– ¿Tomamos una copita de jerez? -dijo Yolanda sin mucho convencimiento.
Peter alargó la mano para inmovilizarla.
– Ya lo sirvo yo. Tú quédate ahí.
– No se moleste, por favor. Tengo que acudir a otra cita dentro de un rato. -No era totalmente cierto, pero tampoco sabía hasta cuándo iba a soportar aquella situación. Saqué el cuaderno del bolso y pasé algunas páginas-. Les haré unas preguntas y me marcharé. No quiero robarles más tiempo.
Peter se dejó caer en el sillón.
– ¿Qué es lo que hace usted exactamente? -preguntó.
Yolanda se ajustó una sortija para centrar el diamante en la cara exterior del dedo.
– Tendrá que perdonar a Peter. Ya se lo he explicado dos veces.
– Continúo las investigaciones de Morley Shine -dije, haciendo caso omiso de la observación femenina-. En última instancia, se trata de apoyar las acusaciones del demandante. ¿Estuvieron en contacto con David o Isabelle el día en que murió esta última?
– No recuerdo nada en concreto -dijo Peter-, pero creo que no.
– Pues claro que no. Aquel día estabas en el hospital, ¿no te acuerdas? Sufriste el ataque al corazón el 15 de diciembre. Y estuviste ingresado en el St. Terry hasta el 2 de enero. No quise decirte lo de Isabelle porque tenía miedo de que te afectase.
Peter había puesto cara de no entender nada.
– Sí, supongo que fue así. Ya no me acordaba de que la tragedia ocurrió durante aquella quincena -dijo a su mujer. Y a mí-: Por entonces ya se habían ido del despacho y trabajaban por cuenta propia.
– Le quitaron todos los clientes que pudieron -apuntó Yolanda con mordacidad.
– ¿No estaba usted resentido?
Yolanda se puso a juguetear con la sortija.
– Pues claro. Pero que me muera aquí mismo si le oí quejarse una sola vez.
– Vamos, Yolanda, eso no es verdad. Yo deseaba con sinceridad que Isabelle tuviese éxito -se quejó él.
– Peter no soporta la violencia. Nunca se pelearía con nadie y menos aún con ella. Después de todo lo que él hizo…
– Según tengo entendido, a Isabelle se le ocurrió lo de las casas pequeñas mientras trabajaba para usted.
– Exacto.
– ¿Y… no sé cómo decirlo… los derechos de propiedad intelectual? ¿No le pertenecían a usted en buena ley?
Peter fue a responder, pero se le anticipó Yolanda.
– Pues claro. Pero Peter jamás le hizo firmar ningún documento. Y ella se llevó hasta las chinchetas. Peter no quiso hacer nada al respecto, aunque yo le insistía. Isabelle le robó millones; millones, como se lo digo.
Formulé la siguiente pregunta con mucho tacto. Ya había llegado a la conclusión de que Peter era demasiado callado para serme de utilidad. A la maliciosa Yolanda, en cambio, podía sonsacarle alguna cosa de interés si le pulsaba las teclas indicadas.
– Es comprensible que estuviera usted furiosa.
– Desde luego que lo estaba. Isabelle era una niña malcriada y una viciosa… -Se interrumpió de pronto.
– Siga, por favor -le pedí.
– Yolanda -dijo Peter en señal de advertencia.
La mujer cambió de actitud.
– Disculpe mi lenguaje.
– A estas alturas ya no le hace usted ningún daño. Tengo entendido que solía extralimitarse.
– Extralimitarse es decir poco. Era falsa de pies a cabeza.
Peter se inclinó hacia su mujer.
– No creo que venga al caso dar una versión tendenciosa. Quizá no simpatizaras con ella, pero es innegable que tenía talento.
– Tenerlo sí que lo tenía -dijo Yolanda con un acceso de rubor-. Y supongo, para decirlo con justicia, que no era totalmente responsable de sus problemas. A veces incluso me daba lástima. Era una neurótica y siempre con los nervios a flor de piel. Lo tenía todo menos felicidad. David se pegó a ella como una lapa y la dejó seca.
Guardé silencio, en espera de más información, pero a Yolanda parecía habérsele acabado la cuerda. Miré a Peter.
– ¿Y cuál es su opinión?
– Yo no soy quién para juzgar.
– No le pido que la juzgue. Pero me gustaría conocer su punto de vista. Podría serme útil para comprender la situación.
Reflexionó durante unos momentos y llegó a la conclusión de que mi petición tenía su lógica.
– Era desdichada. No se me ocurre nada más.
– ¿Cuánto tiempo trabajó para usted?
– Algo más de cuatro años. Fue una especie de aprendizaje informal.
– Simone me dijo que no había estudiado arquitectura -dije.
– Es cierto. No tenía educación formal, pero sí ideas asombrosas, y rebosaba de entusiasmo. Era como si una misma fuente alimentara su creatividad y su sentido de la autodestrucción.
– ¿Era maniacodepresiva?
– Parecía vivir al límite de la angustia, y por eso bebía.
– Bebía porque estaba alcoholizada -intervino Yolanda.
– Eso no lo sabemos -puntualizó Peter.
Yolanda se carcajeó y se palmeó el pecho para calmar la hilaridad.
– ¿Por qué los hombres no admiten nunca que las mujeres hermosas también tienen defectos?
Noté que la tensión volvía a concentrárseme en la nuca.
– ¿Qué clase de hombre es David Barney? Creo que es arquitecto. ¿Es valioso como tal?
– Es un carpintero con pretensiones -dijo Yolanda.
Peter sacudió la mano.
– Técnicamente es muy bueno -dijo.
– ¿Técnicamente?
– No es una crítica -añadió Peter.
– Es el acusado. Puede usted criticarle cuanto quiera.
– No tengo motivos. A fin de cuentas, somos del mismo gremio, aunque me he retirado. Esta es una ciudad pequeña. Y no soy quién para hacer comentarios sobre sus cualidades.
– ¿Y sobre la persona?
– Nunca me ha interesado personalmente.
– Peter, por el amor de Dios. ¿Por qué no le dices la verdad? No aguantas a ese hombre. Nadie lo soporta. Es taimado y desleal. Manipula todo lo que puede…
– Yolanda…
– Deja de decir «Yolanda». Esta mujer quiere opiniones y yo le doy la mía. Te preocupas tanto por el respeto que ya no sabes ni cómo se dice la verdad. David Barney es una araña. Peter pensaba que había que alternar con ellos y lo hacíamos, a pesar de mis quejas. Desde mi punto de vista, era ir demasiado lejos. Mientras estuvieron en el despacho, procuré ser amable. David me traía sin cuidado, y yo me limitaba a hacer lo que se esperaba de mí. El negocio prosperaba gracias a Isabelle y le estábamos muy reconocidos. Pero cuando se relacionó con David… la buena estrella se le torció.
El asunto se ponía interesante. Aquella mujer haría un papel estupendo en el estrado de los testigos si fuera capaz de moderar la lengua.
– ¿Cómo conseguía Isabelle tantos encargos?
– Tenía mucho dinero y se movía en los círculos indicados. Se la respetaba porque saltaba a la vista que tenía buen gusto. Y mucho estilo. Hiciera lo que hiciese, los demás siempre la imitaban.
– Cuando Isabelle y David se independizaron, ¿se quedaron con muchos clientes?
– Es bastante corriente -dijo Peter en el acto-. Sienta mal, pero sucede en todas las profesiones.
– Fue un desastre -añadió Yolanda-. Peter se retiró poco después. La última vez que los vimos fue en la fiesta nocturna que dieron durante el puente del día del Trabajo.
– ¿Cuándo desapareció la pistola?
Cambiaron una mirada. Peter volvió a carraspear.
– Nos enteramos después -respondió él.
– Nos enteramos en el momento en que ocurrió. Hubo una trifulca espantosa arriba, en el dormitorio principal. Bueno, la verdad es que no sabíamos el motivo, pero es evidente que se trataba de aquello.
– Según ustedes, ¿quién la cogió o pudo cogerla?
– Pues él, naturalmente -dijo Yolanda sin el menor titubeo.