Crucé la puerta y accedí a una zona de recepción decorada con cómodos muebles y detalles que recordaban los de una de las mejores cadenas de moteles. La Navidad aún no había asomado la nariz allí. Los colores eran agradables, matices sosegados del azul y el verde. Vi un sofá tapizado en cretona y cuatro sillones que hacían juego dispuestos alrededor como para sugerir la intimidad de las conversaciones privadas. Las revistas de las mesitas estaban desplegadas en abanico con los títulos superpuestos; Madurez Moderna figuraba siempre en primer lugar. Había dos ficus, pero al mirarlos de cerca advertí que eran artificiales; hay que limpiarles el polvo, pero por lo menos no sufrirían los estragos de los mosquitos y las plagas.
Pregunté en el mostrador por la persona que dirigía la clínica y me dijeron que fuese al despacho de un señor, de apellido Hugo, situado en el pasillo que tenía a la izquierda. Aquella ala del edificio era únicamente administrativa. No había pacientes a la vista, ni sillas de ruedas, ni camillas, ni demás parafernalia médica. Incluso el aire estaba limpio de los olores típicos de los hospitales. Expliqué con brevedad el motivo de mi visita y al cabo de cinco minutos la secretaria personal del señor Hugo me hizo pasar a su despacho. Los directores de las clínicas de reposo deben de tener la agenda medio vacía.
El señor Edward Hugo era un sesentón negro de pelo rizado y canoso que lucía un ancho bigote blanco. Tenía la piel marrón brillante, igual que el caramelo. Las arrugas de la cara me recordaron los pliegues de una pajarita de papel que se hubiese deshecho y alisado. Vestía de manera convencional, aunque en sus modales había un no sé qué que sugería el uso obligatorio de la corbata negra en los actos locales de beneficencia. Me estrechó la mano desde el otro lado de la mesa y volvió a sentarse mientras yo hacía lo propio. Cruzó las manos y las apoyó en la mesa.
– Usted dirá.
– Quisiera saber el nombre de un antiguo paciente de ustedes, un anciano que murió atropellado por un vehículo que se dio a la fuga hace seis años, por Navidad.
– Sé a quién se refiere -dijo asintiendo con la cabeza-. ¿Tendría inconveniente en explicarme su interés?
– Trato de comprobar una coartada en un caso criminal. Me sería muy útil saber si se pudo identificar al conductor del vehículo.
– Creo que no. Que yo sepa, vamos. Si le soy sincero, el asunto me dejó un mal sabor de boca que todavía me dura. El caballero se llamaba Noah McKell. Su hijo Hartford vive aquí, en Santa Teresa. Si le interesa hablar con él, puedo pedirle a la señora Rudolph que le busque el teléfono.
Siguió hablando con franqueza, buenas palabras y sentido práctico, y en diez minutos de charla me dio toda la información que quería. Según la versión del señor Hugo, Noah McKell se había arrancado la aguja del catéter, se había puesto la ropa de paseo y había salido a la calle por la ventana de su habitación.
Aquel detalle me extrañó.
– ¿Dejan abiertas las ventanas?
– Esto es un hospital, señorita Millhone, no una cárcel. Los barrotes representarían un serio peligro si se declarase un incendio. Aparte de esta circunstancia, creemos que a los pacientes les sienta bien el aire fresco y la contemplación del paisaje verde. Nuestro hombre había abandonado el centro en otras dos ocasiones, lo que, habida cuenta de su estado, nos supuso no poca preocupación. Pensamos en la posibilidad de prohibirle ciertos movimientos para protegerle, pero la medida no acababa de convencernos y su hijo se mostró inflexible. Le cerramos las barandillas de la cama y dimos órdenes a las enfermeras de que se asomaran a ver cómo estaba cada media hora aproximadamente. La enfermera de servicio que entró a la una y cuarto se encontró con la cama vacía.
»Como es natural, nos pusimos en acción en cuanto comprendimos que se había marchado. Avisamos a la policía y nuestro personal de seguridad inició la búsqueda. Me llamaron a casa y vine inmediatamente. Cuando llegué, ya nos habíamos enterado de lo del accidente. Fuimos al lugar e identificamos el cadáver.
– ¿Hubo algún testigo?
– Una empleada del Gypsy Motel oyó el golpe -dijo-. Salió a ver qué ocurría, pero el anciano ya había muerto. Fue ella quien avisó a la policía.
– ¿Recuerda usted el nombre de la empleada?
– Así, de pronto, no. Pero estoy convencido de que el señor McKell lo recuerda. Tal vez la empleada siga trabajando allí.
– Me gustaría hablar con él, en cualquier caso. Si se averiguó la identidad del conductor, ya no tendré que perder el tiempo haciendo preguntas.
– Supongo que, de haberse averiguado, nos lo habría comunicado. Por favor, llámeme para hacerme saber lo que descubre. Me sentiría más tranquilo.
– Lo haré, señor Hugo, y gracias por todo.
Llamé a Hartford McKell desde una cabina que estaba junto a un puesto de hamburguesas del sector norte de State Street. No tenía sentido volver a la oficina, ya que el lugar del accidente se encontraba sólo a dos manzanas. Saqué el bolígrafo y el cuaderno y me dispuse a tomar notas.
El hombre que cogió el teléfono era el propio Hartford McKell. Le dije quién era yo y la información que necesitaba. No parecía tener sentido del humor: era directo, intransigente y con tendencia a interrumpir al prójimo. Con respecto a la muerte de su padre, saltaba a la vista que las condolencias le importaban tres pepinos. Me contó el episodio atropelladamente, con una cólera que no había mermado con el paso del tiempo. Me abstuve de hacer comentarios. No se había averiguado la identidad del conductor. La policía de Santa Teresa había emprendido una búsqueda intensiva, pero en el lugar de los hechos no había quedado más prueba que las huellas de los neumáticos. El único testigo -la empleada del motel, que se llamaba Regina Turner- había hecho una somera descripción de la camioneta, pero no vio la matrícula. El accidente había escandalizado a la comunidad y el hijo de la víctima había ofrecido una recompensa de 25.000 dólares a quien proporcionara información que condujese a la detención y condena del conductor.
– Había traído a mi padre desde San Francisco. Después del ataque que sufrió, yo quería tenerlo cerca. ¿Sabe por qué se escapaba? Creía que seguía en San Francisco, y que estaba a unas cuantas calles de su casa. Quería volver porque estaba preocupado por el gato. Hacía ya quince años que el animal había muerto, pero mi padre quería comprobar que seguía bien. Me saca de quicio pensar que el crimen ha quedado impune.
– Comprendo…
– Nadie comprende nada -me interrumpió-, pero voy a decirle una cosa: nadie atropella a un anciano y sigue adelante sin mirar atrás.
– Son las jugarretas del miedo -dije-. Las calles están prácticamente vacías a la una de la madrugada. El conductor debió de creer que a nadie le importaría mucho.
– No me interesan las explicaciones. Lo que quiero es echarle el guante al hijo de puta. Es lo único que me interesa. ¿Tiene usted idea de quién fue o no?
– Estoy tratando de averiguarlo.
– Encuéntreme al conductor y los veinticinco mil son suyos.
– Se lo agradezco, señor McKell, pero los motivos económicos no son prioritarios. Haré lo que pueda.
Dimos por terminada la conversación. Volví al coche y recorrí las dos manzanas que me separaban del cruce de State Street donde habían matado al anciano McKell. El cruce limitaba con un motel, un solar, un complejo médico con mucho jardín y un chalecito que parecía una vivienda particular habilitada para albergar las oficinas de una inmobiliaria. El Gypsy Motel era una modesta y poco agraciada arquitectónicamente yuxtaposición de habitaciones rodeada de zonas de estacionamiento. Aparqué cerca de la recepción. La oficina estaba rodeada de ventanas cubiertas por cortinas para protegerla del sol vespertino. Un rótulo de neón parpadeaba sobre la puerta iluminando alternativamente NO y HAY HABITACIONES.