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Fui al despacho para pasar a máquina las notas que había tomado. La lucecita del contestador automático parpadeaba alegremente. Pulsé la tecla de oír los mensajes y escuché el que habían dejado. Era una llamada de Rhe Parsons, la amiga de Isabelle, y su voz parecía tensa y puntillosa, la de la típica persona que devuelve una llamada sólo para quitarse de encima el compromiso. Marqué su número y, mientras sonaba el teléfono al otro lado del hilo, me puse a hojear un expediente que tenía en la mesa. ¿Dónde podría encontrar un testigo que hubiese visto a David Barney en el lugar de los hechos? Lonnie lo había dicho en plan sarcástico, pero ¡menudo golpe sería! Cuatro timbrazos… cinco. Iba a colgar cuando respondieron de pronto.
– ¿Diga?
– Sí, hola, soy Kinsey Millhone. ¿Podría hablar con Rhe Parsons, por favor?
– Yo misma. ¿Quién es?
– Kinsey Millhone. La llamé y…
– Ah, sí, sí -me interrumpió-. Sobre Isabelle. Pero no entiendo qué es lo que usted quiere.
– Verá, sé que habló usted con Morley Shine hace un par de meses.
– ¿Con quién?
– El detective que se encargaba de esto. Por desgracia, sufrió un ataque…
– Jamás he hablado con nadie acerca de Isabelle.
– ¿No habló usted con Morley? Trabajaba para un abogado en relación con el proceso entablado por Kenneth Voigt.
– No sé a qué se refiere.
– Disculpe. Puede que esté confundida. ¿Le importa si se lo cuento? -Y le resumí lo del juicio y lo del trabajo para el que me habían contratado-. Le prometo no hacerle perder más tiempo del necesario, pero me gustaría charlar unos momentos con usted.
– Estoy muy ocupada. Ha llamado usted en mal momento -dijo-. Soy escultora e inauguro una exposición dentro de dos días. No puedo desperdiciar ni un solo minuto.
– Podríamos charlar mientras tomamos un café o una copa esta misma tarde. Son las cinco menos diez. Puedo pasar por donde usted quiera, a la hora que más le convenga.
– ¿Y ha de ser precisamente hoy? ¿No puede esperar una semana?
– El juicio se nos echa encima. -Todo el mundo va a cien por hora, me dije.
– Mire, no quisiera parecer cruel, pero Isabelle murió hace seis años, y le pase lo que le pase a David Barney, ella no va a resucitar. Yo no le veo ningún objeto, ¿me explico?
– Puestos a ello, nada tiene objeto -dije-. Nos podríamos volar todos la tapa de los sesos, pero no lo hacemos. Es evidente que Isabelle está muerta, pero su muerte no tiene por qué carecer de sentido.
Se produjo un silencio. Aquella mujer no quería cooperar y no me gustaba apretar las clavijas a nadie, pero el asunto era serio. Cambió de actitud, irritada todavía, aunque dispuesta a ceder un poco.
– Está bien. Doy clases de dibujo en Formación de Adultos de siete a diez. Si pasa por allí, podríamos hablar mientras trabajan los estudiantes. Más no puedo hacer.
– Perfecto. Me viene de maravilla. Se lo agradezco muchísimo.
Me dio la dirección.
– Aula diez, al fondo.
– Allí nos veremos.
Llegué a casa a las seis menos veinticinco y vi luz en la cocina de Henry. Fui de mi puerta trasera a la suya y miré por el cancel. Estaba sentado en la mecedora con el vaso diario de Jack Daniels, leyendo el periódico mientras se hacía la cena. Percibí a través de la tela metálica un mareante aroma a carne y cebolla frita. Dejó a un lado el periódico.
– Pasa.
Abrí el cancel y entré en la cocina. Comenzaba a hervir agua en un puchero y vi salsa de tomate que burbujeaba en el quemador que había detrás.
– ¿Cómo está, Henry? No sé qué estará haciendo, pero huele divino.
Habría sido guapo a cualquier edad, pero a sus ochenta y tres años estaba fabuloso: alto, delgado, con el pelo blanco como la nieve, la piel bronceada y unos ojos azules que parecían despedir fuego.
– Preparo una lasaña para después. William llega esta noche. -William era su hermano mayor, tenía ochenta y cinco años, había sufrido un ataque al corazón en agosto y andaba achacoso desde entonces. Henry, tras plantearse la posibilidad de viajar a Michigan para verle, había pospuesto la visita hasta que William mejorara. Pero al parecer se había recuperado, porque había llamado a Henry para decirle que venía.
– Estupendo. Me había olvidado. Puede ser una auténtica aventura. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?
– Le dije que dos semanas, un poco más si no me harto antes. Va a ser un estorbo. Se ha recuperado físicamente, pero tiene una depresión de caballo desde hace meses. Lewis dice que está totalmente obsesionado. Seguro que me lo ha enviado para vengarse.
– ¿Qué le ha hecho usted?
– ¿Quién sabe? Es de los que no abren la boca. Y resulta que se cree que es mi padre. Le gusta hacerme pensar en mis pecados por si me he callado alguno. Le quité una novia en 1926. Estoy convencido de que ésta es su venganza, aunque podría equivocarme. Tiene memoria de elefante y ni un miligramo de generosidad. -Lewis era otro hermano de Henry y tenía ochenta y seis años. Su hermano Charlie tenía noventa y uno, y su única hermana cumpliría noventa y cuatro el 31 de diciembre-. En cualquier caso, apostaría a que no ha sido idea suya. Cabe la posibilidad de que mi hermana, Nell, haya puesto a William de patitas en la calle. Nunca le cayó bien y últimamente dice que William sólo sabe hablar de defunciones. Dentro de poco será su cumpleaños y no le apetece que le vengan con esas historias. Dice que la ponen enferma.
– ¿Cuándo llega el avión?
– A las ocho y cuarto, si no se estrella. Nos comeremos la lasaña con ensalada y después tal vez nos acerquemos al local de Rosie para tomar una cerveza. ¿Te apetece cenar con nosotros? De postre hay tarta de cerezas. Bueno, la verdad es que he hecho seis, pero las otras cinco son para Rosie, para cancelar la cuenta del bar. -Rosie es una húngara de apellido impronunciable que posee un bar donde sirven comidas. Henry ha sido panadero, y desde que se jubiló vive del trueque. Además provee de pastas a todos los que celebran tertulias domésticas en el barrio, donde está muy solicitado.
– No puedo -dije-. Tengo una cita a las siete y a lo mejor no llego a tiempo. Quizá coma algo en el bar de Rosie ahora, cuando salga.
– Puede que nos veamos mañana. No sé cómo pasaremos el día. Los deprimidos nunca quieren salir de casa. Seguramente estaré por aquí, mirándole mientras él se toma sus gotas.
La planta baja donde está el bar de Rosie da la sensación de haber sido antaño una tienda de comestibles. La fachada es lisa, estrecha, y entre los rasgados anuncios de cerveza y los zumbantes letreros de neón apenas se ven los ventanales. El local está empotrado entre una lampistería y una lavandería de máquinas de monedas y pésima iluminación cuyos usuarios consumen cerveza y tabaco en el local de Rosie mientras se hace la colada. El suelo es de madera; las paredes, de conglomerado con manchas de matiz caoba. Los reservados que bordean el perímetro se han construido de cualquier manera y el usuario que se mete entre las mesas y los asientos sin mirar dónde pone los pies está condenado a romperse la espinilla. Hay entre ocho y diez mesas de formica, y lo normal es que una de cada cuatro patas cojee. A la hora de la comida, los clientes no hacen más que agacharse para arreglar el desnivel con cajas de cerillas y servilletas dobladas. La iluminación es tan particular que da la sensación de que todos hemos abusado de la crema bronceadora.
La cena discurrió sin incidentes en cuanto me sometí y acepté lo que Rosie me indicó. Es una mujer irresistible: sesentona, húngara, bajita y pechugona, una despiadada ejecutora de las disposiciones de la mafia de la alimentación. El plato especial de aquella noche se llamaba gulyashus, que quiere decir estofado de ternera.
– Me apetece una ensalada. He comido demasiada porquería y necesito un buen lavado de estómago.