Henry tomó asiento delante de mí y apoyó la cabeza en el brazo.
– Esto es lo mío, ruido, whisky, humo, ¡vida! Estoy harto del hipocondríaco de mi hermano. Me va a volver loco, te lo juro. Todo el santo día con el régimen. Cada vez que el reloj da la hora, se toma una pastilla o un vaso de agua… para drenar el aparato digestivo. Hace yoga para relajarse. Gimnasia calisténica al despertar. Se mide la presión sanguínea dos veces al día. Lleva encima esas tiras que venden en las farmacias para comprobar el nivel de glucosa y de proteínas en la orina. Apunta en la agenda cuántas veces va al lavabo. Y todos los picores y pinchazos tontos que siente. Si le gruñe el estómago, es un síntoma. Si se le escapa una ventosidad, me da una conferencia. Como si no me diera cuenta. Es el bípedo más obsesivo, pelmazo y aburrido que he conocido en toda mi vida, y sólo lleva aquí un día. No puedo creerlo… Mi propio hermano.
– ¿Le apetece una copa?
– No me atrevo. No podría controlarme. Acabarían por ingresarme en la UCI.
– ¿Siempre ha sido así su hermano?
Asintió con expresión desolada.
– Aunque hasta ahora no me había dado cuenta. Puede que la chochez haya agravado su caso. Recuerdo que de pequeño sufría muchos accidentes. Se caía de los árboles y de los columpios. Una vez se rompió un brazo. Se dislocó la muñeca. Se clavó un lápiz en un ojo y estuvo a punto de perderlo. Y los cortes. Dios bendito, no podíamos deja un cuchillo al alcance de su mano. Tenía todas las alergias imaginables y le sentaban mal las cosas más raras de este mundo. Sufría de espasmos en las glándulas salivales. Es verdad, no te miento. Luego entró en una fase que le duró diez años y en que tuvieron que extirparle varios órganos: las amígdalas, los ganglios linfáticos, el apéndice, la vesícula biliar, un riñón y ocho centímetros de intestino. Por si esto fuera poco, se las apañó para estropearse el bazo. Pues tijeras y a la calle. Con todo lo que le extirparon habríamos podido construir otro Frankenstein.
Alcé los ojos y vi a Rosie junto a mí, escuchando la perorata de Henry con cara de complacencia.
– ¿Deprimido?
– Ha venido a visitarle su hermano de Michigan.
– ¿Y no le cae bien?
– Le está volviendo loco. Es un hipocondríaco.
Se quedó mirando a Henry con interés.
– ¿Qué le pasa? ¿Está enfermo?
– No, no está enfermo. Es un neurótico de cuidado.
– Tú traérmelo y yo ponerle bien. Coser y cantar.
– No creo que comprendas plenamente la magnitud del problema -dije.
– Ningún problema. Yo saber de estas cosas. ¿Cómo llamarse el elemento, el hermano?
– William.
Rosie murmuró «William» mientras apuntaba el nombre en el cuaderno.
– Asunto arreglado. Fin de preocupaciones.
Se alejó de la mesa agitando el vestido como si fuera la capa de una bruja.
– ¿Es fruto de mi imaginación o habla últimamente como los indios de las películas? -pregunté.
Henry me dirigió una sonrisa de desaliento.
Le palmeé la mano con actitud maternal.
– Ánimo. Asunto arreglado. Fin de preocupaciones. Rosie ponerle bien.
Llegué a casa a eso de las diez, pero no me sentía con ganas de reanudar la campaña de limpieza. Me quité los zapatos y mientras subía al dormitorio los calcetines sudados barrieron por encima los peldaños de la escalera de caracol. Trabajo que me ahorro, dije.
Desperté a media noche por culpa de un telegrama del inconsciente, camioneta, decía el texto. ¿Y para qué quería yo una camioneta? Abrí los ojos y me quedé mirando la claraboya que tenía encima de la cama. El dormitorio estaba a oscuras. Las nubes cubrían las estrellas, pero la claraboya parecía brillar a causa de la contaminación urbana. El telegrama debía de relacionarse con la presencia de Tippy en el cruce. Venía meditando al respecto desde que David Barney lo sacara a relucir. Si el individuo había inventado la historia, ¿por qué había mencionado a la muchacha en su versión? La joven podía haber explicado perfectamente dónde se encontraba aquella noche. Si había mentido acerca del accidente, ¿por qué se había arriesgado a fraguar la mentira? El equipo de empleados del agua la había visto a ella también… bueno, a ella no, pero sí la camioneta. ¿En qué otro sitio había leído yo algo relacionado con una camioneta?
Me senté en la cama, aparté el edredón, encendí la luz y parpadeé con la mano en los ojos. Me puse el chándal en vez del albornoz. Bajé descalza la escalera de caracol, encendí la lámpara de la mesa, cogí el maletín y me puse a repasar las carpetas que había cogido del despacho. Encontré la que buscaba, me la llevé al sofá, me senté con las piernas encogidas y me puse a hojear los artículos fotocopiados de antiguos ejemplares del Santa Teresa Dispatch. Por tercera vez en cuarenta y ocho horas los repasé, columna por columna. Nada el día 25. Ajajá. En la primera página de la sección de noticias locales del 26 de diciembre estaba la que había visto a propósito de un anciano que había fallecido de muerte instantánea en un accidente de tráfico sufrido al salir de una casa de reposo situada en los alrededores. Le había atropellado en la parte norte de State Street una camioneta descubierta que se había dado a la fuga. No habían querido revelar el nombre de la víctima, ya que el suceso no se había notificado aún a sus familiares. Por desgracia, no había fotocopiado los diarios de la semana siguiente y no podía saber cómo había terminado la historia.
Cogí la guía telefónica y busqué en las Páginas Amarillas los hospitales y casas de convalecencia. El índice remitía a Balnearios, Casas de Reposo, Clínicas Médicas, Hospitales e Institutos Médicos, pero casi todos los subapartados se remitían unos a otros. Encontré por fin la lista general en Casas de Reposo. En los alrededores del lugar del accidente sólo había un establecimiento de aquellas características. Tomé nota de la dirección, apagué las luces y volví a la cama. Si conseguía vincular aquella camioneta con la que poseía el padre de Tippy, habría avanzado mucho a la hora de explicar por qué la joven se mostraba reacia a admitir que había estado fuera aquella noche. La vinculación corroboraría también todo lo que David Barney había dicho.
A la mañana siguiente, después de mi habitual carrera de cinco kilómetros, de ducharme, desayunar y telefonear a la oficina, cogí el coche y me dirigí a South Rockingham, el barrio donde habían atropellado al anciano. A principios de siglo, South Rockingham era un campo cubierto de nogales y judías, cosechados por cuadrillas itinerantes que se desplazaban con vehículos de vapor, cocinas portátiles y remolques para dormir. En una foto de la época puede verse a treinta braceros alineados ante su incómoda y chirriante maquinaria. Casi todos tienen bigote y aire abatido. Llevan pañuelo al cuello, camisa de manga larga, mono y sombrero de fieltro. Se apoyan con resolución en la horca bajo los rayos inclementes del sol de mediodía. La tierra siempre parece monótona y cruel en estas fotografías. Hay pocos árboles y la hierba, cuando la hay, crece poco y mal. En las fotos aéreas de fecha posterior se ven las calles que parten de un círculo central de tierra como los radios de una rueda de carro. Al otro lado del límite hay huertos de cítricos yuxtapuestos como los retales de un edredón. South Rockingham es actualmente un barrio de clase media, poblado de modestas casas construidas por encargo, la mitad de las cuales es anterior a 1940. Las restantes se levantaron durante una miniexplosión demográfica que tuvo lugar entre 1955 y 1965. Todas las parcelas abundan en vegetación y se ha construido en cada palmo de terreno disponible. Aun así, la zona se considera atractiva porque es tranquila, autosuficiente, limpia y bonita.
Encontré la clínica de reposo, un edificio encalado, de una sola planta, y flanqueada en tres costados por zonas de estacionamiento. Por fuera, aquella institución de cincuenta camas parecía limpia y sencilla, y lo más probable es que fuese cara. Aparqué junto a la acera y subí los cuatro peldaños de hormigón que conducían al inclinado paseo delantero. La hierba estaba en la etapa letárgica, bien cortada y moteada de amarillo. Junto a la puerta, una bandera nacional pendía de un asta.