví al principio y saqué copia de todo menos de las páginas de anuncios. Rebobiné la película y volví a meterla en el estuche. Antes de salir a la calle aboné las fotocopias en el mostrador principal, mientras pensaba en las personas a quienes tendría que interrogar para que me contaran qué habían hecho durante esos dos días. ¿Cuánto recordaría yo, si alguien me preguntara qué había hecho la noche en que habían matado a Isabelle? Había recompuesto un fragmento del pasado, pero el resto estaba en blanco.
4
Saqué el coche del garaje y me dirigí a la penitenciaría del condado, que está bajo la jurisdicción de la Comisaría del Sheriff del Condado de Santa Teresa. La entrevista de Morley con Curtis McIntyre era uno de los escasos documentos que había encontrado en la carpeta que le correspondía, aunque el primero no había llegado a entregarle la citación al segundo. Al parecer Morley había hablado con Curtis a mediados de septiembre y desde entonces nadie más le había interrogado. Leí en las notas de Morley que McIntyre había compartido la celda con Barney la primera noche que éste había estado entre rejas. Según el presidiario, habían trabado cierta amistad, aunque más por parte de Curtis que de Barney. Le había llamado la atención el hecho de que Barney, a juzgar por las apariencias, era un hombre que no podía quejarse de nada. Curtis, acostumbrado a coincidir en las prisiones con toda clase de perdedores, había seguido el caso por los periódicos. Al abrirse el proceso, se había tomado la molestia de asistir. Apenas había hablado con Barney hasta el día en que éste había salido absuelto. Cuando David salía del juzgado, Curtis McIntyre se acercó a él para felicitarle. En aquel momento, según el testigo de cargo, David Barney había hecho una observación que daba a entender que era culpable. Sin embargo, era imposible saber si Curtis había dicho la verdad o si se lo había inventado todo.
Aparqué delante de la cárcel, enfrente de la flota de coches patrulla de la Comisaría del Sheriff del Condado. Recorrí el camino de entrada, crucé la puerta principal, accedí a la pequeña zona de recepción y me acerqué al mostrador que tenía forma de L y estaba protegido por un gran panel de vidrio. Seis semanas antes yo había pernoctado en una celda de aquel antro, y regresar revestida de legalidad me llenaba de orgullo. Era más glorioso entrar voluntariamente por la puerta principal que hacerlo por la trasera en compañía de un policía.
Firmé en el libro de entradas y rellené la solicitud. La funcionaria que estaba detrás de la ventanilla cogió la hoja y se alejó. Esperé en el vestíbulo, curioseando en el tablón de anuncios, mientras la mujer llamaba a no sé quién para que condujera a Curtis a la sala de visitas. En la pared, al lado del teléfono público, había una lista de garantes prestigiosos y otra de compañías de taxis de Santa Teresa. Las detenciones vienen a ser como tragedias a escala menor. Si después de depositar la fianza nos enteramos de que nos han embargado el coche, es como salir del fuego para caer en las brasas: un derechazo extra del destino después de una noche de humillaciones.
Me llamó la funcionaria.
– Su cliente vendrá enseguida. Cabina número dos.
Recorrí un pasillo y crucé la puerta que daba a las cabinas de las visitas. En aquel sector no había más que tres, construidas de modo que los detenidos pudieran hablar en privado con los abogados, con los funcionarios de Justicia que se encargaban de conceder la libertad condicional y con cualquier otra persona con quien tuviesen derecho a consultar. Entré en la «cabina número dos», de algo más de un metro de anchura, que consistía en una barrera de metro y medio coronada por un vidrio de seguridad y dotada de un rodapié muy parecido a los que hay en la barra de los bares. Me acerqué a la barrera, puse los pies en el barrote inferior y apoyé los codos en las rodillas. Al otro lado del vidrio había una cabina exactamente igual a aquella en que me encontraba, con una puerta al fondo para que entrasen los detenidos. Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y entró Curtis McIntyre. Parecía desconcertado por lo inesperado de la visita y se quedó confuso al verme, ya que sin duda creía que se trataba de su abogado.