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La siguiente parada era la oficina de Morley, que se encontraba en una pequeña travesía del «centro» de Colgate. Antiguamente era una zona residencial, se había reciclado en los últimos tiempos y ahora estaba atestada de establecimientos comerciales: fontanerías, tiendas de recambios automovilísticos, consultorios médicos y agencias inmobiliarias. Las antiguas casas unifamiliares seguían siendo chalecitos de madera. Pero donde antaño había una sala de estar se hallaba ahora la recepción de una compañía de seguros o, en el caso de Morley, un salón de belleza, al que había alquilado una habitación con cuarto de baño en la parte trasera. Rodeé la casa y me dirigí a la puerta principal. Dos peldaños conducían a un pequeño soportal de suelo de cemento y protegido por un saliente inclinado que hacía las veces de techo. En la parte superior de la puerta había un panel de vidrio esmerilado por el que nada podía verse. A la derecha de la puerta una estrecha placa ostentaba el nombre de Morley; seguramente la había encargado su mujer para que la estrenara el primer día de trabajo. Probé las llaves, pero ninguna entraba en la cerradura. Empujé la puerta. Era más segura que la de una cárcel. Sin pensármelo dos veces, di la vuelta para dirigirme a la parte de atrás; encontré una ventana y traté de abrirla. De pronto recordé que tenía que jugar limpio. Vaya lata, me dije. Me habían contratado para cumplir una misión. Me habían autorizado a registrar los archivos, pero no a forzar la cerradura. Qué injusticia. ¿De qué me servía entonces la experiencia?

Volví a la puerta principal y entré en el salón de belleza como una ciudadana que respeta la ley. La ventana estaba decorada con copos de nieve de mentira y en el vidrio había dos gnomos vestidos de Santa Claus estirando una pancarta que decía feliz navidad. En el rincón se veía un árbol navideño con adornos en las ramas y cajas de regalos a los pies. Había cuatro gabinetes, tres de ellos ocupados. En uno le estaban haciendo la permanente a una cuarentona envuelta en una bata de plástico. La empleada, tras dividirle las húmedas mechas, iba enrollándolas en rulos pequeños de plástico blanco parecidos a huesos de pollo. La sustancia fijadora llenaba el ambiente de olor a huevos podridos. La clienta de otro gabinete tenía la cabeza cubierta por un gorro de baño agujereado y la empleada le sacaba mechas finísimas por los agujeros con un instrumento que parecía una aguja de hacer ganchillo. Las mejillas de la clienta estaban anegadas en lágrimas, pero la buena señora se dedicaba a cotillear con la empleada como si aquello fuese un pasatiempo cotidiano. A mi derecha, otra empleada pintaba de color rosa chicle las uñas de su clienta.

Al mirar hacia la pared del fondo, vi una puerta artesonada que sin duda conducía a la oficina de Morley. En la parte de atrás, una mujer doblaba toallas y las amontonaba con orden. Se acercó a mí al verme titubear. La placa de su pechera decía: «Betty». Trabajando en ese oficio, me sorprendió que no tuviera un aspecto más presentable. Al parecer, la mujer había caído en manos de uno de esos artistas de la crueldad que disfrutan maltratando los pelos de las cincuentonas. El verdugo en cuestión le había afeitado la nuca y le había dejado una cresta rizada encima de la frente; el peinado le ensanchaba el cuello y le daba al rostro una expresión asustada. Abanicó el aire mientras arrugaba la nariz.

– ¡Uf! Son capaces de poner un hombre en la Luna, pero no de fabricar fijadores que no apesten. -Cogió una bata de plástico de una silla y me calibró con ojo de experta-. Mi vida, tú necesitas una intervención de urgencia. Anda, siéntate.

Miré a mi alrededor para ver a quién se dirigía.

– ¿Yo?

– Acabas de llamar por teléfono, ¿no?

– No, mujer, yo estoy aquí porque trabajo con Morley Shine, pero la oficina está cerrada.

– Ya. Bueno, lamento ser yo quien tenga que decírtelo, pero Morley se murió el otro día.

– Ya lo sé. Y lo siento. Pero creo que será mejor que me presente. -Saqué el carnet de detective y se lo enseñé.

Lo observó durante unos segundos y frunció el ceño mientras señalaba mi nombre.

– ¿Cómo se pronuncia?

– Kinsey -dije.

– No, el apellido. ¿Rima con caneloni?

– No, no rima con caneloni. Se pronuncia Míljon.

– Ah, Míljon -dijo, imitándome-. Creí que se pronunciaba Miljoni, como una marca de patatas fritas. -Volvió a mirar la fotocopia del carnet-. ¿Eres de Los Angeles, por casualidad?

– No, soy de aquí.

Me miró el pelo.

– Creí que te habían hecho ese nuevo look que está de moda en Melrose. Estética asimétrica, le llaman… Enfoque elíptico. Y es más o menos así, como si te lo cortaran con el ventilador del techo. -Rió el propio chiste dándose golpecitos en el tórax.

Di un paso atrás para mirarme en el espejo más cercano. Tenía un aspecto inenarrable. Me había dejado crecer el pelo durante varios meses y la desigualdad entre un lado y otro era manifiesta. En unos puntos parecía de estropajo y en los alrededores de la coronilla parecía pegado con engrudo. Experimenté unos instantes de incertidumbre.

– ¿De verdad crees que me vendría bien un corte?

Casi se partió de risa.

– Mira, ángel mío, no sé si reír o llorar. Lo tienes como si te lo hubiera cortado un loco furioso con unas tijeras de uñas.

A mí no me hizo ninguna gracia la comparación.

– Otra vez será -dije. Resolví ir derecha al grano antes de que me convenciera de lo que podría lamentar después-. Mira, trabajo para un abogado que se llama Lonnie Kingman.

– Claro. Conozco a Lonnie. Su mujer venía antes a mi iglesia. ¿Y qué tiene que ver con esto?

– Morley trabajaba para él en un caso y yo le he sustituido. Me gustaría entrar en su oficina.

– Pobre hombre -dijo la empleada-. La mujer enferma y encima se muere. Venía casi todos los días; pero, por lo que sé, a no hacer nada.

– Trabajaba principalmente en su casa -dije-. ¿Se puede entrar en su oficina por aquí? He visto una puerta al fondo. ¿Comunica con sus habitaciones?

– Morley la utilizaba cuando le buscaba algún cobrador. -Echó a andar hacia la puerta y tomé el gesto por una invitación.

– ¿Ocurría con frecuencia? -pregunté. A mí me habría costado concentrarme sabiendo que se desarrollaban otras actividades al otro lado de la puerta.

– En los últimos tiempos, sí.

– ¿Te importa si entro y me llevo unos expedientes que me hacen falta?

– Haz lo que quieras. Dentro no hay nada que valga la pena robar. Tú misma, chica. La puerta sólo tiene un pestillo manual por este lado.

– Gracias.

Tras cruzar la puerta de comunicación, me encontré en una estancia única, la habitación que había hecho de dormitorio trasero en la época en que el lugar se había utilizado como vivienda. El aire olía a moho. La moqueta era de un color marrón barroso, elegido seguramente porque disimulaba la suciedad. Lo que no disimulaba era el polvo y la pelusilla. Vi un pequeño ropero empotrado que Morley había utilizado como almacén, y un cuartito de baño con suelo de vinilo, taza con tapa de madera, pila de estilo ferroviario y ducha cerrada con paneles correderos de fibra vítrea. Durante un momento de depresión me pregunté si aquello era lo que el destino tenía reservado para mí: acabar como investigadora de provincias en una triste habitación de doce metros cuadrados que oliera a moho y a ácaros del polvo. Me senté en la silla giratoria de Morley y tomé nota de los crujidos que producía. Miré el calendario de mesa. Registré todos los cajones. Lápices, envoltorios de chicle, una grapadora sin grapas. Morley se atiborraba de grasa cuando nadie le veía. En la papelera, doblada por la mitad, había una caja de pastelería, blanca y plana. La grasa del dulce se había extendido por el cartón y encima de la tapa había un pegote pastoso. Posiblemente se encerraba todas las mañanas en la oficina para devorar Donuts y bollos rellenos.

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