La mujer del mostrador era tremenda, no exactamente gigantesca, pero casi. Tenía la nariz enorme y bien formada, la bocaza pintada de rojo y un pelo rubio trenzado y enrollado en lo alto de la cabeza. Las gafas, de montura biselada y vidrio color violeta, estaban ligeramente manchadas de maquillaje melocotón en el borde inferior. Encima de la ropa de calle llevaba una bata rosa como las que suelen ponerse las peluqueras.
Saqué una tarjeta comercial y la puse en el mostrador.
– ¿Podría usted ayudarme? Busco a Regina Turner.
– Al menos lo intentaré. Soy Regina Turner. Mucho gusto -dijo. Nos dimos la mano. El teléfono interrumpió la conversación; mantuvo un dedo en alto a modo de puntero mientras comprobaba ciertas reservas-. Disculpe -dijo al colgar. Echó una mirada práctica a la tarjeta y me miró con fijeza a los ojos-. No doy información sobre los huéspedes.
– Se trata de otra cosa -dije. Le estaba explicando el motivo de mi visita cuando vi que manipulaba el reloj de fichar. Estaba claro que la charla había terminado para ella-. ¿Podría darme alguna información? -dije.
– Ojalá supiera algo -replicó-. La policía habló conmigo poco después de que atropellaran al pobre viejo. Si he de ser sincera, me sentí fatal, pero ya dije todo lo que sabía.
– ¿Estaba usted de servicio aquella noche?
– Estoy de servicio casi todas las noches. Es casi imposible encontrar buenos ayudantes, sobre todo cuando se acercan las vacaciones. Me encontraba aquí mismo cuando se produjo el accidente. Oí el chirrido de los neumáticos… un ruido que pone los pelos de punta, ¿verdad? Y a continuación el topetazo. La camioneta debió de tomar la curva por lo menos a cien por hora. Alcanzó al viejo en pleno paso de peatones y lo volteó en el aire. Fue como si le hubiese corneado un toro, un salto exactamente igual que en las películas. Y cayó tan a plomo que oí el ruido que produjo al estrellarse contra la calzada. Miré por la ventana y vi alejarse la camioneta. Desde aquí veo perfectamente el cruce. Llamé a la policía y salí a ver qué podía hacer. Cuando llegué junto al anciano, ya estaba muerto; y la camioneta había desaparecido.
– ¿Recuerda la hora?
– La una y once minutos. Tenía en el mostrador el mismo reloj digital y recuerdo que marcaba tres unos, igual que mi cumpleaños, que es el 11 de enero. No sé por qué, pero estas cosas se quedan grabadas durante años.
– ¿Vio al conductor?
– Ni de espaldas. Vi la camioneta. Era blanca y con una especie de logotipo azul oscuro en la parte lateral.
– ¿Qué clase de logotipo?
Negó con la cabeza.
– No sabría decirle.
– En fin, los detalles que me ha contado pueden serme útiles -dije. Lo más probable es que en California hubiese alrededor de seis mil camionetas blancas. La que buscaba podía haberse desguazado, repintado, vendido o pasado a otra región-. Gracias por todo.
– ¿No se lleva la tarjeta? -preguntó.
– Quédesela. Si recuerda algo interesante, no dude en llamarme.
– Descuide.
Titubeé al llegar a la puerta.
– ¿Cree que podría identificar la camioneta si le traigo unas fotos?
– Estoy convencida de que sí. Puede que no la recuerde bien, pero si volviese a verla creo que la reconocería.
– Magnífico. Volveré.
Al regresar al coche sentí un pequeño brote de esperanza, aunque debía reprimirlo. Formular una hipótesis era inevitable, porque no soy idiota. Había posibilidades de que la camioneta blanca que había causado la muerte de McKell fuese la misma que había atropellado a David Barney unos treinta minutos más tarde y aproximadamente a doce kilómetros de distancia. Había demasiado en juego para arriesgar conclusiones acerca de quién la conducía. Lo más prudente era atenerse a las reglas, tal como me habían enseñado. El primer paso consistía en sacar fotos de varios vehículos parecidos, entre ellos la camioneta del padre de Tippy, Chris White. Si Regina Turner la identificaba sin vacilar, tendría algo concreto en que apoyarme. El segundo paso, como es natural, consistía en averiguar quién conducía el vehículo.
14
Volví a la oficina y otra vez dejé el coche en la plaza de Lonnie. Como de costumbre, subí los peldaños de dos en dos y sólo me detuve para recuperar el aliento, apoyada contra la pared, al llegar al segundo piso. Entré en el bufete por la puerta lisa y sin distintivos que había en mitad del pasillo. Sólo la utilizábamos para llegar antes a los lavabos, que estaban en el pasillo, en la pared de enfrente. El segundo piso había consistido al principio en seis viviendas diferentes, pero Kingman e Ives habían engullido poco a poco todo el espacio disponible y no habían respetado más que los lavabos, situados en el pasillo para que también pudiera utilizarlos la clientela.
Abrí la puerta del despacho y oí los mensajes que me habían dejado en el contestador. Louise Mendelberg había llamado para preguntarme si podía devolverle las llaves de Morley aquella misma tarde. El hermano de Morley estaba a punto de llegar y quería utilizar el coche. Podía pasar a cualquier hora, si no era mucha molestia.
Resolví ordenar el escritorio y fotocopiar los expedientes que había cogido de casa de Morley para devolverlos. Me senté para revisar el correo, poniendo los recibos en un montón y la publicidad en la papelera. Abrí los recibos e hice cálculos. Sí, podía pagarlos. No, no podía dejar el trabajo y retirarme para vivir de los ahorros, que sumaban cero hasta la fecha. Comprobé el saldo en el talonario de cheques y aboné un par de recibos para no perder la costumbre. Esto para Gas & Electric. ¡Ja, ja, ja! He vuelto a dártela con queso, Pacific Telephone.
Me dirigí a la fotocopiadora con las carpetas. Tardé treinta minutos en fotocopiar todos los datos y en reordenar los expedientes. Volví a meter los originales en la bolsa de comestibles que me había dado Louise, aparté una caja de expedientes que quería revisar en casa, saqué la cámara de 35 milímetros del cajón inferior y la cargué con un carrete de película en color. Me hice con las Páginas Amarillas y busqué al padre de Tippy en la sección de Pintores. La empresa de Chris White, Olympic Painting, aparecía en un anuncio que ocupaba un cuarto de página donde figuraban el nombre, el domicilio comercial, el teléfono, el número de licencia y las actividades que abarcaba: «Toda clase de pinturas, chorro de agua (el agua la llevamos nosotros), pintura industrial y decorativa, barnices y lacados, empapelados». Tomé nota de toda la información que me interesaba. Cuando devolviera las carpetas, buscaría cinco o seis camionetas blancas para fotografiarlas. Charlé unos minutos con Ida Ruth y salí por la misma puerta por la que había entrado, cargada con la bolsa de comestibles con los originales y una caja de cartón.
El paseo hasta Colgate resultó agradable. El cielo estaba despejado, hacía frío y encendí la calefacción del coche para que me calentara los pies. Empezaba a pensar seriamente en la posibilidad de que David Barney fuera inocente. Hasta el momento, nos habíamos movido dando por sentado que él había matado a Isabelle. Era el sospechoso número uno y había contado con los medios, el motivo y la oportunidad para deshacerse de su mujer; pero el homicidio es un acto aberrante, a menudo fruto de pasiones torcidas por culpa de obsesiones y torturas interiores. Las emociones no viajan en línea recta. Al igual que el agua, se filtran por los resquicios y las grietas, buscan los agujeros de la necesidad y los olvidos, las imperceptibles fracturas de nuestro carácter que nadie suele ver. Cuidado con la charca insondable que albergamos en el fondo del corazón. En sus heladas y negras profundidades viven criaturas extrañas y retorcidas que es mejor no molestar. En el presente caso volvía a tener la incómoda sensación de que, por sondear aguas turbias, podía quedar a merced de los depredadores que acechaban en ellas.